Donde nadie se hace el oso
En islas noruegas del océano Glacial Ártico, el Estado no ofrece asistencia alguna y sólo se queda quien puede mantenerse
Con un fusil cruzado en la espalda, un joven sonríe al pasar a mi lado. A los pocos metros la escena se repite, pero esta vez con una chica. No integran ningún ejército. Tampoco son actores filmando un western. Son residentes comunes de Longyearbyen, que con dos mil habitantes es el mayor núcleo humano en el archipiélago de las Islas Svalbard, allí en el océano Glacial Ártico.
El fusil –a veces también un arma corta sujeta a la cintura– no está motivado en guerra o conflicto social alguno. La amenaza se llama Ursus maritimus en su nombre más formal y que nosotros conocemos con el apodo de oso polar. Hay en el territorio unos tres mil. Y todo aquel que vaya un metro más allá de los límites del pequeño poblado tiene la obligación de ir armado.
Entusiasmado con la idea de ver un oso pregunto a cada persona a la que puedo abordar si los ha visto, por dónde, cuándo. Se ponen serios. “Esperemos que no se cruce con ninguno”, me dice Claudia Antonsen, una colombiana que trabaja en una agencia de turismo receptivo.
“Hace ya un año y medio que vivo aquí y por suerte no vi osos”, apunta el empleado del bar del aeropuerto, testigo de nuestra conversación. Los miro decepcionado. Llegué al hogar de los osos y, claro, espero encontrarlos.
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El aire tierno que emanan los ositos de peluche no se corresponde del todo con el temperamento vivo del animal que los inspira. Es uno de los carnívoros terrestres más grandes de la Tierra y el único superdepredador del Ártico. Nosotros, intrusos en su territorio, somos una mera oportunidad para saciar su hambre.
Los lugareños le temen como a ninguna otra acechanza de este territorio, que bien sabe de riesgos extremos. Si alguien divisa algún oso merodeando en cercanías del pueblo, inmediatamente se lo comunica a las autoridades, y estas acuden a alejarlo. Suelen usar helicópteros para ese fin.
Lo paradójico es que el oso es el símbolo del lugar. Es lo primero que aparece como identidad de Svalbard apenas uno accede a material gráfico o de internet para conocer características de la región. En el mismísimo aeropuerto de Longyearbyen nos da la bienvenida un oso taxidermizado. Se ve que los quieren… de propaganda.
En los perímetros del pequeño pueblo hay carteles que se han convertido en emblema de esos parajes. Un triángulo de los típicos en cualquier ruta, tiene la figura de un oso y la inscripción Gjelder hele Svalbard para advertir que a partir de ese punto hay que ir armado. Lo curioso es que el interior del triángulo con borde rojo es de color negro, único cartel vial de ese color en el mundo. No había manera de destacar un oso polar en un fondo blanco.
En caso de que un encuentro termine con el oso muerto, las autoridades abrirán una causa. Habrá que demostrar que se encontraba a menos de cien metros y que se hizo un disparo previo al letal para ahuyentarlo. Desde 1973, está prohibido matar un oso. Somos nosotros, los humanos, los entrometidos en territorio ajeno.
Funcionarios del Instituto del Ártico analizarán los restos. La piel se subastará y la carne se repartirá a algunos restaurantes que podrán ofrecerla a los comensales no sin antes hacerles firmar que es a su exclusiva responsabilidad, ya que no contarán con certificaciones que garanticen el estado sanitario de la carne. ¡Ah! Y se extenderán certificados que den cuenta de que tuvieron la ocasión de saborear semejante rareza.
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Otros animales del Ártico sí se integran al paisaje urbano. “¡Hi, Jimmy!”, gritó el niño en su bicicleta al pasar muy cerca de un reno que andaba por su mismo camino. Como si fueran vacas en la India, los renos pasean a sus anchas por las calles de Longyearbyen. Nadie los molesta y han perdido el miedo al hombre.
No son comunes. Acá nada es como en otro lado. Son de la variedad renos enanos del Ártico y no existen en otro sitio. Se han adaptado a las extremas condiciones de ese territorio y hasta se han desembarazado de los ritmos circadianos que usa el reloj biológico de seres humanos y vertebrados para marcarnos el comportamiento de nuestro cuerpo según sea de día o de noche. A ellos les da igual que haya cuatro meses de oscuridad total o que el sol no se oculte. Los que deambulan por la tundra en estado salvaje son, claro está, ariscos a la presencia humana.
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La soberanía de Svalbard es algo neblinosa. Por un acuerdo de la diplomacia internacional, Noruega tomó la administración del Archipiélago en 1925, pero respetando la existencia de otras nacionalidades que estaban allí asentadas explotando minas de carbón.
Eso es visible si uno visita Barentsburg, propiedad de la compañía minera estatal rusa Arktikugol Trust. Tiene 500 habitantes, la mayoría rusos y ucranianos. Allí las lenguas oficiales son noruego, ruso y ucraniano. Dejando el pequeño puerto detrás, en una gran plaza se yergue todavía la estatua de Lenin. “Ya no es un líder popular, pero lo dejamos ahí por una razón de identidad”, aclara la joven guía ucraniana que nos introduce al pueblo.
La estética de los edificios es innegablemente soviética, aunque algunas intervenciones en los frentes utilizando colores tratan de alterar esa impronta. Empero, el aire que envuelve el caserío nos empuja a aquellos tiempos.
En Svalbard hay un gobernador representante del Reino de Noruega. Pero para sumar incertidumbre a su realidad institucional, algunos lugareños nos dicen que se trata de un territorio independiente, pero que aplica las leyes noruegas.
Claro que no siempre. Si te contratan empresas noruegas, los salarios y las reglamentaciones laborales se rigen por las leyes noruegas. Pero si te contratan empresas de otro origen –tailandesas y chinas, básicamente– tienen derecho a aplicar sus normas, según cuenta María Florencia Becherini, la única persona de origen argentino que vive en Longyearbyen.
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Son infinitas las curiosidades de lo que podríamos llamar el último confín del mundo habitable. Ubicado entre los 74º y 81º de latitud Norte, la naturaleza allí pareciera tener otros parámetros y las personas, distintas conductas comparado con los territorios menos extremos.
Por ejemplo, Longyearbyen vive lo que se llama el sol de medianoche entre el 20 de abril al 23 de agosto. Es decir, el sol no se oculta. Da unas pequeñas vueltas por el cielo pero no desaparece.
A la 1.30 de la madrugada estuve tomando sol en la borda de un barco, el Nordstjernen, de la naviera Hurtigruten, tal como si estuviera en Playa Grande un mediodía de enero.
El reverso de este escenario se da entre el 26 de octubre y el 15 de febrero, cuando la oscuridad es perpetua. No hay siquiera un mínimo reflejo crepuscular. Es noche negra, cerrada. La única luz natural proviene de la luna, que en su período lleno alegra los espíritus.
Dejaremos al querido amigo Diego Golombek que nos explique los efectos que la luz o su falta produce en los seres humanos, qué es el ritmo circadiano y otras minucias por el estilo. Yo les hablaré desde mi condición de profano.
La primera reacción de mi cuerpo fue un tremendo cansancio. Claro, yo sentía que estaba en el mediodía y ya había pasado la medianoche. No estoy acostumbrado a irme a dormir con el sol radiante y alto. La otra consecuencia fue la incertidumbre. No sabía si estaba almorzando, comiendo o tomando el té.
Cuando vuelva en invierno, les contaré lo que es no ver una mínima claridad a lo largo del día. En preferencias, hay posiciones encontradas. Van ganando los que eligen el verano. Pero también encontré a quienes dicen que no pueden dormir con tanta claridad. Las cortinas black out no parecen ser eficaces al punto que muchas ventanas son obturadas con paneles de aluminio. No sé por qué, pero no existen persianas.
Desde mediados de febrero el sol apenas reaparece en el horizonte, pero no precisamente en Longyearbyen por la sencilla razón de que está rodeada de montañas. El primer rayo de luz que esas montañas dejan filtrar para que alcance al pueblo ocurre el 8 de marzo, aproximadamente a las 11 de la mañana.
Ese acontecimiento y la fiesta que acompaña a tal celebración, a la que llaman El regreso del sol, formalmente declara la vuelta de la luz.
Todo el pueblo, y principalmente los chicos, se juntan alrededor de una escalera –que es réplica de la que estaba a la entrada del hospital hoy inexistente–, pues es en ese exacto punto donde toca el primer rayo de sol. La escalera lleva grabado Sykehustrappa (escalera del hospital).
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El archipiélago de Svalbard queda a tres horas de avión desde Oslo. En el SXVI fue William Barents, un expedicionario holandés, el que llegó tan lejos. Restos de sus actividades –tanto como cazador de ballenas o buscando carbón– todavía son visibles, particularmente en New London, un asentamiento abandonado que hoy es motivo de visitas turísticas.
Spitsbergen es la isla más grande del archipiélago y donde se ubica Longyearbyen. Hay sólo otras dos islas habitadas: Bjørnøya (Isla del Oso), que tiene nueve habitantes, y Hopen que solo tiene cuatro. Al menos así figuraba en el censo de 2008. Ny-Ålesund constituye el grupo humano más al norte del planeta. Allí viven 35 personas en invierno y unas 150 en verano. Es asiento de centros de investigación de numerosos países que estudian el Ártico y de estaciones científicas de Noruega, Alemania, Japón, Reino Unido, Holanda, Italia, Francia, Corea del Sur, China y la India.
Está en el 79º N. Más allá, hielo, glaciares y pobladores no humanos: osos, zorros del ártico, renos y en el agua ballenas, focas, delfines y morsas. ¡Ah! Y decenas de variedades de pájaros. El que más me llamó la atención se llama Arctic Tern. Es pequeñito y viaja cada año desde el polo sur al norte para vivir siempre de día. Y es tan cuidadoso de sus crías que cuando están empollando hay que mantenerse lejos si uno no quiere morir en medio de una escena hitchcockiana.
Un sitio de película es Pyramiden. Fue un empendimiento minero de la misma compañía rusa asentada en Ny-Ålesund. Llegó a tener mil habitantes. El 10 de octubre de 1998 fue abandonada. Ningún habitante quedó allí, pero los edificios y lo que tenían dentro permanecieron intactos. Hoy la habitan entre 6 y 10 personas. Y desde 2007 puede visitarse. Hasta un piano de cola perdura aún en su centro cultural.
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En Svalbard nadie puede nacer ni morir. Tampoco envejecer. Me explico: cualquiera puede vivir allí siempre y cuando tenga su sustento asegurado y pueda mantenerse. Una persona desempleada y sin recursos es inmediatamente deportada. Un jubilado sin un ingreso suficiente o alguien enfermo es enviado al continente.
El Estado no provee asistencia social de ningún tipo. El hospital solo atiende enfermedades o traumatismos muy leves. Cualquier mínima cosa que supere eso –una fractura por ejemplo– el paciente es trasladado al continente. Los achaques de la edad obligan a emigrar.
Las mujeres embarazadas son llevadas al continente tres semanas antes de cuando se prevé el nacimiento. Hay que evitar complicaciones que requieran de alguna complejidad hospitalaria.
Por otra parte nadie puede ser enterrado en el archipiélago. Hay sí un cementerio con unas veinte tumbas, pero que no recibe nuevas sepulturas desde 1930. El clima y la composición del terreno no permiten la biodegradación de los cuerpos. A un par de metros de profundidad la tierra está congelada. Es lo que se llama permafrost. Eso y el suelo limoso o tundra produce el fenómeno de que cualquier cuerpo aflore a la superficie. Si alguien muere allí trasladan el cuerpo al continente.
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Pregunté en Longyearbyen cómo se manejaba allí a los delincuentes que pudieren existir. “Hace un tiempo que no sabemos de alguien que haya estado detenido. El último fue hace un año y sólo por dos días”, nos cuenta Aaron, empleado en el minishopping en el que se concentran varios negocios.
Existe una celda individual en toda la ciudad, y seis personas que ofician de algo parecido a un cuerpo policial. Hay apenas un centenar de “casos” al año. La mayoría de ellos es por infracciones menores, como manejar de manera imprudente las motos de nieve. Puede haber alguna pelea producto del abuso del alcohol o algún hurto menor en alguna tienda. Nada grave.
Mark Sabbatini monta su oficina en las mesas del Fruene Kaffe Og Vinbar, un café donde también se almuerza y que es paso obligado de cualquier visitante. “Dejo mi computadora aquí y nadie la toca”, dice como para confirmar la seguridad que reina en el lugar.
Sabbatini es uno de los personajes más pintorescos y destacados del archipiélago. Fue periodista de la sección Policiales en Los Angeles Times. Se hartó de ese trabajo y del calor. En 2008 conoció Longyearbyen y decidió quedarse aquí. Con su larga barba y su sombrero hasta las orejas, es parte del paisaje cotidiano tanto en su mesa del café como a bordo de su Subaru azul Francia. Hoy es el editor del periódico digital icepeople.net.
Claro que hay algunas razones que ayudan a la seguridad. Robarse un auto no tendría sentido en una región aislada que carece de rutas. Tampoco llevarse una bicicleta ajena en un pueblo en el que cada uno se cruza una docena de veces con todos sus vecinos en un día.
Un mito que derrumba Svalbard es que los índices de criminalidad suelen tener que ver con el porcentaje de inmigrantes. Un tercio de los pobladores de estos lares forma parte de un abanico de nacionalidades. Hay una fuerte colectividad tailandesa y china. Todos trabajan. Todos tienen un domicilio fijo. De otra manera no se les permitiría permanecer ahí.
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El clima extremo tiene alguna ventaja que disfrutamos todos. A pocas cuadras del “centro” de Longyearbyen se encuentra lo que se llama Seed Vault, o Bóveda Global de Semillas. Se trata de un depósito subterráneo en el que se almacenan semillas de los cultivos del mundo. Se trata aquí de preservar la biodiversidad. Puede resistir terremotos, bombas nucleares y otros cataclismos.
La bóveda es impermeable. Es decir, no puede afectarla una eventual crecida del mar. Tampoco puede afectarla la actividad volcánica ni fallos eléctricos ya que la capa de hielo permanentemente congelada actuaría como refrigerante natural.
Los turistas no tienen acceso al Seed Vault. Pero no deberían sentirse discriminados. Tampoco lo tienen los investigadores o especialistas. Ellos deben contentarse con pedir muestras al depósito genebanks. La seguridad de ese sitio es inexpugnable. Pero todos pueden acercarse a su entrada, apenas visible. Es una puerta en un pequeño corredor triangular que se hunde en la montaña.
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Se dice que es el período más difícil y el momento de protegerse de las depresiones. El invierno no es tan frío ya que la corriente del golfo procura una media de –15°C cuando otros sitios en la misma latitud llegan a –40°C. Pero el sol no asoma.
Es la gran oportunidad para disfrutar de uno de los espectáculos naturales más grandiosos de la naturaleza: la aurora boreal. De noviembre a febrero esas increíbles luces bailando en el cielo dejan sin aliento. Svalbard es el único lugar de la tierra en el que se pueden experimentar las northern lights durante horas diurnas, que son tan negras como las nocturnas.
En esa época puede contemplarse el espectáculo mientras se maneja un trineo tirado por perros. El viaje dura dos días y es organizado por Basecamp Spitsbergen. Para tener una idea de cómo se vive una aventura tan única, se puede visitar la página de internet www.visitsvalbard.com
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Claro que para un ser humano vivir en ese clima extremo es un desafío. Por las calles de Longyearbyen vemos gente joven. Nadie allí es nativo.
La Universidad, dedicada a investigaciones del Ártico, concita muchos jóvenes que de diversas partes del mundo pasan allí un cuatrimestre. Las instalaciones son impecables y de un diseño futurista. Obviamente las cuestiones vinculadas al cambio climático se analizan en este lugar con particular dramatismo.
Recorrimos el edificio de la mano de Jorge Rebolledo Kristiansen, un venezolano que trabaja en el área de Administración y que suele oficiar de anfitrión a los hispanohablantes que se acercan a conocer qué se estudia y cómo es la Universidad.
Longyearbyen cuenta también con bibliotecas, escuelas, jardines de infantes, restaurantes, hoteles de diversa categoría y tiendas que brindan servicios como para no extrañar mucho las comodidades citadinas.
También hay muchos jóvenes de ambos sexos afectados a los servicios del turismo, una actividad creciente. Cruceros que dan la vuelta al archipiélago o pasan el paralelo 80º, trineos con perros, moto sky, cross country sky, trekking y montañismo son apenas algunas de las actividades que se ofrecen a los visitantes.
"Hay que dudar de los que dicen que están en Svalbard porque aman la naturaleza", me dice Gloria, una residente latina. "La verdad es que la gran mayoría está acá por las desgravaciones impositivas y los buenos sueldos, si es que se tiene un contrato con una empresa noruega", agrega desterrando en algo el mito ecológico.
No me importa por qué viene la gente y se queda. Yo volveré para encontrar cierto personaje que durante mi estada se hizo el oso y no pude verlo.