Donato De Santis, más que viajero, peregrino
Entre todos sus objetos, el cocinero italiano se queda con un collar budista que obtuvo en Japón hace 20 años y usa en sus rezos diarios
Se crió en la zona rural de La Puglia, al sur de Italia, y con apenas 14 años empezó a estudiar gastronomía en una escuela hotelera de Milán. Quería ser cocinero como un amigo de su primo, que viajaba, tenía mujeres y la pasaba bien. Con la cocina, Donato De Santis confirmaría dos cosas: había un mundo allá afuera y el oficio de chef podía ser un boleto de primera clase para conquistarlo.
Aquel era, también, el tiempo de las preguntas. ¿Qué es la vida? ¿Qué estamos haciendo aquí? Un adolescente que se demora en estos interrogantes se convierte en un buscador. En aquellos años, Donato tuvo un breve paso por los Hare Krishna y algunas incursiones en distintos grupos budistas. Pero siguió de largo: le pareció que eran clubes para desplegar cierta forma de hippismo aún en boga antes que centros de verdaderas prácticas espirituales. “Los fundamentos eran buenos –recuerda–. Pero no era aquello exactamente lo que estaba buscando.”
La cocina le ha permitido viajar. Pero Donato, que lleva más de quince años afincado en Buenos Aires, se considera, más que un viajero, un peregrino. Por eso, a la hora de pensar en su objeto más preciado no elige su primera cacerola ni alguno de los premios que ganó en su oficio sino algo que confirma esa condición de buscador que asumió, sin saberlo, en su adolescencia.
Se trata de un juzu, un collar budista de 108 cuentas. Las cuentas de madera simbolizan los deseos mundanos. Del collar se desprenden cuatro pequeñas borlas que representan las virtudes de la vida de Buda: verdadero yo, eternidad, pureza y felicidad. Donato reza dos veces por día, en un pequeño altar que armó en el living de su casa. Y lo hace con las palmas unidas, entrecruzando el collar en ambas manos, para manifestar la fusión entre la realidad de su vida y la sabiduría de la ley mística. “Este collar es la vestimenta del practicante. También, es el vehículo para alcanzar la iluminación.”
Lo obtuvo hace 20 años en Japón, en el templo Taiseki-ji, ubicado cerca del Monte Fuyi, adonde llegan los peregrinos que siguen la escuela de Nichiren Daishonin, un monje que vivió en el siglo XIII y que privilegió el Sutra del Loto por sobre las otras enseñanzas de Buda. Allí pasó Donato cinco días de estudio y oración. Y allí recibió el juzu, durante una ceremonia en la que un sacerdote impartió la “apertura de ojos” sobre el collar, que así cobró vida.
Hay objetos consagrados, claro. Sucede cada vez que le otorgamos al objeto un valor mayor que el que tiene en apariencia, acaso porque depositamos en él una parte de nuestra vida o alguna emoción que precisa adoptar una forma concreta. Así, le damos un alma o reconocemos la que tiene. Los objetos religiosos, sin embargo, son metáfora por derecho propio. Y no es fácil hablar de ellos, como tampoco lo es poner en palabras las experiencias que nos acercan a las verdades o los misterios últimos sin traicionarlas. Donato lo sabe, y por eso sus respuestas son un gesto de generosidad: “Uno ora para entrar en sintonía con las leyes del universo. Y si se logra vibrar en esa frecuencia, uno se emancipa de los sufrimientos para alcanzar una felicidad que está más allá de los problemas diarios que todos tenemos”.
¿Hay que aliviar el dolor de estar vivos por la vía de los sentidos, al ritmo de Dionisos, o en cambio hay que apagar los deseos que los sentidos despiertan? En concreto, ¿cómo se combinan el despojamiento al que invita Buda con un mundo hedonista como el del buen comer? “Ser budista no te impide tener un rol en la vida. La cuestión es hacerse cargo del sufrimiento que te provocás y que provocás a los demás”, dice Donato. Su práctica religiosa no es su lado B, aclara, sino que está integrada a lo cotidiano y a su trabajo. No hay dos vidas escindidas, sino una sola. La del que busca.