En 1950, después de tres años en el país, Augusto Prot se propuso crear una máquina que le permitiese volver a disfrutar los sabores de su infancia en Turín: así inventó Pastalinda, un “objeto de culto” de la cocina argentina
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“Lo primero que le dijeron a mi bisabuelo fue que no iba a andar, que la máquina era demasiado buena”, asegura Jonathan Romero (34) con un dibujo del primer modelo de Pastalinda entre sus manos. Era de madera, pero tenía cada detalle definido. Augusto Prot lo había preparado para mostrarlo ante posibles inversores, en 1950. Pero cuando puso el boceto sobre la mesa, hubo un momento de silencio. “Primero se miraron entre todos, sorprendidos. Y enseguida le hicieron una advertencia: ‘No es negocio fabricar máquinas que duren mucho tiempo’. Le dijeron que tenía que hacerla lo más barata posible y, preferentemente, que se rompiera fácil. Pero eso nunca le interesó a mi bisabuelo… ¡Qué bueno que se equivocaron!”, agrega Jonathan.
A partir de 1950, aún con la advertencia de sus asesores, la máquina de Augusto Prot se convirtió en una pieza fundamental de las cocinas argentinas. “Te puedo firmar que varias de las máquinas que compraron en aquella época, hace casi 75 años, siguen funcionando. Si te vas a la Parolaccia, hay 20 de las Pastalinda más antiguas... y las siguen usando, siempre nos las mandan para que las recauchutemos”, asegura Romero.
“Tenía solo dos pasiones: el canto y la mecánica”
Augusto Prot nació en Turín en 1898 y desde muy chico tenía dos pasiones: el canto y la mecánica. Sus padres, Cesare Prot y la marquesa Adele Aguggia lo mandaron de pupilo al Collegio Artigianelli di Torino, una institución de curas en donde aprendió dibujo técnico, canto y otros oficios. De joven se obsesionó con la ópera. Tomó clases especializadas y rápidamente se destacó como tenor. Sin embargo, la inesperada muerte de sus padres detuvo toda posibilidad de desarrollar una carrera en las artes.
Cuando quedó huérfano, dejó el colegio y regresó a Turín, donde consiguió un empleo como operario en la fábrica Phillips. “Hacía lamparitas. Estaba de mecánico dentro de la empresa, y así conoció a Luisa Longo, que estaba en los balancines”, describe Romero. Rápidamente, Prot y Longo se casaron. Los días eran exhaustivos, pero nunca se rindió. Ni siquiera dejó de ensayar canto. “Lo hacía en sus ratos libres, por las noches, en el mismo trabajo, y participaba de obras pequeñas”, describe.
A principios de los 20, Augusto recibió una carta para actuar como tenor en la Scala de Milán, uno de los teatros más importantes del mundo. “Cantó muchísimas óperas, como la Fiama de Ottorino Respighi, donde actuaba de obrero”, precisa Romero.
Poco tiempo después, Prot se había convertido en un tenor famoso que ofrecía conciertos por todo el país. Pero de un año a otro fue obligado a detenerse: el régimen fascista liderado por Benito Mussolini ejercía un fuerte control sobre los movimientos de cualquier persona famosa y no permitió que Prot continuase viajando por Italia. “Tenía que afiliarse para poder moverse libremente. Pero él era apolítico y nunca firmó el carnet del partido”, justifica Romero. “Fue cuando dijo: ‘¿Sabés qué? No cantó más’”, cuenta su bisnieto con orgullo.
La máquina y el artesano
Para cualquiera, dejar una carrera de tanto éxito hubiese sido un golpe fatal. Prot, sin embargo, decidió dar un giro radical en su vida. Consiguió un torno eléctrico y comenzó a fabricar todo tipo de piezas para máquinas. Italia estaba en pleno crecimiento industrial y él resolvía cualquier turbulencia técnica. Se convirtió en un indispensable para los fabricantes. “Las hacía para la industria que se lo pidiera: tornillos, cuñas, placas… cualquier cosa que pudiera. Era todo muy artesanal, pero hacía un trabajo minucioso”, describe Romero.
En un principio, instaló su taller en un garaje pequeño. Pero conforme consiguió clientes amplió el espacio y el número de máquinas. “Compró una fresa, un balancín... Con eso empezó a hacer cosas más complejas y se fue especializando en líneas de producción industrial. Desarrolló máquinas pesadas”, agrega.
Para sus 30 años, Prot ya había comprado una fábrica en Sesto San Giovanni, una ciudad al norte de Milán. Se especializó y fundó Embotelladoras PROT SPA: hacía líneas de embotelladoras para Campari y Fernet, incluso exportaba a cerveceras en Alemania y Brasil.
Al mismo tiempo, crecía su familia. Tuvo tres hijos con Luisa: Piero, Adele y María Pía. No tardó en ponerlos a todos a trabajar en la fábrica. “Mi abuela trabajaba en el torno desde los 14 años. Hacía piezas pequeñas, pero así aprendían cómo funcionaba todo”, opina Jonathan.
“No quedó nada después de los bombazos”
María Pía aún recuerda los primeros bombazos. Continúa su nieto, Jonathan: “Estaban trabajando cuando sonó la alarma por primera vez. Un tiempo antes, los Aliados le habían declarado la guerra a Italia y todos sabían que los bombardeos eran inevitables. Mi bisabuelo siempre trató de mantener funcionando la fábrica, pero cuando las bombas empezaron a caer tan cerca, fue imposible seguir”.
Un día de 1944, que nadie recuerda con precisión, la familia Prot corrió hasta el refugio que habían construido para protegerse de una nueva lluvia de bombas. Tembló el piso durante media hora, hasta que se hizo un silencio absoluto. Todo había terminado. “Mi abuela cuenta que después del bombazo salió a la calle, vio decenas de muertos y edificios caídos”, cuenta Romero.
Augusto fue, como pudo, lo antes posible, hasta su fábrica. La encontró rodeada de destrucción, pero sorprendentemente su negocio se mantuvo a salvo. “Mi bisabuelo tuvo suerte. Se destruyeron muchísimos edificios en la misma cuadra y sólo quedaba su fábrica de pie“, reconoce Romero.
Pronto terminó la guerra. Sin embargo, quedarse en Milán significaba vivir en estado de paranoia. “Mi bisabuelo temía un nuevo estallido. Su hijo mayor, el único varón, había cumplido 18 años. Si comenzaba una nueva guerra, lo iban a reclutar. Entonces mis bisabuelos decidieron irse del país”.
Tenían tres destinos en mente: Estados Unidos, Brasil y Argentina. Augusto Prot vendió todas sus patentes y la mayor parte de su maquinaria a la Società Italiana Ernesto Breda. Con algo de dinero en el bolsillo, se embarcó rumbo a una soñada Buenos Aires.
Primero, en 1947, llegó Augusto Prot. Vino solo con la intención de buscar un lugar donde fundar su nuevo hogar. Recorrió varias provincias antes de encontrar destino. Estuvo en Córdoba, Mendoza y en el corazón de la provincia de Buenos Aires. Según interpreta su bisnieto, “buscaba un sitio que le recordara a su ciudad”. Finalmente, encontró dos manzanas llenas de árboles en General Las Heras, cerca de Cañuelas. Ahí dijo “ya está, yo me vengo acá”, narra Romero.
Trabajaron en equipo, como en Milán: Luisa Longo gestionó el embarque de las máquinas que habían quedado en Italia y de un generador eléctrico que compró por pedido de su marido. Augusto Prot estaba impaciente por reconstruir su industria, pero no había red eléctrica en el pueblo. Además, debía limpiar su terreno, que estaba cubierto de maleza. Mientras esperaba el embarque, Prot levantó con sus manos un galpón dentro de la quinta. Solo contó con la ayuda de un albañil.
- ¿Por qué decidió construir el galpón él solo?
-La guerra lo forzó a ser ahorrador. Además, si podía, prefería hacer todo con sus manos. No era una persona que le gustara estar mirando desde atrás. A mi bisabuelo siempre lo veías con las manos engrasadas o con cal.
La macchina de hacer pasta
Prot siempre tuvo habilidad para fabricar máquinas. “Con un torno, una fresa y dos aparatos, más hacía cualquier cosa”, describe Romero.
Era 1950, cuando llevaba tres años instalado en General Las Heras, tuvo una idea que cambiaría el destino de su familia por generaciones. Tenía una buen vida junto a su mujer y sus hijos. Sin embargo, lejos de casa, no podía evitar la nostalgia.
“En ese tiempo, mi bisabuelo no paraba de hablar de la pasta y de lo mala que era en la Argentina”. Según Prot, no existían máquinas que lograran lo que él había comido en su hogar en Turín. Así que se planteó un reto: “Hacer la migliore macchina per la pasta al mondo [la mejor máquina de pasta del mundo]”.
Él solo quería la máquina para su casa. “Mi abuela cuenta que un día llegó a la casa con el modelo de madera. Pero no se convencía de producirlo en masa. Ahí fue que mi bisabuela le empezó a gritar: ‘¿Por qué no lo hacés para todos? Esta máquina va a ser un éxito’. Se lo repitió tanto que mi bisabuelo cedió”, cuenta Romero.
-¿Cómo decidieron el nombre?
-Toda la familia estaba en una mesa alargada que teníamos en la fábrica. Augusto les preguntó a todos: ‘Bueno, ¿qué nombre le ponemos?’. La máquina estaba en el centro de la mesa y todos la miraban callados. Comenzaron a proponer cualquier cosa: ‘La máquina de pasta’, ‘pasta rápida’... hasta que María Pía, dijo: ‘Ay, pero está tan linda esta máquina, la verdad es una pasta linda’.
En ese tiempo, la familia Prot fabricaba máquinas de riego, lavadoras y una infinidad de partes para otras industrias. Comenzaba a retomar el éxito que había dejado en Italia, pero en poco tiempo, abandonaron todo para centrarse en la Pastalinda. “Los negocios cada vez hacían pedidos más grandes, no daban abasto”, sugiere Romero. Para 1952, no había tienda de electrodomésticos en Buenos Aires que no tuviera a la marca Pastalinda en sus vidrieras.
Cada temporada, Augusto Prot diseñaba un nuevo modelo. “La Pastalinda era como un Ford Falcón. Hasta los 90 se fabricó casi de la misma manera”, compara Romero. En ese punto, el primer galpón que Prot construyó era insuficiente, por lo que ampliaron la fábrica, y mecanizaron toda la producción. “Ahí fue cuando llegó Rodolfo”, agrega.
Rodolfo Grillitsch (98), fue hasta el 2012, uno de los dos dueños de la empresa Pastalinda. Pero a finales de los 50 era solo un joven austríaco que recién había llegado a las costas del Río de la Plata. Caminando por la vereda vio un anuncio de trabajo como mecánico en General Las Heras, fue a preguntar y rápidamente consiguió el empleo.
Grillitsch había trabajado arreglando aviones durante el régimen nazi. “Cuando arrancó la Segunda Guerra Mundial lo engancharon. Vos entrabas en el ejército y podías elegir empezar en la escuela de aeronáutica”, explica Romero.
Durante ese periodo, trabajó en la fábrica de aviones Dornier Flugzeugwerke. “Cuando acabó la Segunda Guerra, zafó de que lo liquiden y vino a la Argentina. Ahí conoció a mi abuela”, agrega.
María Pía trabajaba en la fábrica desde que arribó al país y su puesto estaba cerca del de Grillitsch. “Se habrán tirado una miradita... se engancharon rápido. Al poco tiempo estaban casados”, describe Romero.
Pero la felicidad dentro de Pastalinda sufrió un duro golpe: en 1958 Augusto Prot enfermó de cáncer de pulmón. “Fumó mucho, desde muy joven... Resistió la enfermedad algunos meses, pero no pasó del año”, cuenta. En ese momento, la empresa pasó a ser controlada por María Pía y Rodolfo que la mantuvieron hasta 2014.
Aún tras la muerte de Prot, la marca Pastalinda era cada vez más relevante en el país. Sus ventas no dejaron de crecer.
No invirtieron en demasiada publicidad, ni pretendieron expandirse más de los dos galpones que tenían. “Incluso en los 90, varios de nuestros clientes dejaron de comprarnos. Habían salido máquinas de pasta de marcas chinas, que eran mucho más baratas que las nuestras. Pero a los pocos meses volvieron porque las chinas se rompían a los cinco minutos y tenían filas de compradores inconformes”, explica Romero.
Pastalinda tuvo su época de oro, que se extendió hasta fines de los 70. Ahí había triple turno en la fábrica. “Trabajaban a las patadas”, como describe Romero. De la familia, solo María Pía y Rodolfo seguían en el negocio. No tenían hijos y nadie más parecía interesarse. Envejecían y no veían una posible sucesión.
Pero Jonathan Romero, nieto de Piero, sí estaba interesado. Se fascinaba con las historias de su bisabuelo Augusto e ir a la fábrica era, según él, “un éxtasis absoluto”. Entró a trabajar en 2010 y se dio cuenta que había mucho por hacer. “Mis abuelos no podían vivir sin laburar, pero no quisieron invertir mucho más en crecer. Vos entrabas a la fábrica de las Heras y era como viajar en el tiempo... En 2010, estaban con máquina la escribir, una calculadora mecánica”, reconoce.
Cuando comenzó a ver los números, se percató de que sus tíos abuelos rechazaban pedidos todo el tiempo. “Yo se los decía, no podía creer que no quisieran crecer, pero respondían: ‘Dejate de joder, llevamos 70 años con este negocio, ¿creés que necesitamos que vengas vos de la capital para decirnos qué hacer?’”. Después de eso, Romero le dio la vuelta al tablero.
De Las Heras a La Paternal
Hoy, la fábrica es otra. El galpón está renovado y toda la maquinaria es de última generación. Jonathan Romero se pasea por el galpón inspeccionando el trabajo de sus empleados. Todos lo saludan con ligereza, nadie supera los 40 años. Desde el 2014 se mudaron de General Las Heras a La Paternal, en la ciudad de Buenos Aires. Ese también fue el año en el que Romero tomó el control de la marca.
Su camino en la empresa no resultó sencillo: empezó barriendo la fábrica de Las Heras. “Mi tío abuelo me metió ahí y me dijo: ‘¿Querés llevar el negocio? Entrá y aprendé’”, cuenta. Nadie le explicó nada y estaba rodeado de trabajadores que lo veían como carne fresca. “Todos me miraban y decían: ‘Es de la Capital este, no sabe ni poner un tornillo’. Me cambiaban piezas, me hacían bromas, y por un tiempo no la pasé tan bien”, recuerda con una sonrisa.
Aprendió la función de cada máquina y cada aparato antes de tomar control de la empresa. En contracorriente comenzó a renovar todo y, para 2018, logró aumentar la producción a tal punto que hoy está afianzando la exportación a cinco países diferentes.
Pero no es el único descendiente de los fundadores dentro de la fábrica: Augusto Prot, que heredó el nombre que su abuelo, dirige el taller donde se reparan las Pastalinda descompuestas. “Vos la mandás acá y te la devolvemos como nueva... vuela”, asegura Romero.
Para él, lo más importante siempre será la calidad. Al poco tiempo de iniciar, Jonathan contrató a unos ingenieros alemanes para que evaluasen el producto. “Analizaron todo y me dijeron: ‘Hace una máquina que dura 30 años, cuando tendría que durar dos o tres. Deberían abaratar los materiales. La gente la va a comprar de cualquier forma porque lleva el nombre de Pastalinda y se acuerda de la abuela’. Increíble, lo mismo que le dijeron a mi bisabuelo hace 75 años. Después de eso saqué el nuevo modelo que tiene mejoras para que dure aún más”, termina Romero.
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