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Diego Schwartzman es el mejor tenista argentino de la actualidad. Es Top Ten del ranking, pero también un hombre con los pies sobre la tierra. En una charla íntima, habla de su dura historia familiar, del bullying, del fuerte vínculo con Maradona y de la vida después del retiro
Abraham Tuchsznaider nació en 1900, en un pueblo de Polonia. Con mínima experiencia en el ejército, se convirtió en desertor durante el final de la Primera Guerra Mundial. Viajaba en tren rumbo a un combate cuando el acoplamiento que conectaba dos vagones se desprendió, se produjo un descarrilamiento, hubo muertos y heridos. Aturdidos y atemorizados, varios de los atrapados dentro del convoy, incluido Abraham, vieron una oportunidad para tratar de salvarse del conflicto bélico: se arrojaron de la formación y corrieron. En medio de hierros retorcidos y del caos por el accidente, halló un documento de otra persona (Moisés Naselzky) y se escabulló entre los árboles. Junto con otros soldados, se protegió durante un tiempo entre las montañas, hasta que pudo moverse y, utilizando el pasaporte falso, finalmente se subió en un barco rumbo a un sitio que le resultaba lejano y desconocido: Argentina. Se cree que llegó en 1921, vivió un período en el Hotel de los Inmigrantes hasta que se instaló en Villa Crespo. A los dos años, su mujer (Sara, que entró en el país con su apellido de soltera: Buchbinder) y su hija (Olga) viajaron a Buenos Aires. Tuvieron tres hijas más: Aida, Julia y Celia. Abraham se dedicó al comercio y tuvo éxito. Falleció en 1983. Abraham fue el bisabuelo del tenista Diego Peque Schwartzman.
Celia y Mauricio Daiez se casaron el 16 de junio de 1955, una jornada histórica y violenta en el país, con bombardeos en la Plaza de Mayo y el intento de atentado contra el presidente Juan Domingo Perón. Les abrieron un registro civil porteño solo para ellos, y dos días después, ampliaron la unión en un templo judío. Tuvieron tres hijas: Clarisa, Silvana (mamá del actual número 9 del mundo) y Alejandra. Una importante fábrica de tejidos en Villa Lynch fue la columna vertebral de la familia durante años, hasta que un voraz incendio en la empresa, en los años 60, los hundió. Al abuelo materno del Peque lo venció la depresión y fue su mujer, Celia, conocida como Chiche, quien sacó a flote a todos. "Mis padres se fundieron y nos embargaron todo. Venían a casa a quitarnos hasta los muebles porque no teníamos un centavo y mi mamá, para que nosotras no nos preocupáramos, nos decía que los señores eran amigos y que por eso se los regalábamos", rememora Silvana, mamá del tenista sudamericano más destacado de la actualidad, con los ojos humedecidos. Y añade: "Estábamos tan mal que nos prestaron un viejo DKW Auto Union [NdR: un automóvil de origen alemán que se fabricó en nuestro país en la década del 60] que no tenía asientos. Entonces, mi mamá le ponía cajones de verdura adentro, como si fueran butacas, y nos hacía creer que era en chiste. Y nosotras, que éramos chicas, le creíamos. Mi mamá tenía un gran empuje y empezó a vender sábanas en la calle, tocando timbres. Al tiempo se puso a hacer ropa con una tía y poco a poco fuimos levantando cabeza".
Desde mediados de los 70, Silvana y Ricardo Schwartzman compartían el mismo grupo de amigos, pero ella estaba de novia con otro muchacho. Así y todo, a Ricky le gustaba ir a los casamientos de otros amigos acompañado por Silvana, porque adoraba cómo bailaba y ya había cierta conexión entre ambos. Al mes de pelearse con su pareja, Silvana empezó a salir con Ricardo y no perdieron el tiempo. A los tres meses él le propuso casamiento a ella y, al año, en 1981, lo concretaron. A los nueve meses de matrimonio, Silvana quedó embarazada de Andrés, su primer hijo; luego llegó Natali, con catorce meses de diferencia; y, a los dos años y medio, Matías. Los Schwartzman, dedicados al comercio de bijouterie e indumentaria, disfrutaron de una vida acomodada y sin limitaciones durante años, con vacaciones y activa vida social en el Club Náutico Hacoaj, hasta que llegó la crisis de la década del 90 y la bonanza desapareció. Todo se oscureció. Entraron en la desesperación. Empezaron a pedir dinero prestado y a vivir como podían, día tras día. "Llegó un momento en el que nos quedamos sin un centavo. Mis papás también estaban fundidos. Hacíamos de todo para tratar de salir adelante, pero no podíamos. Con Alejandra, una de mis hermanas, comprábamos hígado y lo compartíamos. No teníamos dónde vivir", narra Silvana.
Pero un nuevo cimbronazo familiar se produjo a principios de 1992, cuando Silvana se realizó una prueba de embarazo y le dio positivo. Llegaría Diego, claro. "No lo podríamos haber tenido jamás porque no teníamos para comer. No teníamos ni obra social. Mis tres hijos decían, enojados: ‘Queremos un perro, no un hermano’. Yo tenía 30 años. La situación era peor que un caos. Pero desde el primer momento supe que Diego iba a ser una persona diferente", admite Silvana. Unos meses antes del nacimiento, los futuros padres del Peque paseaban por un shopping cuando él advirtió, en una vidriera, un producto que le pareció atractivo: los chupetes de plástico que, durante esa época, se transformarían en una gran moda. Los chicos y adolescentes los lucían en los collares, en las pulseras, en los llaveros. "Ricky los vio y enseguida dijo que eran un producto increíble. Faltando dos meses para que naciera Diego, empezó a hacerlos en la fábrica de bijouterie y nos empezó a ir bien. Pagamos la obra social y devolvimos plata que debíamos. Yo quería que naciera en el Instituto de Diagnóstico, con mi obstetra, me salía una fortuna sin la obra social, pero por esos chupetes de plástico Diego pudo nacer allí [en el mismo lugar que Guillermo Vilas]. Y así fue como el 16 de agosto de 1992, a la 1.25 de la madrugada, nació por parto natural. A todos les dio piel de gallina, porque nació con los ojos abiertos; nunca los cerró. Tenía un aura especial. Llegó en un momento en el que jamás lo podría haber tenido por el desconcierto que era nuestra vida: era duro, todo el tiempo era pedir y pedir y pedir... Pero Diego nos fortaleció como familia. Fue una salvación", solloza Silvana.
Con los años, las limitaciones económicas de los Schwartzman no cesaron. Y, ya con Diego decidido a jugar al tenis seriamente, hicieron malabares para tratar de que el menor de la familia pudiera desarrollarse en un escenario austero y en un deporte muy costoso: geográficamente, los tenistas sudamericanos están en inferioridad, ya que las competencias más trascedentes suceden en Europa o en Estados Unidos. Casi sin estructura local, a los argentinos los impulsan los esfuerzos personales, el espíritu, el talento. "Una vez, Diego tenía que viajar a Córdoba para un torneo G1 en Villa María, pero no teníamos plata. En ese momento teníamos un Ford Taunus 2.3 que regulaba mal, yo ya le había cambiado el distribuidor, pero se le fundió el motor, lo mandé a un taller, pero el arreglo no lo podía pagar. Entonces, el motor quedó del mecánico y, el auto, en la puerta de mi casa, juntando mugre. Un día me tocan el timbre en casa: era un hombre que quería comprarme el auto. ‘Te doy 1200 pesos’, me propuso. Para que Diego y mi mujer pudieran viajar a Córdoba necesitábamos 1250 pesos. Cerré los ojos y le respondí: ‘Dame 1250 y te lo llevás ahora’. Me dio la plata, le entregué las llaves y se fue. Esa misma tarde fui a la terminal de ómnibus, saqué los pasajes y al otro día Diego y Silvana viajaron a Córdoba", describe Ricardo, y las imágenes le hacen temblar la voz. Un sentimiento similar invade a Silvana al recordar cuando Diego tenía 13 años y un médico diagnosticó que no crecería más de 1,70m, su altura actual. "Le decían que era buen jugador, pero que con ese tamaño no iba a poder llegar a la elite. Nos propusieron un tratamiento con inyecciones y hormonas; nos dijeron que iba a crecer diez centímetros más. Pero yo, que soy naturista y no tomo ni un Geniol, lo descarté. Me daba terror; temía que le trajera consecuencias negativas. Además, siempre estuve segura de que iba a llegar; siempre. Y él, en su interior, también. Si Diego llegaba, sería por sus condiciones. Con mi marido le dijimos que iba a tener que esforzarse más que otros jugadores y eso hizo".
Profesional desde 2010, Schwartzman fue dando pasos en el circuito en forma progresiva, entre ilusiones e infaltables miradas desconfiadas: campeón de un torneo challenger en 2012; el primer partido ATP en febrero de 2013, en Viña del Mar; el debut en Roland Garros y el ingreso en el Top 100 en 2014; el estreno en la Copa Davis en 2015; el primer título ATP, en 2016, en Estambul, y el cierre de temporada en el Top 55. Desde allí interpretó, con madurez, las opciones para su carrera: podía seguir igual (le alcanzaba para mantenerse en el Top 60/70) o invertir para tratar de perfeccionarse y dar otro salto de calidad. Eso hizo: buscó salir de la zona de confort. En junio de 2018 alcanzó el N°11 del mundo, un ranking para pocos. Sin embargo, fue por más y, en tiempos de pandemia, construyó un 2020 que lo encumbró en un sitio de exclusividad. Derrotó por primera vez a una leyenda como el español Rafael Nadal (en los cuartos de final de Roma), alcanzó su primera final de Masters 1000 (en el Foro Itálico), jugó su primera semifinal de Grand Slam (en Roland Garros), se erigió como el duodécimo singlista nacional en llegar al Top 10 (el 12 de octubre fue 8°) y fue el octavo argentino en disputar el Masters, en Londres, el certamen que reúne a las ocho mejores raquetas del año. Y hasta fue reconocido por sus pares por la deportividad.
"Hicimos todo y más para que Diego pudiera estar donde está. A nosotros nos salió bien, pero si tuviera que aconsejar a un padre no sé si le recomendaría que lo repitiera. No me da la cabeza pensando en todo el desastre económico que sufrimos", se sincera Silvana. La historia completa, a la distancia, tiene un matiz cinematográfico, una porción de romanticismo, empeño y superación familiar, pero también pudo haber salido mal y las consecuencias hubieran sido crueles.
***
Ziggy y Bob, dos perros de raza Rhodesian Ridgeback, corren, eléctricos, de un lado al otro en el jardín, pero se detienen de inmediato al divisar a su dueño del otro lado del ventanal y ya no lo perderán de vista. Schwartzman les devuelve unas muecas, pero se aleja un poco y elige un rincón del living de su casa para charlar con LA NACION revista. La tarde es sofocante; está descalzo, relajado. La decoración es muy cuidada. En uno de los luminosos ambientes se luce un cuadro con una fotografía de Muhammad Alí. Hay un telescopio y libros, como la biografía del futbolista sueco Zlatan Ibrahimovic. No hay pelotitas de tenis; sí un rincón con trofeos de los torneos y souvenirs futboleros, como una camiseta de la selección nacional de Lionel Messi.
"Mirando hacia atrás, fue muy duro por lo que pasó mi familia. Y mirando más atrás, también –expresa Schwartzman–. Las familias cuyos orígenes se remontan a los que vinieron al país desde Europa escapando de distintos conflictos tienen historias difíciles sobre cómo arrancaron los bisabuelos, los abuelos, los hijos... Mis viejos tuvieron su etapa en la que les fue muy bien, hasta unos años antes de que yo naciera. En los 90 el problema fue de menor a mayor y se potenció hasta los 2000. Mi familia estaba hundida en una crisis económica de la que no podían salir y no tenían de dónde agarrarse. Para que yo hiciera mi carrera fueron haciendo magia, viendo la forma de solventar los gastos, con ventas de cualquier artículo, pidiendo prestado a amigos. En Hacoaj, mis viejos volvieron loco a medio mundo para que yo pudiera jugar y viajar. Hasta que a los 15, 16 años tuve un sponsor privado que me ayudó. Pero antes, no. De chico nunca me di cuenta de lo poco que tenía mi familia; me hubiera afectado mucho más o hasta hubiera dejado de jugar. De ser más consciente podría haber pensado: ‘¿Qué es todo esto que están haciendo por mí? ¿Están locos?’".
-Tu mamá cree que el gran esfuerzo que hicieron en su momento hoy no se lo recomendaría a nadie...
-Es que la película salió bien, pero pudo haber salido mal. No solo por endeudarse, sino por pasar tanto tiempo con uno de tus cuatro hijos, porque fue así. Con mis hermanos seguimos como si nada, pero mi mamá viajaba conmigo a todos lados, ya que no podíamos pagarle a un entrenador ni viajar con otros chicos. Todo lo que hacía mi familia era para que yo pudiera desarrollarme. Si mis hermanos no me hubieran querido, habrían surgido conflictos. Dejaron mucho por mí, porque todo giró alrededor de mi carrera. Mis viejos actuaron sin medir consecuencias para que pudiera jugar al tenis; arriesgaron en lo económico y en lo sentimental. Además, a medida que fui jugando al tenis me volví solitario, me costaba compartir y cuando era chico tenía problemas para irme a dormir a lo de mis amigos, le tenía miedo a la oscuridad. Les tenía pánico a las arañas. Hubo una psicóloga [Andrea Douer] que desde los 11, 12 años me ayudó bastante para quitarme los miedos.
-¿Sufriste discriminación por ser judío?
-En algunos interclubes de tenis, sí, aunque no me enteraba mucho. Veía a mi viejo peleándose afuera y sabía que algo pasaba. Pero yo directamente no lo sufrí. Mis hermanos sí lo sufrieron en torneos de fútbol, jugando para Hacoaj, cuando iban a algunos partidos de visitante, o también cuando intentaron jugar en las inferiores de algunos clubes y les veían el apellido.
-¿Qué te provoca el racismo, la discriminación?
-No la puedo entender. No sé... También puede ser que me genere algo extra por el bullying que sufrí en cierto momento por mi altura o el escuchar ‘vos no vas a jugar a nada’. Pero no termino de entender por qué algunos actúan así. También hay deportes en los que se empiezan a preguntar si hay jugadores homosexuales o no, y la verdad es que no se entiende. ¿Y si hay un jugador gay en el vestuario, qué pasa? ¡No pasa nada! Pero creo que eso viene de muchos años atrás de nuestra generación y la gente lo fue superando. Pronto, en las próximas generaciones, no va a haber discriminación ni racismo. Van a desaparecer. El racismo sigue existiendo, aunque en el circuito actual de tenis no lo veo.
-¿Te informaste sobre el Holocausto en profundidad?
-Sí, vi muchas películas. Todavía no pude ir a campos de concentración en Europa. Hace poco fui a la casa de Ana Frank en Ámsterdam, compré el libro y lo estoy leyendo. Hay documentales que me resultan muy fuertes y prefiero evitarlos. Pero tengo presente esa etapa, me genera escalofríos pensar en los campos. Es fuerte. Hay cosas que me mueven más que otras. A veces parezco frío, pero cuando veo esas películas pienso en mis orígenes y me mata.
***
La baja estatura de Diego no pasaba inadvertida en los clubes durante su época de junior y los inicios en el profesionalismo, ya que sus rivales le llevaban varios centímetros de ventaja. Cuando Silvana, acostumbrada a escuchar comentarios sobre "el chiquito", se acomodaba para ver jugar a su hijo, antes de que comenzara el juego advertía a los que estaban a su alrededor: "Lo único que les digo es que soy la mamá del Peque. Así que ojo con lo que dicen". Hoy, Silvana rememora aquellos tiempos con una sonrisa: "Diego no tenía complejos por la altura, pero cuando escuchaba que a sus rivales les decían ‘te tocó el enano’, no le gustaba. O como cuando una vez uno le ganó y lo mandó a tomar Danonino. Pero después Diego iba a la cancha y a muchos les ganaba. Eso sí: enternecía a la gente grande y también tenía un carácter bravo. Era muy autoexigente desde chico. Un día, jugando una final en el club Estudiantil Porteño, en Ramos Mejía, Ricky casi lo saca de la cancha por lo que estaba gritando".
Schwartzman, tres veces campeón en el ATP Tour [además de Estambul 2016, Río de Janeiro 2018 y Los Cabos 2019], tiene presente en su memoria aquellos días en los que lo estudiaban para proyectar cuánto mediría: "Me acuerdo de que iba al médico, me palpaban el cuerpo, hacían anotaciones sobre mi crecimiento. Fue en esa etapa de los 13 años, aproximadamente, cuando empezamos a hacer los estudios y daban que iba a medir lo que mido hoy, 1,68m, 1,69m. Pero yo era muy chico en ese momento y mis viejos me mentían para bien, para que no supiera por qué me estudiaban tanto. Al final no hicimos ningún tratamiento fuerte ni con inyecciones de hormonas. No llegué a hacerme algo así".
-¿Qué virtud tiene el deportista argentino que se impone pese a las dificultades?
-Las limitaciones que tenemos te hacen fuerte mentalmente. Geográficamente, los jugadores sudamericanos damos mucha ventaja, porque el tenis grande está centralizado en Europa. Nuestra carrera, comparada con la de los europeos, es otra: hacemos una cantidad eterna de kilómetros. El desgaste físico y mental es mucho mayor. No quiere decir que a la hora de competir no lleguemos en las mismas condiciones, sino que la carrera puede ser más corta. Hoy un europeo puede llegar a los 35, 36, 37 años; pero yo veo imposible mantener este nivel de intensidad hasta esa edad [tiene 28], por más que me esté yendo muy bien.
-En septiembre pasado, en tu décimo intento, derrotaste a Nadal, uno de los mejores tenistas de todos los tiempos. ¿Fue el partido de tu vida?
-Rompí una barrera, sí. Ya me voy a poder retirar diciendo que le gané. Ahora, mis objetivos por cumplir serán ganarle una vez a Roger [Federer], una vez a Nole [Novak Djokovic, el número 1] y, después, ganar más títulos.
-¿Qué les robarías a Roger, Rafa y Nole?
-Les robaría todos los golpes [sonríe]. Forman el jugador ideal. Es admirable lo que hacen. Yo vengo teniendo años muy buenos, el 2020 fue el mejor y decís: ‘¿Cómo puede ser que estos tipos desde los 18 años hagan temporadas mil veces mejores que esta mía y todos los años vuelvan a repetirlas?’. Los ves y tienen la misma seriedad, la misma humildad. Son impresionantes.
-¿Cómo será el tenis sin ellos?
-Duro, eh. Pero bueno, si el fútbol sobrevivió a Maradona, cualquier deporte puede suplir ausencias.
-Tus padres te llamaron Diego por Maradona. ¿Cómo te enteraste de su muerte y cuánto te afectó?
-Se me había inundado un departamento que tenemos en Capital, por una rejilla tapada, y fuimos con Euge [Eugenia De Martino, su novia] y con mi viejo. Estuvimos sacando agua con baldes durante horas, tratando de tapar las goteras y de repente mis amigos, en WhatsApp, escriben: ‘Están diciendo que murió el Diego’. Yo no estaba con la tele prendida, habíamos desconectado la electricidad. Enciendo el teléfono, empiezo a mirar y no podía entender, fui cayendo..., pero después me mató. A partir de ese día y hasta hoy, cada vez que escucho una canción, me largo a llorar. Era fanático de Diego y no del jugador, porque no lo vi. Lo traté en distintas series de Copa Davis. Tuvimos más vínculo por teléfono. Cuando terminaba un gran partido o, sobre todo uno malo, me llegaba un audio de él. Siempre. Larguísimos. Los tengo guardados y cuando los escucho me emociono. En algunos era más divertido, pero en otros se ponía como líder y me daba enseñanzas. El primer audio que recibí fue emocionante. Él había ido a ver la final de la Davis en Croacia 2016 y ahí había jugado Marin Cilic, a quien Juan Martín [Del Potro] le había ganado. Un tiempo después yo le gano a Cilic en el US Open, en 2017, y me hacen llegar un audio en el que decía: ‘Se tenía que llamar Diego. A Cilic le ganamos en la Davis y le ganamos acá’. Después me mandó otro y me decía que me había transformado en Diego, que ya no era Dieguito. Me mandó muchos audios en las finales que perdí. Me decía: ‘Los penales los erran los que patean. Las finales las pierden los que tienen el coraje de llegar y jugarlas’. Cuando perdí con Nadal en Roland Garros 2018, me dijo: ‘Copiá todo lo que puedas de los mejores, pero nunca los imites. Cada persona es única’. Él fue único.
-¿Cómo viviste el encierro durante la cuarentena?
-Fue terrible ver las noticias. Tenía mucho miedo. Pero personalmente no me puedo quejar: me encerré en casa, tenía a mis perros, comida, agua, descansé del circuito. Intenté ayudar con todo lo que pude: recaudamos plata, donamos ropa, zapatillas, cajas de alimentos. Estoy orgulloso porque el servicio de salud que tenemos en el país es impresionante. Lo vivo en el deporte: tenemos médicos para sacarse el sombrero. Hay que seguir tomando precauciones.
-El tenis es un deporte individualista y se puede pensar que posee mucho egoísmo. ¿Es así?
-Más que egoísmo, hay soledad. En todos los rubros querés ser mejor que el otro: es una competencia. Yo no lo llamaría egoísmo por querer ganarle al que está al lado. Es parte de esto. De muy chico me volví solitario: todo el tiempo necesitás del otro, pero sobrevivís sin que alguien te escriba, sin que te llamen o que te pregunten cómo estás. Empezás a encerrarte en un mundo de alegrías y decepciones. Por suerte, me mantengo casi siempre en una misma línea, pero tranquilamente eso podría fluctuar para cualquier lado y tener altibajos enormes. He perdido cumpleaños, fiestas, pero es parte del deporte de alto rendimiento. Hay que ser muy fuerte mentalmente. Cuando las cosas van bien es mucho más fácil. Y a la vez se puede volver difícil si te mareás.
-¿Te pasó de marearte y darte cuenta?
-Lo debería decir otro. Creo que no. Sí fui cambiando un poco mi personalidad por ser solitario. Pero en la esencia creo seguir siendo el mismo. Si en algún momento cambio, para bien o mal, espero que los que me rodean me lo digan.
-Cuando apareciste como N° 8 del mundo, ¿le hiciste una captura a la imagen?
-Sí, creo que sí. La debo de tener seguro en el teléfono.
-¿Cómo te manejás con la popularidad?
-Te vas sintiendo un poco más incómodo a medida que vas creciendo, porque te sentís más observado. Sentís que tenés más responsabilidades, que no podés hacer nada fuera de lugar porque te van a juzgar con otra vara. Lo bueno del tenis es que la gente te conoce, te saluda, pero no te asedia como en el fútbol, salvo que seas Del Potro, a quien le quieren sacar fotos en todos lados. Me pasó algo curioso en noviembre, cuando llegamos a Londres para jugar el Masters. Con el coronavirus y los protocolos, a mi novia le daba miedo hacer Migraciones, pese a que teníamos las cartas que nos permitían pasar. Estábamos en la fila, pasa Horacio Zeballos [también compitió en el torneo, pero en dobles], después Alejandro Lombardo [coach de Zeballos] y cambian de personal. Viene una chica y mi novia dice: ‘Uy, no, hay que volver a explicar todo’. Pasamos nosotros, la chica me mira y me dice: ‘¡Schwartzman! Es el mejor día desde que estoy acá. ¿Vienen al Masters?’. En su credencial tenía pins de Wimbledon y de otros torneos. Era fanática del tenis. Nos empezamos a reír. Fue divertido.
-¿Y después del tenis qué...?
-Hay gente a mi alrededor que siempre tiene ideas nuevas y proyectos con el deporte, el mundo empresario, los eventos y creo que iré por algún lugar de esos. Me gustan las relaciones públicas comerciales, la generación de contenido deportivo. Con parte de mi familia nos involucramos en proyectos de gorras y ropa. Y ahora nos unimos a los esports, con un equipo [Stone Movistar]. No sé bien para dónde iré después del retiro, pero voy a ser muy activo.
-¿Cómo te informás?
-Leo un montón. Información de economía y finanzas, estadísticas, deportes, historias de vida. Suelo hacer como un tour por los diarios argentinos. Tecnología, descubrimientos, criptomonedas... Me gusta entender de todo. No me gusta entrar en una conversación y no saber de qué hablan. Escucho mucho, me gusta prestar atención cuando alguien está hablando de algo que no sé.
-¿Qué te genera la política?
-Es un mundo difícil y va más allá de lo que pasa en la Argentina. Soy político para algunas cosas, pero no es fácil porque tenés que convivir con un montón de opiniones distintas y hacer equilibrio. En el futuro me gustaría involucrarme en la política para ayudar a hacer un deporte más federal y que las provincias tengan más lugar. De los tenistas, prácticamente soy el único de la Ciudad de Buenos Aires: el resto de los chicos es del interior. Me gustaría que las provincias tuvieran bases más fuertes. Pero no solo con el tenis, sino en la gestión deportiva. Para que los chicos de Córdoba, Corrientes, Formosa o de la Patagonia no tengan que venir a Buenos Aires únicamente. Lo sé por los chicos que tuvieron que venir y quedarse: es duro irse de tu casa siendo chico.
-¿A qué le temés?
-A la muerte. Pánico le tengo. Por eso estoy todo el tiempo pensando en cómo disfrutar, en cuándo retirarme. Me encanta lo que hago, pero yo lo tomo como un trabajo. Me encantaría hacer dos millones de cosas más.
-¿Por ejemplo?
-Jugar a la pelota todos los fines de semana con mis amigos. No lo hago por miedo a lesionarme. Y si juego, lo hago diez minutos y nadie me toca; es como que me arman un cordón policial y nadie se acerca. Pero no me divierte. Son cosas que este deporte no te deja. Unos dicen que hasta los 35 años van a seguir corriendo en el tenis... ¡No hay manera! ¿Están locos? Pero mis temores vienen por el lado de no saber cuándo se termina la vida y querer hacer todo.
-¿Y tirarte en paracaídas?
-¡Nooo! ¿Estás loco? Si hasta a la montaña rusa le tengo miedo.
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