¿Cuáles son las voces que sonaban de fondo en tu casa de la infancia? ¿Y en el departamento al que te fuiste a vivir solo, sola, con tu pareja o con amigos? ¿Quién relataba los partidos del domingo en tu oído? ¿Qué caras les ponías a esas presencias en el éter?
Me animaría a decir que todo el mundo tiene algún vínculo sentimental con la radio. Sea de la generación que sea, lo haya experimentado directamente o a través de familiares y amigos, siempre habrá algún programa, algún jingle, alguna frase guardada en la memoria auditiva. Como esos olores que con solo una nota aromática nos transportan a pasados domésticos. En un mundo de estímulos visuales efímeros, la capacidad que tienen las voces para activar nuestras emociones a través de un aparato sigue siendo poderosa.
Si tuviera que resumir mis 40 años de vida (justo hoy, mientras escribo este editorial, estoy entrando en mis 41) en algunas postales radiales, puedo ver a mi abuelo con su portátil, esa que ponía en el estante del botiquín del baño mientras se afeitaba y de la cual salían tangos un poco lluviosos y noticias recitadas a la carrera; o a mi madre, a fines de los 80, colgando la ropa en el jardín, con algún hit de Roxette en el aire cálido de la FM Horizonte que sonaba desde la cocina. También están las medianoches con Dolina, ya de adolescente: me llevaba un aparatejo doble casetera a mi cuarto, el mismo con el que, en las vacaciones, con mis primos grabábamos programas propios e imitábamos a Daisy May Queen.
En un mundo de estímulos visuales efímeros, la capacidad que tienen las voces para activar nuestras emociones a través de un aparato sigue siendo poderosa.
Después vendría el descubrimiento de Peña, de la Negra Vernaci, de la Rock & Pop y de los pibitos de la breve y genial Supernova (como un tal Wainraich). Para ese entonces, lo que escuchaba ya no eran gustos heredados, sino elecciones personales: sentía que me hablaban a mí. En estos días, conviven la radio de la cocina que sintoniza a la vieja usanza (en la que escucho, por ejemplo, a mi querido Nico Artusi) con una playlist de podcasts, que van cambiando al ritmo de las recomendaciones.
Hace poco me entrevistaron para un programa de radio que conduce un lector de Brando (y vecino de Villa Urquiza), en el que me preguntaron por estos editoriales. Y me di cuenta de que, en general, son autobiográficos y bastante emotivos. Quizá porque es el espacio en el que me contacto directamente con los y las lectoras, en esta botella al mar que ustedes recogen en algún momento del mes: es mi modo de que la revista se vuelva cercana, familiar. De sostener ese vínculo que se da a través del papel, formato tan antiguo como la radio. Pero también porque, en general, en Brando nos gusta que aquellos temas que elegimos tengan conexión con quienes somos. ¿Cómo? Contando lo que sucede, adelantándonos a lo que está por venir, pero también apelando a recuerdos colectivos y memorias comunes.
Por eso, a la nota de tapa, en la que armamos el mapa del universo de los podcasts –esta nueva manera de escuchar contenidos–, le sumamos una semblanza escrita por el gran Carlos Ulanovsky, testigo y protagonista de un medio que sobrevive y se reinventa. Me quedo con estas palabras: "Escucho radio desde que era muy chico, lo que significa que acompañé a ese mundo construido por palabras y silencios en más de 70 de sus 100 años de historia, que se cumplen en este 2020. Primero, entonces, como oyente los conocí por sus voces; después vino la televisión que sin pudor se apoderó de todos los géneros radiales y sus respectivos protagonistas, y a casi todos los que había visto de refilón en Radiolandia, Antena o Radiofilm les pude poner cuerpo, cara e imagen. ¿Fue mejor? ¿Fue peor? Quién sabe. Lo verdadero es que pude entender a la radio y a su magia sobre la que nadie duda".