"Si no comés va a venir a buscarte el Petiso Orejudo": antes trémulo frente al plato hondo, ahora aterrorizado, el niño empuña la cuchara sopera y traga. Entre sus peores pesadillas está la visita del asesino de niños y el adulto, harto del estómago rififí del pibe, usa su mejor carta. Para este niño criado en los 80, el Petiso Orejudo es más dañino que Skeletor, más malo que el Comandante Cobra, más cruel que la Momia Negra, los archivillanos con los que se crió. Es peor porque fue real. Leyó su historia en una revista Flash de esas que circulaban a la hora de la siesta en la vieja quinta familiar de Los Cardales y entonces, ya con una memoria implacable para los traumas, recordó para siempre las palabras del Petiso una vez que lo detuvieron y lo confrontaron con sus crímenes: "¿Qué culpa tengo yo si no puedo sujetarme?".
Nada queda de las correas que lo ataban a la cama en la gélida prisión donde pasó sus últimos días. Aquel niño ya es un adulto, pero siente un frío en la nuca cuando entra en la celda del asesino célebre en la cárcel del Fin del Mundo, corazón penitenciario de Ushuaia (se dijo: recuerda como un elefante los traumas de la infancia). Entre 1904 y 1947 funcionó esta tumba helada y en la celda hay un catre con un colchón del espesor de una feta de fiambrín, un ventanuco que deja entrar el chiflete del Beagle y una estatua que reproduce a Cayetano Santos Godino en tamaño real de talla y orejas (antes de que se las achicaran porque, según el criterio lombrosiano de la época, se creía que en ellas radicaba su maldad). Es que todos sus muertos y lastimados eran niños. El enemigo público número uno hoy posa en cartapesta con gesto avieso y traje a rayas. "Fue el blanco de todo lo que su época barajaba entre la modernidad científica y el cromagnonismo retórico", escribió María Moreno en su biografía de la criatura: "Literatura postochentista dispuesta a difundir que el puerto de Buenos Aires es la gran vagina que expulsa sobre la ciudad una inmigración bacteriana –en la cama del cocoliche solo se podría parir un degenerado–, sociología biologista, psiquiatría fantástica, estética policial, todo converge en ese cuerpo con orejas en pantalla que posa para los legajos policiales contra un fondo de nubes de cartón pintado, con traje marinero, un hilo en la mano o desnudo, las piernas separadas, exhibiendo un sexo elefantiásico".
Aquí mismo cometió el último de sus crímenes: mató al gato favorito del penal y los presos se la juraron (lo mataron a él). El adulto se resiste a creer en espíritus o presencias, pero se congela cuando un amigo amaga con cerrar la puerta de la celda y dejarlo adentro con el muñeco. "Voy a tomar toda la sopa", promete en silencio al fantasma que lo acompaña desde chico.
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