Severino tiene una gracia innata, si tal cosa existe, para el baile. Además le encanta. Cada vez que suena música, así sea en la radio lejana de algún auto, empieza a acompañar el ritmo con su cuerpo. Es una respuesta automática. También insinúa interés y destreza en la plástica. Acepto que la mirada paterna suele exagerar méritos; solo déjenme decir que es probable que, a sus casi 4 años, cierta vocación artística esté germinando en mi hijo.
No lo digo porque prevea una posible "carrera" ni nada remotamente parecido. Solo me gustaría que fomente su creatividad. Que tome las artes como parte de sus juegos y de su paciente exploración del mundo. Por eso y solo por eso, a veces, me da por pensar que, en un futuro cercano y sin pestes dando vueltas, quizá Seve podría pasarla bien en algún taller, por caso, de danza. Profundizando esta pasión en ciernes.
Imaginarlo en una clase de ese tipo me llena de ternura. Tal vez influya mi fascinación por la película Billy Elliot, que cuenta la historia de un chico de clase obrera, en un pueblo minero, que resulta un genio de la danza clásica y un destructor de prejuicios machistas.
Pero estos tiempos extraños, de aislamiento casero, me hicieron reflexionar acerca de las necesidades reales de los niños. Lo veo a Seve, dueño y señor de la escena, con un adulto a su merced –el que suscribe esta columna– y otra, su madre, dispuesta a darle todos los gustos, a alfombrar su infancia de vivencias felices para almacenar en la memoria… Y me surge la sospecha de que algo no está del todo bien.
En el parque, entre sus pares, el panorama es más o menos el mismo. Faltan las niñeras, pero siempre hay adultos dispuestos a atenuar el tedio de los infantes. Una madre, afligida, me comenta que el jardín privado en el que su heredero comenzó las clases no tenía sanitarios a la medida exacta de un niño menudo. Tampoco estaba de acuerdo con el refrigerio escaso en fibras. Para colmo, encontraba a la maestra floja de imaginación y, por lo tanto, muy poco inspiradora. La suma de las partes había detonado la firme voluntad de inscribir a su pequeño en otro jardín para cuando se permita el regreso a clases.
Le dije que sus objeciones me parecían lícitas, pero que, en mi opinión, el valor de la escuela residía en la socialización de los chicos –en lo posible, en un medio de población diversa– y en incorporar otros referentes de autoridad. Mientras hablaba, me di cuenta de que estaba repitiendo alguno de los manuales progresistas que Vera, mi esposa, me aconseja leer para apuntalar la crianza de Seve. También me di cuenta de que mentía. Reconocida in mente la impostura, estuve a tiempo de enmendar mi discurso. "Perdón, retiro lo dicho", me interrumpí. "Si existe una materia ignorada por tu hijo, como por el mío, es la adversidad –argumenté–. Así que un baño incómodo me parece un buen aprendizaje. Mucho mejor sería que el jardín no tuviera baño y que les dieran en la merienda algo que es incapaz de comer en su casa".
No sé si la mujer comprendió mi tardío descubrimiento pedagógico. Me miraba con una media sonrisa, esperando que le confirmaran que era un chiste. Pero no es ningún chiste, es la clave educativa de los niñitos y niñitas de la clase media acomodada. Y no solo de la clase media acomodada. Sembrarles el camino de inconvenientes los obligará a adaptarse; les mostrará que la vida, aun la infancia que insistimos en edulcorar, no es un descanso confortable donde solo se hace lo que tienen ganas.
De pronto recordé que, en un campamento, muerto de hambre, me amigué con la polenta. Y, desde entonces, es uno de mis platos favoritos. La necesidad expande el horizonte. Seve, por supuesto, detesta la polenta. Tanto como los vegetales. Y es imposible modificar su dieta porque, sumiso y culposo, desarrollé la estúpida noción de que ser un buen padre es abstenerme de las imposiciones. Respetar sus deseos. La libertad ante todo. Una pavada.
Así que, analizándolo más detenidamente, antes que una escuela de artes, acaso a Seve le convenga, no sé, un curso de supervivencia. O unas vacaciones con una tía amargada y autoritaria (y mala cocinera). Ya lo veré a su debido tiempo. Ahora entiendo cuando Borges decía que ser conservador era una forma del pesimismo. Algunas ideas que pasan por modernas están llenas de trampas.