La generación de mis padres escuchaba a un dúo cristiano llamado Vivencia. Tenían algunos hits, entre ellos "Mi cuarto", una bonita canción que describe la habitación de un adolescente y concluye con un verso perfecto: "He descubierto la mañana". Amanece. La adolescencia misma. Otra de sus canciones más celebradas se titula "Los juguetes y los niños" y pinta una escena desoladora: unos chicos contemplan suspirantes en una vidriera los juguetes que nunca podrán comprar. En el estribillo, los juguetes se rebelan contra su triste destino de vana exhibición y se arengan a sí mismos: "Con tantos niños afuera, qué hacemos en la vidriera".
En primer plano se recorta la desigualdad social. Pero, al mismo tiempo, seguramente de manera involuntaria, la dupla de música progresiva –así se llamaba en los 70 al rock y sus territorios vecinos– le hace un enorme favor a un sector de la industria y el comercio –pilares del sistema que se cuestiona en la canción– al postular el juguete como un insumo básico de la felicidad infantil.
Y los juguetes son, en rigor de verdad, una imposición de los adultos, que los niños y niñas terminan aceptando por la sofocante presión familiar y social. No porque satisfagan sus intereses y fantasías. Los juguetes, esa exitosa invención de los mercados, digámoslo desde ahora, no tienen nada que ver con el juego.
A los 6 o 7 años, es fácil que los chicos y chicas se contenten con pelotas, autitos y muñecas de variada complejidad y precio. Ya están domesticados. Unos años antes, en cambio, el juego es un ámbito de investigación. Y no existe nada más atractivo para hurgar que la realidad, no sus réplicas diseñadas por Truchi Toys. Mi hijo Severino está en la edad de la inocencia y prefiere festejar el paso de los camiones de la calle a sentarse en el living con su lujoso rodado hecho de materiales ecológicos. Y lo entretiene más indagar en el interior del horno y comprobar cuán resistente es el mecanismo de su puerta, que freír huevos ficticios en la cocina de madera que su mamá le compró en la Feria de la Familia Progresista.
El cuarto de Severino está colmado de juguetes que reproducen a escala niño la realidad. La reproducen con celo de tatuador. No hay distancia metafórica; entonces no hay juego. Será por eso que Seve no les presta atención. Y se lanza en búsqueda de objetos cotidianos a los que su cabecita les otorga un sentido adicional. Otro sentido.
La lista es larga: los sanitarios –con preferencia por el bidet–, los envases plásticos –el Mr. Músculo es su máximo fetiche–, los picaportes, el estuche de los anteojos, los cajones y su contenido, la vajilla en general, los celulares, los zapatos de su mamá, la crema para manos, los relojes, los posavasos, el rollo de bolsas de residuos y así. Podría seguir y seguir sin nombrar un solo juguete formal.
¿La pared no cobra una presencia más vívida cuando se la aporrea con el cucharón como si fuera –en ese momento lo es– un tambor gigante?
¿Y cuáles son sus acciones favoritas? ¿Cuáles son las acciones recurrentes de los niños y las niñas en la etapa en que se abocan a los descubrimientos, es decir a los juegos verdaderos? Desarmar, volcar, romper, desguazar, golpear, arrojar, desparramar, todos verbos por demás transitivos, cuyo objeto directo suele ser algo apreciado, útil y/o caro. (Véase cómo la gramática nos ayuda también a entender la sociedad).
Los niños y las niñas son como bombas pequeñitas. Seres ínfimos, bebés apenas mejorados, pero en estado de insurgencia, de salvaje subversión del sentido común. El propósito del juego en esta edad muy temprana es alterar la funcionalidad de los dispositivos del entorno inmediato. Usar los aparatos y las cosas para un fin muy distinto del que fueron creados. Reconvertirlos en algo más interesante. ¿O la pared no cobra una presencia más vívida cuando se la aporrea con el cucharón como si fuera –en ese momento lo es– un tambor gigante? ¿No abandona el control remoto de la tevé su rigidez tecnológica y aborda una novedosa dimensión cuando se lo arroja como un disco de atletismo contra distintas superficies? Parte del juego –quizá la parte más excitante– es la destrucción. Claro, los adultos no pueden tolerar semejante conducta. La amenaza permanente al mundo conocido. Y, aunque el mundo conocido es bastante insípido –además de desigual y violento–, llenaron a los niños y las niñas de juguetes. Por las dudas.