Últimamente están de moda los nombres singularísimos. En general, asociados a la naturaleza: Océano, Libélula, Cielo escuché de todo. También algunas menciones a la Antigüedad Clásica como Perséfone y Antígona. Sin contar el caso extremo de una vecinita uruguaya llamada Netflix García. Aunque se sabe que los uruguayos son, a la hora del bautismo, bastante excéntricos además de anglófilos.
Lo cierto es que la gente pretende para sus hijos nombres inauditos. Fuera de todo antecedente familiar, de los catálogos para padres, los ídolos populares y el santoral. Originales en un sentido estricto. Como ese niño o niña que acaba de nacer.
Tal conducta puede interpretarse como un acto de amor. O, si se quiere, cierta perplejidad ante un sentimiento extraordinario para el que no alcanzan las palabras ni los nombres conocidos. Pero, a mi modesto entender, es un primer paso hacia lo que un pedagogo antipático denominó paidocentrismo abusivo, alterando así –y denunciando un exceso– un viejo concepto muy valorado de la educación, el paidocentrismo a secas, que propone la enseñanza enfocada en el alumno antes que en el profesor.
¿Qué es el paidocentrismo abusivo? Colocar al vástago como amo y señor del mundo, no como una parte más de él. Eje de un sistema que gira a su alrededor y al que el entorno debe subordinarse. Así, por ejemplo, en la casa o en el auto solo se escucharán canciones infantiles (lo mismo cabe para la televisión y las distracciones familiares en general) y cualquier objeto, por altísimo valor afectivo, efectivo o funcional que posea, podrá ser sacrificado en el altar del desguace infantil. Es decir, todo en el hogar se transforma en un juguete desechable.
El relato más ilustrativo lo escuché en una de las reuniones de la Liga Argentina de Padres en Casa (Lapca), institución a la que suelo concurrir a intercambiar experiencias y opiniones con otros varones que están a cargo de la casa y los hijos. Un hombre –padre joven y primerizo igual que yo– confesó que, en lugar de usar la clásica silla para bebés, los que cambiaban de asiento para las comidas eran su esposa y él. Apilaban unos libros o revistas para improvisar pequeños bancos a la altura de la mesa del niño, de modo que la criatura no tuviera que hacer adaptaciones acaso traumáticas. Salir de su cómodo ecosistema a 70 centímetros del suelo. No lo contaba con orgullo, pero sí como una demostración de ingenio. Un ingenio del que solo son capaces los padres y las madres y que siempre toma la forma inequívoca –celebrada socialmente– del sacrificio. Falso sacrificio. O por lo menos vano.
Una obra que pinta acabadamente el paidocentrismo abusivo es aquella película sentimental dirigida y protagonizada por Roberto Benigni, La vida es bella. El film italiano, que detonó una serie de debates mediáticos a finales del siglo pasado, cuenta la historia de un prisionero de los nazis que, para evitar el sufrimiento de su hijo, cautivo junto con él en el campo de concentración, le hace creer que están en medio de un juego muy sofisticado y no en las vísperas de la muerte.
Los padres y las madres, sin que medie el trágico dilema ético que plantea el personaje interpretado por Benigni, también caen en la tentación de moldear el mundo a la medida de sus hijos e hijas. No porque procuren defenderlos de un paisaje hostil e insolidario –en ese caso habría que darles la razón–, sino porque colocan el carro delante del caballo. Y aspiran a que el mundo se ajuste al deseo de los niños. Y que jamás de los jamases los someta a una decepción.
El otro día, mientras lustraba un par de botas de Vera, mi mujer, me preguntaba si luchamos con el celo necesario contra el paidocentrismo abusivo. Tenemos un hijo único que no llega a los 2 años y los riesgos de engañarlo son altos. ¿Quién no se siente impelido a garantizar el gozo permanente de su prole? ¿A consentir la arbitrariedad y el egoísmo propio de la edad?
Tiempo atrás, padres y madres eran más severos con sus hijos. Campeaba una rígida noción del respeto y una de las claves de la educación doméstica era evitar que los chicos y las chicas salieran "malcriados". El no paterno era más frecuente que el sí. Pero se combatía el paidocentrismo abusivo para, digámoslo así, conservar la cadena de mandos. Se enseñaba a acatar la autoridad, pilar sagrado del funcionamiento social.
Hoy las razones para sosegar la natural tiranía de los infantes son políticas. O deberían serlo. No quiero que mi pequeño Severino sospeche que el mundo es ese lugar que los adultos han entallado según los anhelos y caprichos infantiles. Prefiero que perciba la dimensión real de sus luces y sus sombras. Sobre todo, de la abismal desigualdad que lo distingue. Solo de ese modo podrá contribuir a cambiarlo.
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