Severino siente pavor por los ruidos fuertes: si pasa una moto o si una persiana se abre con estrépito, corre en busca de un abrazo. Como si lo acechara un monstruo. Pero mucho más lo asustan los perros. Basta que uno se le arrime para que lance un grito. No importa si su dueño lo sostiene con firmeza de la correa. O si tiene un porte insignificante y ladrido de soprano. Es un miedo general. A la especie, no al ejemplar. Nada personal, podría decirse.
Me llama la atención porque tanto Vera, mi esposa, como yo tenemos desde siempre una magnífica relación con los perros. En mi casa de la infancia no estaban permitidos por razones de espacio. Pero cuando visitábamos a mis abuelos en Escobar, me pasaba el día jugando con Rolo. Se llamaba así por Rolando Rivas, un personaje de la televisión en blanco y negro del que mi abuela había sido devota. Era un perro callejero, un blend de razas, movedizo y ladrador, con las orejas crispadas como antenas.
Tal vez sea cuestión de comprarle una mascota a Seve para que entre en confianza, pero Vera no está de acuerdo. Vela por la integridad de los sillones y las cortinas. Creo que tiene razón. De todos modos, resulta difícil verificar el origen de los miedos y, mucho más, encontrar las soluciones. El miedo a la oscuridad o el miedo a las tormentas son atávicos. Provienen del fondo de los tiempos y gozan de absoluta vigencia. No hay explicación cartesiana que los aplaque. Solo el calor del abrazo y el velador encendido.
La lista de los temores infantiles es larga y repetida. Pero mucho más extensa es la de las aprensiones paternas. En cada paso que dan nuestros hijos, sospechamos un peligro. Siempre tenemos una advertencia, una recomendación, cuando no un pronóstico agorero: te vas a caer, te vas a marear, te vas a atragantar… En ciertas ocasiones, despunta la perversa intención de asustar un poco –solo un poco– al niño para que deje de hacer eso que nos preocupa –a veces con razón, a veces por inercia represiva– y regrese a una quietud sin riesgos. Recuerdo que a mi abuelo le molestaba que me pusiera bizco, entonces me decía muy serio que, si me sorprendía un "golpe a aire" en medio de mi gracia, me iba a quedar bizco para siempre.
Como todos los miedos, el miedo a decepcionar a los padres paraliza. Y, peor todavía, puede empujar a la renuncia. ¿Podré evitar ser visto algún día como un juez?
En la plaza, suelo acompañar a Seve a cada juego, a corta distancia, como si estuviera en un campo minado. El peor fantasma es la escalera del tobogán. Tan escarpada, tan alta. Mortal en caso de un traspié. Poco a poco voy aflojando, reconociendo el exceso y tratando de controlarme. Por suerte, Seve es inmune a estas prevenciones que limitan con la paranoia. Él no percibe el mundo como un lugar amenazante. Salvo por los perros, claro.
Las herencias, en el tema que nos ocupa, son azarosas. Los padres timoratos pueden criar hijos/as audaces y a la inversa. Misterios de la formación, en la que convergen influencias múltiples. Pero los niños/as se mantienen a salvo solo durante un tiempo. En algún momento impreciso –la adolescencia, a veces antes o después– desarrollan un miedo inoculado en forma solapada por los padres. El miedo a defraudar precisamente a los padres.
"¿Quién tiene un hijo en las entrañas?/ ¿Quién le está dando el desayuno / para cobrárselo mañana?". Así dice una canción de Silvio Rodríguez muy bella y amarga que se titula, como si fuera un ensayo, "Acerca de los padres". Sin ir tan lejos como el poeta, convengamos que papá y mamá se convierten alguna vez en un tribunal. No porque así se lo propongan –¿o sí se lo proponen?–, pero su mirada, sus expectativas, sus reglamentos no escritos caen sobre la prole como un piano desde el quinto piso. Sobre todo, para aquellos que se apartan de la cultura familiar en alguno de sus rubros. En especial, ay, la sexualidad. Porque no ir a la universidad como papi esperaba, vaya y pase. Pero romper con el mandato heterosexual, aun en tiempos en que la diversidad se metió de lleno en la agenda, representa para algunos –padres, hijos– poco menos que una traición.
Como todos los miedos, el miedo a la decepción filial paraliza. Y, peor todavía, puede empujar a la renuncia.
¿Podré evitar ser visto algún día como un juez o, volviendo a Rodríguez, como un acreedor?
Escucho consejos.