Entre el deseo, la duda y la proyección de futuro, se instala una pregunta que no siempre hace coincidir a los miembros de la pareja
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Hoy pensaba que esta columna podría convertirse en una saga parecida a la de Antoine Doinel, ese personaje interpretado por Jean-Pierre Léaud, cuya vida, desde niño hasta la adultez, quedó registrada en las películas de François Truffaut. Y me imaginé narrando, dentro de, digamos, 10 años, los avatares de un Severino adolescente y de su padre maduro.
Creí que estaba frente a un tema interesante para desarrollar: el género biográfico, la necesidad de darle una forma y una consistencia al paso del tiempo y así. Pero me di cuenta de que este espacio mensual, por motivos inherentes a la lógica periodística, no podría ser tan longevo como la cabalgata de Doinel. También me di cuenta de que buscaba temas para evadir el más importante. Diría que el único: Vera, mi esposa, me propuso que tengamos otro hijo. (No sé si acá se impone un batir de platillos o un silencio de monasterio).
La razón de mi desvelo es que ahora sí me pregunto para qué tener un hijo. Suele argumentarse que no hay respuesta, que no hay propósito ni tampoco momento perfecto.
No es que me planteó una conversación solemne para abordar la cuestión. No. Como al pasar, mientras merendábamos unos arándanos en una de las pausas de su teletrabajo, lo soltó. Su cara de líneas suaves brillaba; le daba felicidad la perspectiva. Así Seve no crece solo, argumentó. En efecto, en ese momento nuestro hijo miraba en soledad dibujos animados en un celular y acaso esa escena la conmovió. Era una situación inusual y provisoria porque Seve no hace casi nada sin mí (estoy pensando en tachar el casi), pero se dice que una imagen –esta de Seve, por ejemplo– vale más que mil palabras. Precisamente, creo que ni mil palabras de indudable sensatez me habrían bastado para disuadirla.
Como suele hacerse, para no instalar un desacuerdo indeseado y enturbiar una tarde amena, contesté algo dilatorio. Ni sí, ni no. Veamos, pensémoslo mejor, ese tipo de escapatoria, pero comprimida en un par de gestos y onomatopeyas. Me parecía una pésima idea y no me atrevía a expresarlo así de claro. Me daba culpa. Así que fingí un asombro extremo, de esos que quitan la facultad de la palabra, y pasé la página como pude. No faltó el beso de presunto acompañamiento, de silenciosa complicidad. Un beso falso como un dólar celeste.
Vera tiene el don de la ejecutividad. Tal vez es una deformación profesional. La duda es un intruso perverso en los negocios. Promueve la morosidad, interrumpe la virtuosa dinámica del dinero. Seguramente se preguntó por la sustentabilidad de ampliar la familia, se contestó positivamente de inmediato y abrazó el proyecto con redonda decisión. Así sonaba cuando me lo dijo: segura, serena, dueña del futuro.
Pero yo no soy como Vera. Yo me puse a pensar, me puse a temer. Como no lo había hecho cuando buscamos el primer embarazo. Dicho sea de paso, tendríamos que retomar cierta gimnasia íntima para emprender este camino. Últimamente, nuestros encuentros nocturnos son acontecimientos esporádicos y en general coinciden con una fecha importante. Algún festejo que se prolonga en el dormitorio. Nada infrecuente a esta altura de la convivencia, nada raro, según me ha dicho gente de gran experiencia, con años de matrimonio y varios hijos criados.
Esa, sin embargo, no es la cuestión. Los ardores van y vienen, son caprichos estacionales. La razón de mi desvelo es que ahora sí me pregunto para qué tener un hijo. Suele argumentarse que no hay respuesta, que no hay propósito ni tampoco momento perfecto para prolongar la especie. De acuerdo, así puede ocurrir la primera vez. Funciona casi como un reflejo. Un vago deseo cuyos orígenes y derivaciones pocos están dispuestos a explorar. Pero después…
No voy a impostar inquietudes filosóficas. No me resisto a reincidir porque temo traer a un nuevo ser humano –al que no se lo ha consultado al respecto– a un mundo cruel, de un egoísmo brutal, que se autodestruirá más temprano que tarde. Aunque se trata de objeciones muy atendibles, no son las que se interponen en mi horizonte. Mi temblorosa introspección pretende encontrar buenas razones para afrontar la paternidad de nuevo. No estoy seguro de que haya sido, como me habían prometido, la mejor experiencia de mi vida. No importa cuánto amo a mi hijo; esa es agua de otra vertiente. En cuanto me atreva, veré de ventilar mis meditaciones con Vera. Ella siempre ve las cosas más claras y sin miedo.
Continuará.
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