Los bebés no pueden estar solos. Son como Maradona. Pero en lugar del séquito de adulones, necesitan el ojo vigilante de un adulto en forma permanente. Día, noche y madrugada. Por lo menos hasta cierta edad. Severino, mi hijo, todavía no alcanzó esa edad en que gozan de cierta autonomía y, a falta de hermanos, primos o niñera en las inmediaciones, requiere la atención full time de sus progenitores gestante y no gestante, para decirlo con un apropiado lenguaje de época. Mamá y papá.
Esto ya lo sabíamos. Quién más, quién menos, todas y todos leemos acerca de lo que vendrá cuando se acerca el primogénito. Pero muy otra cosa es experimentarlo en la propia carne y en la propia agenda. Ya dije que el trabajo independiente y sobre todo escaso me ha permitido estar a cargo de Seve la mayor parte del día. Así que cuando Vera, mi mujer, regresa de las modernas oficinas de la petrolera en la que revista, se ocupa del niño mientras yo me desplazo hacia las tareas de la casa pendientes.
Esta logística elemental sigue el sistema de postas, relevos o guardias, como prefieran llamarlo, y se extiende a las esporádicas salidas, que también son de a uno. Es una estrategia efectiva para evitar la sobredosis de bebé (siempre alguno está de recreo fugaz en la isla adulta), pero conspira hasta la aniquilación contra la vida de pareja. Tanto como el cansancio crónico que conlleva la marca personal de un niño que apenas supera el año y medio.
Un día, mientras tendía la ropa, comprobé que, en un abrir y cerrar de ojos –si fuera paulatino acaso uno presentaría mayor resistencia–, Vera y yo habíamos abandonado los cines, los teatros, los conciertos, los restaurantes, los bares, las casas de los amigos, los sábados de tenis, las conversaciones de sobremesa, las sobremesas, las trasnoches de ópera y vino en el sillón, las trasnoches, los viajes relámpago, las salidas de compras, las caminatas crepusculares y el sexo, entre otras cosas.
Es en este punto cuando se advierte que la decisión de tener un hijo contempla la inmolación de la pareja. Como la crisálida se vuelve mariposa, las parejas se convierten en familias. Fin de la metamorfosis. Y los quehaceres del amor romántico –los detalles divertidos de este mundo– dan paso a los protocolos de una misión definida como socialmente trascendente. Por lo menos durante un tiempo. Los más experimentados y optimistas dicen, al igual que el filósofo de Sarandí, que todo pasa. Y que, más temprano que tarde, la intensidad de lo íntimo rebrota en el horizonte marital y barre los nubarrones del tedio.
El penúltimo bastión de nuestra pareja consistía en una corta y silenciosa ceremonia. Al regresar del trabajo, Vera se tendía en un sillón y, mientras bebía un té de menta (tiene el intestino irritable), se entregaba a mi masaje de pies, especialidad de la casa. Pero claro, la demanda de Seve convirtió el ejercicio de relax en una tanda de juegos de encastre, a upa, y con Peppa Pig de fondo.
Solo nos queda un ámbito a solas que, tal vez por su inestable periodicidad, zafó del detector infalible de nuestro hijo y por lo tanto se erigió en bandera –esta sí, innegociable– de la privacidad de la pareja. Se trata de la limpieza de la canaleta.
Es una labor seria: si las hojas se acumulan y la obstruyen, el agua que desborda en un día de lluvia puede producir estragos (ya lo ha hecho). Por esta razón, hemos desarrollado un sentido de la reciprocidad que solo existe en los grandes equipos. Vera, desde el llano, orienta mis pasos en lo alto y me alcanza las herramientas necesarias para efectuar el mantenimiento (a decir verdad, un palo que funciona como émbolo en el llamado caño de lluvia). Así como a mí me resulta indispensable su respaldo, sé que yo soy, en estos casos, sus ojos. Desde el techo, reporto escrupulosamente el estado de la canaleta, describo los materiales arrastrados por el viento (además de hojas, se amontona una pelusa amarilla que desprenden los árboles, también algún papel) y el estado de la malla de alambre que debería actuar como filtro.
Más allá del texto pedestre de la escena, se darán cuenta de que la posición de ambos remite a balcones clásicos y serenatas, la quintaescencia del idilio. Quizá por eso, a veces noto cierta resonancia amorosa, cuando no erótica, en ese diálogo doméstico que viaja entre el techo y el piso. Connotaciones, sentidos agregados a las palabras triviales. En los momentos de zozobra conyugal, en lugar de pensar en un viaje que repita esplendores pasados, ahora me digo que siempre nos queda la limpieza de la canaleta.
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