Cuando los lectores se encuentren con esta nota ya será 2021 y se habrá superado un año nefasto, signado por una pandemia devastadora. Más que nunca, los ánimos se verán tonificados por el comienzo de un nuevo ciclo y la esperanza de un cambio profundo. Pero al momento de redactar esta nota, todavía quedan por delante las Fiestas. Y, más relevante aún para mi rol de padre, que intento detallar con claridad pedagógica en esta columna, falta afrontar la mitología pagana de Papá Noel. Y luego la llegada de los Reyes.
Severino acaba de cumplir 4 años y es la primera vez que enfrento el dilema de Papá Noel. Hasta aquí, ha recibido sus regalos, siempre elegidos por los mayores, sin asociar la fecha con la célebre excursión nocturna de ese anciano con barba de profeta y risa pregrabada. Ahora Seve está en tema. Ha escuchado cuentos y visto películas. Incluso El expreso polar, de Robert Zemeckis, que tematiza la credibilidad de la historia. Y se sitúa en ese borde de la infancia en que los niños, ya crecidos, comienzan a poner en duda la verosimilitud de los ciervos voladores y el delivery global consumado en solo una noche. Por no hablar de lo curioso que suena que un viejo barrigón se deslice con pericia de contorsionista a través de angostas chimeneas.
Lo que realmente desafía mi conciencia de padre inexperto es si debo ponerle límites a la solicitud de Seve. Si debo, supongamos, inventar un estatuto polar, redactado por elfos.
Llegado a este punto, mi hijo conoce el procedimiento: su regalo requiere una carta con el pedido explícito. Burocracia. Ya no se trata de la espera pasiva de la medianoche, instante en el que, muerto de sueño, abría el regalo que no había escogido. Ahora sabe que su voluntad es ley. Que Santa le concederá exactamente su petición. Y aquí es cuando el ritual adopta su carácter problemático. Como padre, no me cuestiono si es conveniente alentar la ilusión de Papá Noel. Los realistas más descarnados arguyen que ese camino solo conduce a desengaños (como si la información verídica sobre el mundo no lo hiciera). No lo veo de ese modo literal. Y si bien nunca puse demasiado énfasis en la escenografía navideña, la ficción del regalo me parece un juego inofensivo.
El asunto es otro. Lo que realmente desafía mi conciencia de padre inexperto es si debo ponerle límites a la solicitud de Seve. Si debo, supongamos, inventar un estatuto polar, redactado por elfos sabios (el funcionariado de Papá Noel), que acota las exigencias desmedidas. Y cuestiona la idea de que los pedidos infantiles son órdenes irrevocables, algo que muchos niños y niñas, orientados por sus mayores, tienden a creer.
Por ejemplo, Severino tiene en mente pedir una descomunal maqueta ferroviaria, con un tren incansable, cuyas pilas, según va a especificar en su mensaje escrito, “no se descarguen nunca”. También me comentó que para los Reyes se reserva el karting, casi del tamaño de un Fórmula 1, que le vio a un chico en el parque. El pequeño jeque no se anda con minucias.
¿Cómo le digo que eso es muy caro, que es desproporcionado, que está mal, sin poner en tela de juicio la existencia de Papá Noel? ¿O le debo pintar un Papá Noel menos sumiso a la discrecionalidad infantil? Un Papá Noel con criterio propio, criterio adulto, que ponga en caja sus inocentes pretensiones de niño. Es decir, más un papá a secas que un Papá Noel.
No se trata de dinero. Podría comprarle el tren de sus sueños y también el karting, entretenimientos que, en un suspiro, pasarían a integrar el panteón de los amores agotados y sustituidos junto a otros juguetes todavía flamantes. Pero entonces ya no podría prevenirlo del dispendio, de usar más de lo que necesita, de pedir más de lo que realmente desea. De la adicción al consumo. ¿O estoy exagerando? ¿O la naturaleza de los juguetes es muy distinta a la de otros insumos que se administran con indispensable racionalidad?
Me gustaría hablar más en extenso con Vera, mi esposa, siempre juiciosa y expeditiva para resolver dificultades de la crianza. Pero tuvo que viajar de improviso a Vaca Muerta, requerida con urgencia por la petrolera en la que presta servicios. Entre una reunión y otra, me mandó algún audio en el que se comprometió a chequear en la web la oferta de trenes eléctricos para tener una idea más concreta del panorama al que nos enfrentamos. El karting ni siquiera lo mencionó.
Espero que lleguemos a un final feliz. Pero sospecho que uno de los dos, Seve o yo, quedará insatisfecho con el desenlace. Ni siquiera en el interior de las familias relativamente armoniosas todos quieren lo mismo.