Vera, mi mujer, es una destacada profesional, ingeniera en petróleo más precisamente, y gran proyecto de cuadro gerencial en una empresa extranjera que opera viento en popa en estas pampas. El celo que ella aplica a su tarea y las exigencias propias de su rango –entre ellas, viajes frecuentes– configuran un panorama que es el reverso exacto de mi vida. Periodista forzado al cuentapropismo, con más distracciones que ocupaciones –en general mal pagas–, analizo la posibilidad de reconvertirme, a mis años. Es decir, hacer algo distinto que escribir, que es lo único para lo que me doy maña. Y tal vez lo único que de verdad me interesa. Me hice periodista por la escritura (por la lengua), no por la comunicación. Así que, si lo pienso mejor, siempre estuve en medio de un malentendido, solo que ahora recrudece.
Ante la situación descripta, cuando nació nuestro hijo, los roles se definieron solos. Luego de su licencia y una vez que la prolactina dejó de comandar su vida, nuestra vida, mi mujer regresó a sus ingentes tareas profesionales. Y yo quedé a cargo del niño durante la mayor parte del día. No necesitaríamos niñera, evaluamos, aunque sus ingresos permitieran una empleada estable. Yo tendría tiempo de ejercer una paternidad proactiva y, al mismo tiempo, dedicarme a reinventar sin apuro un futuro laboral. Y a escribir, claro, a modo de esparcimiento.
Nuestro hijo se llama Severino por presión de mi mujer. Simpatiza con los nombres arcaicos y además creyó que cuadraría a la perfección con el apellido italiano que el niño portará de por vida. El nombre terminó por gustarme y ahora, como suele suceder, no imagino uno más apropiado. Me concedo, sin embargo, la licencia de una digresión psicologista: para Vera, inserta como está en el corazón del capitalismo más explícito, el involuntario tributo al anarquismo (el nombre hace pensar en Severino Di Giovanni antes que en algún ancestro calabrés) acaso sirva como un módico contrapeso. Sé que esta observación le parecería rebuscada y no exenta de malicia, pero difícilmente lea estas líneas alguna vez.
Así que acá estoy. Dedicado tiempo completo a mi hijo y su entorno, el hogar. Experimentando en carne propia las anónimas faenas a las que durante tanto tiempo se confinó a las mujeres. Pero no lo considero una contribución a desmontar los prejuicios acerca de los géneros y sus roles, sino una imposición de las circunstancias. No represento una novedosa sensibilidad masculina; soy un hombre que ha visto reducidas sus posibilidades de elección. Me toca estar en casa. Lo hago, eso sí, lo mejor que puedo.
Las tareas del ecosistema doméstico, incluidas las supuestamente pedagógicas, son una prueba de templanza. Nada más tedioso, efímero y, por consiguiente, al borde del absurdo. Por mucho que uno se esfuerce (y por más que Dalma, una santa laboriosa, me ayude tres veces por semana), la casa tiende al caos como expresión dominante. Lógico con un crío de año y medio, para quien el mundo es un surtido de objetos arrojadizos.
Y el desorden, alguna vez emparentado a la creatividad y la ausencia de rigidez, se ha transformado en una obsesión. Un factor de perturbación mental. No porque me afecte alguna manía o haya sepultado mis instintos románticos bajo paladas de pragmatismo paternal. No. Lo primero que descubrí es que el niño, la casa y sus cosas como escenario permanente modifican la escala con la que se observa y se procede. Los mocos, el catarro y el delgado límite entre la febrícula y la fiebre, por caso, suelen comandar el ranking de temas urgentes y son materia de reflexión y diálogo conyugal allí donde antes estaban, digamos, el cine, el trabajo o los queridos bueyes perdidos.
Me aflige pensar que Seve no recordará nada de este largo tiempo compartido. La memoria jamás se remonta tan lejos. Uno empieza a recordar a partir de sus cuatro o cinco años, ¿no? Aun así, ¿le provocará mi cercanía permanente de hoy algún rebote futuro? ¿O no hay célula que archive ese flujo de calor? Por lo pronto, el acotado margen de maniobra del que dispongo –la nueva escala del mundo– también tiene un costado provechoso. Resulta imposible dispersarse con un chico que apenas se ha lanzado a caminar. Demanda concentración absoluta. Semejante a la del científico que acecha su objeto sin descanso en busca de una revelación. No pido tanto. Solo aspiro a pintar mi ínfima aldea. Reportar en este espacio, de ahora en más, algunos detalles que no merecen perderse en el paisaje.
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