Diane Arbus y los seres extraños
Conocida como la fotógrafa de los freaks, sus retratos intimistas eran mucho más que provocación
Levantar la alfombra y echar una mirada a lo que la sociedad barrió debajo es lo que hizo durante buena parte de su vida adulta Diane Arbus. Mostrar lo que nadie quería ver. Dar visibilidad a personajes marginales, incómodos para la moralidad reinante. Sacar a los desechados de la oscuridad y convertirlos en formas de arte. Enanos, travestis, inquietantes siamesas, vagabundos, deformados, fenómenos de feria… La lente de Arbus buscó la belleza donde casi todo el mundo veía horror y eso le valió el mote de la fotógrafa de los freaks. Sin embargo, algo mucho más profundo que el mero coleccionismo de rarezas define a las imágenes de esta mujer que llegó a erigirse en gran figura del arte contemporáneo, exponiendo su trabajo en el MoMA de Nueva York y convirtiéndose en la primera fotógrafa americana en participar de la Bienal de Venecia. Y una buena manera de constatarlo será visitar la muestra Diane Arbus: en el principio que se inaugurará el próximo jueves julio en el Malba, donde se presenta por primera vez en el país un conjunto de 100 fotos de su autoría.
“Para el público en general y los amantes de la fotografía, las imágenes de Arbus hoy son tan distintivas y provocativas como cuando fueron vistas por primera vez, hace más de cincuenta años”, explica a La Nación revista Jeff L. Rosenheim, curador de la exposición y custodio de su extraordinario archivo. “Arbus creía que tenía algo especial que ofrecer al mundo. Ella escribió: realmente creo que hay cosas que nadie vería a menos que yo las fotografíe”.
Y las cosas que ella veía eran realmente perturbadoras. Su obra provoca angustia, miedo e incluso rechazo, como sucedió en 1967 cuando un espectador llegó a escupir sobre una fotografía de Arbus expuesta en el MoMA, en la que se veía a un hombre maquillado, con las cejas depiladas y ruleros en el pelo. Difícil es imaginar que esta fotógrafa, que venía del seno de una familia adinerada, había comenzado su carrera tomando imágenes de moda para publicaciones como Vogue o Harpers Bazaar. ¿Qué fue lo que la hizo pegar ese volantazo en su mirada del mundo? ¿Cómo es que la niña bien se obsesionó con mostrar las cosas que la sociedad no quería sacar a la luz?
LA PEQUEÑA DIANE
Diane Nemerov nació en Nueva York en 1923 en el marco de una próspera familia judía, dueña de la tienda Russek’s –ubicada en la Quinta Avenida– especializada en la venta de pieles. Ella era la segunda de tres hermanos: Howard y Renee. Tal como cuenta la escritora Patricia Bosworth en su biografía sobre Arbus, Diane creció en un ambiente de elite muy solitario. El departamento en Park Avenue rebosante de mucamas, cocineras y choferes contrastaba con la imagen de una niña retraída con una madre depresiva y un padre ausente y frío que vivía solo para el trabajo.
“Diane era una adolescente solitaria e inconformista, que creció dentro de una familia opulenta en donde por primera vez pudo contrastar un mundo de imposturas e hipocresía que la marcaría para siempre. Tanto los preceptos familiares como los usos socialmente aceptados le resultaban insoportables empujándola a hacer lo imposible por confrontarlos”, reflexiona Eduardo Gil, fotógrafo argentino y estudioso de la fotografía.
Fue en ese afán de emancipación que a los 14 años se enamoró de un empleado de la tienda de sus padres, Allan Arbus, con quien se casó en 1941, apenas cumplidos sus 18.
Terminada la Segunda Guerra Mundial, Allan estudió fotografía en el New Jersey Signal Corps y al poco tiempo fundaron el estudio fotográfico Diane & Allan Arbus, donde hicieron trabajos de campañas publicitarias para la tienda Russek’s y para publicaciones de moda como Glamour o Harper’s Bazaar. Fue Allan quien le enseñó a su mujer sobre fotografía y le regaló una cámara Graflex. En 1956, Diane comenzó poco a poco a abandonar el estudio para dedicarse a hacer sus proyectos personales.
Mientras Diane se abría paso en el mundo de la fotografía documental, tuvo uno de sus peores dramas familiares: Allan, que había comenzado a tomar clases de actuación, se enamoró de una de sus compañeras y se separó de Diane en 1958 (en la biopic imaginaria que protagonizó Nicole Kidman, Retrato de una pasión, o Fur: an Imaginary Portrait of Diane Arbus, ella se enamora de un tal Lionel Sweeney y gracias a él se encamina como fotógrafa). Diane se llevó a sus dos hijas, aunque Allan las seguía ayudando económicamente. Lejos de hundir su trabajo, la separación se transformó en una especie de catapulta para el éxito de Diane. El mismo Allan Arbus dijo al New York Times: “Siempre sentí que nuestra separación la convirtió en fotógrafa […] Yo no hubiera soportado los lugares a los que iba: me hubiera horrorizado”.
Diane comenzó a estudiar fotografía con Berenice Abbot y aprendió de grandes figuras como Robert Frank –quien para ese entonces estaba revolucionando el concepto de fotografía documental–, Alex Brodovitch, director artístico de Harper’s Bazaar, Weegee o el fotógrafo y fotoperiodista Walker Evans, con quien llegó a entablar una intensa amistad. Sin embargo, muchos coinciden en que el vuelco en su trabajo se dio luego de estudiar con la reconocida fotógrafa vienesa Lisette Model, quien también provenía de una familia judía adinerada, estaba fascinada por la miseria y la vejez y llegaría a decir que Arbus fue su mejor estudiante, ya que nunca “había conocido a nadie con tal seriedad y dedicación”.
Luego de la formación con Model, Diane se obsesionó con los sujetos que la sociedad consideraba extraños, incluso anormales: gente con deformidades, fenómenos de circo, prostitutas, transexuales. En esos años recorrió barrios marginales de Nueva York en busca de estos personajes. De esa época datan sus fotografías más emblemáticas como Niño con una granada en Central Park y Amigos rusos enanos en un living de la calle 100.
Para Rosenheim, curador de la muestra que llega al Malba (él dará una conferencia magistral el día de la inauguración), “al igual que Lisette Model, Arbus vio la calle como un lugar lleno de secretos a la espera de ser sondeados”.
En 1963, Diane ganó una beca Guggnheim para fotografiar ritos estadounidenses y en 1965 volvió a obtenerla, pero para trabajar sobre el paisaje interior. El gran paso en su carrera fue en 1967, cuando el curador de fotografías del MoMA, John Szarkowky, la invitó a exponer su trabajo en una muestra llamada New Documents, donde se sumaron figuras como Gary Winogrand y Lee Friedlander. El éxito fue rotundo y Diane logró entrar así en el Olimpo de los fotógrafos.
“John Szarkowsky explicó al presentar New Documents que, a diferencia de los fotógrafos documentalistas de las décadas del 30 y 40 cuyas fotografías apuntaban a señalar lo que estaba mal en el mundo, estos tres artistas comparten la idea de mirar frontalmente ese mundo, pero sin teorizar acerca de él”, detalla el fotógrafo argentino Alberto Goldestein, quien estará dando una charla magistral en el marco de la muestra. Y completa: “Por mi parte, yo agregaría que Arbus aporta el abandono de las búsquedas estetizantes de la fotografía o pretendidamente artísticas para usarla como registro crudo y directo de lo que simplemente ella ve. Esto marca un uso muy contemporáneo del medio”.
ADORADORES Y DETRACTORES
Como suele suceder cuando de arte se trata, los elogios y las críticas florecen en partes iguales. Mientras muchos artistas veneraban la obra de Arbus, otros se sentían perturbados por sus fotografías o su modus operandi. Norman Mailer sentenció que “entregar una cámara a Diane Arbus es como darle a un bebé una granada”, el escritor Stewart Stern dijo de Arbus que “te hacía sentir que eras la persona más importante del mundo” y muchos decían que incluso llegó a manipular a sus sujetos fotografiados, generando un vínculo demasiado cercano y hasta poco ético en algunas ocasiones.
Susan Sontag fue quizás una de las más cuestionadoras de las fotografías de Diane. En su libro Sobre la fotografía dedica un capítulo entero a hablar de la obra de Arbus, donde la analiza como plagada de depredación, crueldad y voyeurismo: “Su obra es reactiva contra el decoro, contra lo aprobado. Era su manera de decir a la mierda con Vogue, a la mierda con la moda, a la mierda con lo bonito (…) el interés de Arbus en los monstruos expresa un deseo de violar su propia inocencia, de socavar su sensación de privilegio, de aliviar su frustración por sentirse segura”.
Sobre estas críticas, Jeff Rosenheim opina que “parece bastante miope mantener a un fotógrafo a un estándar ético artístico distinto al de un pintor o un cineasta: ¿qué objetivos fueron buscados por Leonardo, Rembrandt, Goya, Bacon o Fellini?”. Lejos de analizar las fotografías como meros “retratos de freaks”, Rosenheim destaca el carácter intimista, sorprendente y obsesivo de esa etapa fotográfica de Diane, donde plantea preguntas existenciales en el sujeto fotografiado que luego se transmiten al espectador.
Alberto Goldestein agrega: “Arbus era una fotógrafa, punto. Hacía lo que tenía que hacer. Todos los artistas hacen a veces cosas insensatas, y también pueden cruzar alguna barrera de lo socialmente bien visto o aceptado. Están para eso. Lo que importa en todo caso es la honestidad con que lo hacen, lo genuino de su acción. Ahí sí puede haber diferencias entre unos y otros”.
TRISTE Y PRONTO FINAL
Hacía pocos meses que Diane había cumplido 48 años cuando, el 26 de julio de 1971, se quitó la vida en la cooperativa de artistas Westebth, en Greenwich Village, donde residía. Tomó una sobredosis de barbitúricos y se cortó las venas de ambas muñecas. Su cuerpo fue encontrado dos días después por el artista Marvin Israel. Diane no dio señales que pudieran evitar la tragedia –en medio de su etapa artística más exitosa– ni tampoco dejó notas.
Muchos fueron los que opinaron de su temprana muerte. Algunos lo asociaban con una depresión congénita heredada de su madre, mientras que otros aducían un declive emocional luego del divorcio definitivo del gran amor de su vida, Allan Arbus. Incluso se llegó a insinuar el trauma de un incesto, tal como plantea la reciente biografía Diane Arbus: retrato de una fotógrafa, escrita por el periodista Arthur Lubow. Allí, Elbow narra que “en los últimos dos años de su vida, Diane visitó a una psiquiatra una vez por semana en un esfuerzo por sobrellevar su depresión. En esas sesiones le reveló que la relación sexual que había comenzado en la adolescencia [con su hermano mayor Howard] nunca había terminado. Dijo que se había acostado con su hermano por última vez cuando él pasó por New York en julio de 1971. Eso fue sólo un par de semanas antes de la muerte de ella".
Un año después de su muerte, fue la primera fotógrafa estadounidense incluida en la Bienal de Venecia y, ese mismo año, el Museo de Arte Moderno de Nueva York organizó una gran retrospectiva que convocó multitudes y cuyo catálogo se convirtió rápidamente en best seller. La obra de Arbus sigue ahondando con fuerza hasta hoy.
Medio siglo después de haber sido realizados, los retratos de Arbus mantienen el mismo impacto en el espectador, generando miedo y asombro ante la crudeza de la raza humana. “Los retratos de Arbus, puntualmente, son el registro de su propia relación con el mundo y la gente: su curiosidad, su fascinación y sus terrores y paranoias. No es lo raro lo que la atrae; de hecho la más rara de todos es ella misma. Su tema es la humanidad –ella misma lo decía– de la que simplemente hace un recorte de una diversidad mucho mayor a la que se acostumbraba a ver”, cuenta Alberto Goldestein.
Respecto de la muestra en el Malba, el fotógrafo argentino agrega: “Hay una alta expectativa. Estamos en una coyuntura en la que la fotografía forma parte importante de las prácticas en el arte contemporáneo, y en medio de una supuesta crisis en virtud de la llamada post fotografía. En este contexto, la obra de una fotógrafa potente, personal, con una mirada cargada de preguntas sin respuestas taxativas, puede interpelar nuestra relación con la imagen fotográfica, sus razones y su estatus como arte. En la fotografía no está todo dicho, ni hay nada que no se pueda volver a decir”.