Hasta el 9 de octubre se podrá ver en el Malba la muestra En el principio, que da cuenta de los primeros pasos de la genial fotógrafa que escandalizó al siglo XX con sus retratos de freaks y su vida por fuera de los márgenes.
Por Daniela Pasik
“Gemelas idénticas” (1967) con vestiditos ídem, que al mirarlas en detalle tienen muchas diferencias. Un gigante judío en casa con sus padres en el Bronx (1970), doblado y apoyado en un bastón, conversa o discute con sus progenitores. El enano mexicano en su habitación de hotel en Nueva York (1970) es sexual, está desnudo, apenas cubierto por una toalla. El niño con granada de mano como juguete en Central Park (1962) tiene la cara crispada, las rodillas sucias y el día es incómodamente soleado.
Esos son algunos de los retratos más míticos de Diane Arbus, están entre los primeros que llegan a la mente de cualquiera que conozca su obra. Y de los que no también. Los reconocen porque los vieron alguna vez y les dejaron alguna huella. Nadie se queda impasible frente a sus imágenes. Ni ella lo hacía. Desde que su marido Allan le regaló la primera cámara a los 18 años hasta que se suicidó a los 48 con una sobredosis de pastillas y cortándose las venas, no paró de trabajar. Así, esa mujer rota hizo de sus rajaduras una obra que cambió la fotografía para siempre.
Y, a partir de que comenzó a trabajar para revistas como Esquire y Harper’s Bazaar, en 1960, con retratos y ensayos fotográficos, fue un escándalo. Provocó miedo. Lo que mostraba era hermoso de otro modo. Todo lo que hacía resultaba interesante. Desde la foto de su padre muerto, en el ataúd, pasando por su autorretrato con el torso desnudo, hasta la mujer tragasables, las discapacitadas mentales en un psiquiátrico de Nueva Jersey y el hombre completamente tatuado llamado Jack Dracula.
El público, la crítica y sus colegas la amaron y odiaron por igual. Richard Avedon la veneraba y Susan Sontag la destrozó en su libro Sobre la fotografía. Lisette Model, su maestra, la ayudó a encontrar su estilo y Norman Mailer dijo que “entregar una cámara a Diane Arbus es como darle una granada a un bebé”. En su primera gran muestra, en 1967, en el MoMA, junto a Lee Friedlander y Garry Winogrand, muchas personas escupían sobre sus fotos y, en 1972, el mismo museo presentó una exposición de su trabajo: el catálogo nunca dejó de imprimirse porque la gente lo sigue comprando. En 1969, le vendió tres fotos a The Metropolitan Museum of Art de Nueva York (MET) a US$ 75 cada una y, en 2015, la del niño con la granada, firmada por ella, se vendió en US$ 785.000.
Diane Arbus veía el mundo con morbosidad casi infantil, inocente y perversa, feliz y triste. Y mostró los trozos de la realidad que suelen estar ocultos. En el principio, que está en el Malba hasta el 9 de octubre, es el inicio del mito que llegó a ser. La exposición, organizada por el MET, hace foco en esos primeros siete años, entre 1956 y 1962, en los que desarrolló los temas centrales que marcaron su carrera y su estilo. Recorrer la muestra es casi como pasear con ella por esa ciudad extrañada, entrar con el Hombre al revés en un hotel de Nueva York (1961), ir al cine a ver Dracula (fue la primera en fotografiar escenas en pantallas), pasear por la morgue, captar el lado monstruoso de lo que podría ser la gente “común”. En su búsqueda se ve lo imperfecto, que se revela cuando Arbus dispara. Como la foto con el taxista y su pasajera recostada atrás, que la miran casi con el mismo gesto. O el niño enfundado en una campera con capucha, que apunta con un arma de juguete a la fotógrafa, y al que mira su foto. Una señora bien, con tapado de piel, sombrerito chic, que viaja en colectivo y tiene un gesto adusto. Otra mujer de clase alta, aún espléndida a pesar de sus años, con collar de perlas y sacón negro, que detuvo su paseo por la avenida. Sus manos, enguantadas, se juntan casi como en un rezo para sostener su cartera. Sabe que la fotografían, pero desvía la mirada. Podría ser su madre, escondida en una anónima encontrada al azar en Nueva York.
EL ORIGEN DE LA TRISTEZA
La madre de Arbus, Gertrude Russek, era la heredera millonaria de una tienda de ropa de lujo en la Quinta Avenida. Se enamoró de David Nemerov, que vestía los maniquíes de la vidriera, y se casó con él aunque su familia se opusiera. Casi como en una novela de Scott Fitzgerald, la pareja se convirtió en un cliché de la Generación Perdida. Mientras él se dedicaba a hacer más dinero, ella languidecía, hermosa y triste, entre eventos sociales y algunos viajes.
Sus tres hijos crecieron un poco solos. Diane, la del medio, era inseparable de su hermano mayor, Howard Nemerov, que de adulto ganó, entre otros premios, el Pulitzer de poesía. Fueron amigos, compañeros, cómplices y, según Arthur Lubow en su libro Diane Arbus: Portrait of a Photographer, amantes desde la adolescencia.
El biógrafo arriesga la hipótesis de que ese incesto se mantuvo siempre, y que una semana antes de que ella se suicidara habían tenido su último encuentro sexual. Pero sería injusto definir a la gran cronista de lo oscuro del siglo XX en una obviedad como la culpa moral.
Sobre la vida sexual de Diane Arbus se dijo y escribió mucho. Que era promiscua, que le gustaba masturbarse con las ventanas abiertas, que su pacto matrimonial era de amor libre, que se terminó contagiando hepatitis, que sus safaris de exploración urbana entre vagabundos y borrachos eran para satisfacer morbos. Pero en qué afecta a la fotografía moderna que revolucionó de cuajo, si la intimidad para ella a veces se relacionaba con seducir al que ponía en la mira. Pero su trabajo aterra, todavía. Fotografió el lado B del mundo y con sus retratos creó una especie de hogar feroz para sus seres diversos. Travestis, enanos, locas, deformes, mutilados, carcomidos, traumados, liberados, lascivos, un ejército de socialmente rechazados que enfrenta a los “normales” con su complicidad. Desde el otro lado de las cosas, se plantan en blanco y negro, casi siempre mirando a cámara, y siendo hermosos en la pesadilla americana. Los freaks que la cautivaron dejan escapar sus secretos para la lente, y para el que mire la foto, si se anima a ver de verdad. La parte del mundo “normal” necesita recalcar que Arbus fue amante del enano latino, y del judío gigante, y que se acostaba con mujeres, y hasta se atreven a insinuar que separarse de su marido la llevó a la locura, cuando en realidad ese fue el inicio de su gran carrera. El propio Allan lo reconoció en una entrevista. “Siempre sentí que nuestra separación la convirtió en fotógrafa […]. Yo no hubiera soportado los lugares a los que iba: me hubiera horrorizado”, dijo.
Se casaron en 1941, cuando Diane tenía 18 años. Se conocieron cuando ella había cumplido 13, porque él trabajaba en la tienda de su familia, que se opuso, en un calco casi inverosímil de la historia de sus padres. Y ella persistió, como su madre. Por más de una década hicieron fotos de moda juntos. Cada día, la esposa estaba más triste, pero quebró el espejo materno cuando decidió salir con una cámara de 35 milímetros, liviana y fácil de manejar, a recorrer su barrio para hacer retratos de una sola toma y con la luz natural disponible.
Esas imágenes, de sus inicios, son una novedad para el público. Arbus, celosísima de su trabajo, las había guardado en cajas, que quedaron ocultas en un rincón del cuarto oscuro que usaba en el sótano de su casa en Greenwich Village. Sus hijas, Doon y Amy, vendieron ese material en 2007 al MET. El tesoro incluye, además de las copias en papel, negativos, cuadernos de notas sobre el terreno, correspondencia y sus diarios. Mucho de eso forma parte de la exposición que está en la Argentina. Algunas frases sueltas de la artista escondidas para el que las pueda encontrar, que son como un susurro que acompaña la recorrida, y cuadros pequeños que invitan a acercarse, que atraen, a los que casi se puede entrar.
De bonus, en la exposición está el porfolio Una caja de diez fotografías, que Arbus produjo entre 1970 y 1971, un proyecto que dejó trunco al suicidarse y que incluye algunas de sus imágenes más famosas. Este círculo cierra con moño la curaduría de Jeff L. Rosenheim, del MET, que pone en juego el principio y el final de una vida, y de un trabajo, a los que invita a mirar como acto creativo. Porque nadie sale intacto de la muestra, que foto a foto lleva al espectador a preguntarse qué tipo de monstruo es.
LA NACION