Diálogo a dos voces
El escritor norteamericano Norman Mailer, de 83 años, tuvo nueve hijos. El menor de ellos, John Buffalo, de 28 y también escritor, mantiene con su padre una estrecha relación. Ambos son autores de un libro, The Big Empty (no publicado en español), un diálogo entre dos generaciones
Norman Mailer, de 83 años, creció en Brooklyn. Su primer libro, Los desnudos y los muertos, fue aclamado por muchos como una de las mejores novelas estadounidenses inspiradas en la Segunda Guerra Mundial. Su nuevo libro, The Castle in the Forest (El castillo en el bosque), será publicado en febrero (ver recuadro). Casado seis veces, el escritor tiene nueve hijos y vive con su esposa, Norris Church Mailer, en Nueva York y en Provincetown, Massachusetts. Su hijo menor, John Buffalo Mailer, de 28 años, es el único nacido de su último matrimonio. Dramaturgo, guionista de cine, actor y periodista, John escribió una novela, The Big Empty, en colaboración con su padre. Su último guión para la pantalla, Blind (Ciego), es producido por Mike Nichols. John vive solo en Brooklyn, Nueva York.
Norman: Justo después de que nació, John parecía mirarnos con curiosidad, como si dijera: “¿Y quién demonios son ustedes?”. Después el obstetra le puso esas infernales gotas en los ojos y empezó a berrear como cualquier bebé recién nacido. Por ser padre de nueve, he tratado de no tener ningún favorito, pero John pone en peligro ese intento. Tengo una relación muy estrecha con todos mis hijos, pero entre nosotros dos es extraestrecha. En cierta manera, John ha sido hijo único. Por otra parte, es miembro de una gran familia, aunque los otros son mucho mayores. Ha tenido esa rara ventaja de la insularidad, típica del hijo único, así como la sofisticación social de alguien que ha crecido en una familia numerosa. Como tuve nueve hijos, siempre fui displicente respecto de las reuniones de padres, así que nunca fui a ninguna. Fui un padre egoísta, pero nunca estuve en guerra con mis hijos. Nunca hubo una disputa tan grande como para que recuerde haberme ido a la cama furioso con alguno de ellos. Puedo ser feroz, pero espero no haber sido un padre aterrador.
Criamos a John con gran ternura. Tiene un carácter fuerte, pero también tiene esa hermosa mezcla de ser al mismo tiempo duro y compasivo. Su madre, Norris, es incapaz de ser estricta y severa. Tiene un don extraordinario para los niños. Es una mujer notable que procede de una familia de agricultores de Arkansas y está colmada de seguridad y autoconfianza. John también tiene eso. No se pone nervioso con un proyecto, sino que es realista y sabe muy bien si será difícil o no. Si se le presenta algo, siempre supone que puede hacerlo. Eso le viene de su madre. Norris ha sido modelo, actriz del Actors Studio y ha escrito una novela. Nos conocimos en una fiesta, en una oportunidad en que me habían invitado a dar una charla en Arkansas. En ese momento yo tenía siete hijos. Norris enseñaba arte en la escuela secundaria, tenía 20 o 30 adolescentes bravucones en su clase, en Russellville.
Para ella, siete hijos era algo fácil, y creó una verdadera familia para nosotros... Fue la primera vez que mis hijos tuvieron la experiencia de un hogar estable. John creció en una típica familia de artistas en la que todos teníamos grandes conversaciones durante las comidas con amigos. Pero no ofrecíamos cenas elegantes... Siempre le dejé eso a la gente que nos invitaba al Upper East Side. Tengo una regla inalterable para la escritura, y se la pasé a John. Pase lo que pase, uno tiene que seguir escribiendo. Hay que hacer un pacto con el propio inconsciente, comprometiéndose a escribir todos los días. John ha encontrado su propia voz. Trabaja más rápido que yo, y ésa es la marca del buen dramaturgo. Yo he estado escribiendo durante 65 años, pero él me ha superado como dramaturgo y guionista cinematográfico. Yo tengo talento para el diálogo, pero el de John es enorme. Tiene oído para captar la manera en que habla la gente, así como hay gente que tiene oído para la música. Aprende rápido y no le interesan las críticas que puedan herir su vanidad. He sido muy duro con él. Casi todos los escritores, especialmente los jóvenes, son demasiado delicados y se resienten con las críticas. Pero con John nunca ha ocurrido eso.
El libro que escribimos juntos –The Big Empty, un diálogo entre dos generaciones–, fue idea suya. Yo estaba en contra de escribirlo porque pensé que a la gente no le interesaría. No lo habría hecho de no estar tan cerca de
John y tan cómodo trabajando con él. Yo corregí y él corrigió, pero yo era el que estaba al mando. Lo escribimos en Provincetown, en Cape Cod, un lugar que visité por primera vez hace 60 años. Ahora paso allí la mayoría del tiempo. El aire de Provincetown es mejor que el de Nueva York. A mi edad, uno empieza a tomar en cuenta la respiración.
El libro no cambiará la historia del mundo, pero hacerlo me gustó más de lo que pensaba. Mi generación vivió durante la Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Fueron hitos en nuestras vidas que nos dieron cosas en común.
La generación de John carece de esos hitos, así que yo diría que vive con una extraña sensación de amenaza y una ansiedad constante. Someter a juicio a Saddam Hussein no es lo mismo que luchar contra Hitler.
El éxito que tuve a los 25 años es completamente opuesto al que John está experimentando ahora. Todavía no ha pasado por ese gran avance. Cuando se publicó mi primer libro, Los desnudos y los muertos, para mí fue como si hubiera salido disparado de un cañón. Mi vida cambió de un día para el otro. Estaba en París, en la Sorbona, con la que era mi esposa entonces, Beatrice, y con mi hermana. Fui a la oficina de American Express y leí el titular de un periódico que decía que mi libro era un best seller. Fue un enorme shock y algo maravilloso de ver. De cualquier manera me había convertido en una celebridad.
Todo lo que deseo para John es que su optimismo no se frustre. Soy suficientemente vanidoso como para no quedarme sin dormir por la posibilidad de que algún día la gente se refiera a mí como el padre de John Mailer, en vez de calificarlo a él como el hijo de Norman Mailer.
John: Para el momento en que vine al mundo, creo que papá estaba más dispuesto que nunca a disfrutar de su paternidad. Como hijo de una amorosa pareja que ha durado ya 30 años, tuve una dinámica familiar absolutamente diferente de la que tuvieron mis hermanos y hermanas.
Era una base muy segura. No tuve la misma clase de formación física que los otros, como jugar a la pelota, pero creo que todos ellos están de acuerdo en que en muchos aspectos yo tuve lo mejor de mi padre. Sigue siendo salvaje –y cada día un poco más–, pero también se ha suavizado.
Recibí una obscena cantidad de amor. Tenía 21 años y medio cuando mis padres se casaron. Yo no dejaba de preguntarles cuándo pensaban cortar la torta de bodas. Hasta que se casaron, para horror de mis abuelos bautistas mamá y papá habían vivido en pecado. Pero finalmente mis abuelos superaron su temor a lo que pensaría la gente.
Cuando tenía 21 años, tuve un shock que me despertó de esa niñez idílica. Mi mamá tuvo cáncer, pero ahora está bien. Después papá pasó por una operación. Así que los últimos años han estado llenos de altibajos extremos, y de repente me tocó el rol de cuidar de nuestros padres y de darme cuenta de lo que significa ser adulto. Mi definición de la situación en que uno se convierte en adulto no depende de los años, sino del momento en el que uno se hace responsable de la vida de otro. Es duro ver cómo papá se vuelve cada vez más frágil. Pero a pesar de su sordera todavía es un orador magistral que puede conmover a una audiencia. Su mente probablemente sea ahora más aguda que nunca. Pero sus rodillas no están tan bien, así que es mucho más feliz en Provincetown que en su departamento de Brooklyn, donde tiene que subir cuatro pisos por escalera. Nueva York es una ciudad dura para un octogenario.
Uno siempre sabía que no había que molestar a papá cuando estaba escribiendo, y todavía sigue teniendo una ética laboral que muy pocos tienen. Toma la escritura como un empleo común, de nueve a cinco... es como si cada día marcara tarjeta para un empleo. Yo heredé eso. Pero papá es lo opuesto de un tecnócrata. Ni siquiera sabe cómo encender una computadora. Entiendo por qué no ha adoptado la tecnología, sin embargo. Aborrezco los teléfonos celulares y la manera en que mi generación está obsesionada por estar conectada permanentemente.
La parte negativa de tener por padre a Norman Mailer era que a veces aparecía de repente gente rara en la casa cuando mamá y yo estábamos solos. Los mejores eran lunáticos inofensivos, pero supongo que cuando un escritor ofende a la gente tan profunda y visceralmente como lo ha hecho mi padre, eso es lo que se consigue a cambio. Cuando tenía 18 años estaba en un tren leyendo El cazador oculto. La mujer que viajaba en el asiento de al lado empezó a hablar de J. D. Salinger diciendo que le gustaría que no hubiera dejado de escribir. Dije que estaba de acuerdo, y después le pregunté qué opinaba de Norman Mailer. “No me gusta”, dijo. Y cuando respondí: “Es mi padre”, ella replicó: “No me gusta tu padre”. Y yo le dije: “Bueno, a mí no me gusta su madre”.
Casi todo lo que escribe papá tiene que ver con los Estados Unidos y la condición humana. Hablar con él de lo que tiene en mente es fantástico. Siempre me ha incluido. Somos una familia que siempre ha comido junta, con tres, cuatro o cinco hermanos en cualquier momento. Y siempre me incluían en conversaciones con autores como Hunter S. Thompson y Richard Stratton, que es el único experto estatal y federal en el área de violencia y cultura carcelaria. A todos nos estimulaban a participar, pero si uno hablaba en la mesa de la cena de mi padre, mejor que tuviera algo que decir. Me han bajado los humos varias veces. Pero está bien. Como contrincantes verbales, mis padres se divertían mucho. Las bromas y las réplicas iban y venían... Solían ser tan agudas que todo el mundo quedaba extasiado. Ellos se entienden mejor entre sí que con cualquier otro. En una cena estábamos hablando de Dios. Mi padre dijo: “Cuando se trata de Dios, no hay buenas respuestas, sólo buenas preguntas”. Papá es una persona muy espiritual. Nació como judío, pero nunca suscribió a ningún dogma ni se relacionó con ninguna religión. Cree que Dios es un artista que hace lo mejor que puede, sea El o Ella.
Si acudo a mi padre con algún problema, sé que no me dirá lo que yo quiero escuchar. Es, por lejos, el crítico más duro que cualquiera de nosotros puede encontrar. Siempre te hace saber cuando no estás a la altura. No mima ni consiente. Al mismo tiempo, cuando te dice que has hecho algo bien uno puede creerle totalmente. Cuando trabajábamos en el libro pensé que cuando tenga hijos me gustará decirles: “Miren, éste es su abuelo, y de esto hablábamos en 2005 y 2006”.
Uno de los mejores consejos que papá me dio con respecto a la escritura es aprender a decir algo de una sola vez. Y cuando tenía 17 años solía darme consignas de trabajo para enseñarme a darle fuerza y tensión a cada oración. Ahora, me aconseja casi siempre sobre la estructura, la narración dramática y la trama de una historia. Me dejó leer lo que estaba escribiendo desde que yo tenía 19 años. Su nuevo libro, The Castle in the Forest, me parece lo mejor que ha escrito. El tema es dinamita.
Los escritores de la generación de mi padre estaban obsesionados por quién de ellos era el mejor. Para mi generación, parece como si fuéramos un equipo que trata de abrirse paso. La gente joven siempre se ha relacionado bien con papá, porque él nunca abandonó. Creo que papá ha sido, por lejos, un padre extraordinario. Es más duro consigo mismo que con los demás, pero supongo que debe de saber que su obra es muy apreciada. Espero que sepa hasta qué punto es una obra necesaria. Y el Nobel tampoco estaría mal.
(Traducción: Mirta Rosenberg)