En el cuarto piso de una de las mansiones francesas más elegantes de la ciudad de Buenos Aires, ubicada en la calle Azcuénaga casi Avenida del Libertador, en Recoleta, tres personas miran absortas la pantalla de sus computadoras. Son las 13.30 de un jueves caluroso y afuera el sol es un filo que lastima, pero adentro la luz entra gentil por las ventanas de vidrio esmerilado. Los tres están sentados en sillas giratorias negras, cada uno en un escritorio de madera. Más allá, hay mesas sobre las que se apoyan decenas de diccionarios: distintas ediciones de la Real Academia Española, del diccionario de la Ortografía, del de la Nueva Gramática. Sobre cada escritorio las cosas se repiten: un lapicero con biromes y resaltadores, un vaso con agua, un pote de alcohol en gel, un celular. Y, en uno de ellos, un objeto en peligro de extinción: un teléfono fijo. Las tres personas teclean concentradas. No hay música. No hay voces. Están sumidos en un silencio matizado apenas por el sonido monótono de un ventilador de techo, hasta que la tarde se interrumpe: el teléfono fijo suena.
–Empezó la acción –exclama Pedro Rodríguez Pagani, un licenciado en Letras de la UBA y lexicógrafo que promedia los 40 años, usa pantalón de vestir y anteojos culo de botella, cuando escucha retumbar la campana de llamada.
En el escritorio ubicado detrás de él está Josefina Raffo,una mujer rubia de voz suave, también egresada de Letras y lexicógrafa, que atiende el teléfono.
–Academia Argentina de Letras, buenas tardes –dice, queda en pausa unos segundos, luego advierte–. No, no, "haz" es con zeta –vuelve a quedar en silencio mientras busca en su computadora y después agrega–. Sí, acá la encontré, le voy a leer la definición, que es un poco literal: "Partículas o rayos luminosos de un mismo origen". No, no es molestia, para nada. Hasta luego.
En el Servicio de Consultas Idiomáticas de la Academia Argentina de Letras, un equipo de lexicógrafos se dedica a despejar dudas ortográficas de los usuarios y a incorporar vocablos argentinos al diccionario.
Durante las próximas cinco horas, Josefina Raffo responderá las consultas de quienes llamen, que preguntarán cosas como: ¿"Valles Calchaquíes" va con mayúscula solo en valles, o en valles y en calchaquíes?, ¿"solo" va con o sin tilde?, ¿los cargos de los funcionarios públicos se escriben con mayúscula?, ¿se dice "primer orina" o "primera orina"?
En total, entre las que recibe al (011) 48022408/7508 interno 4 y las que llegan por mail, responde entre cuatro y 20 consultas por día. Quienes llaman son desde publicistas, traductores, escritores, correctores, miembros de organismos públicos, docentes, alumnos hasta padres que ayudan a sus hijos con la tarea. La principal consigna de este lugar es resolver cualquier intríngulis idiomático que se presente. Hacerlo, para quienes trabajan en esta oficina, es toda una aventura.
–Hace un tiempo fue graciosísimo porque nos preguntaron por qué en español se usan los signos de interrogación de apertura. Yo no sabía que la única lengua que los usa es la nuestra, y el resto solo usa el de cierre –relata Josefina y gira levemente su silla de lado a lado–. Hicimos una tarea un poco de espionaje, porque eso hacemos acá, y dimos con un decreto de la RAE viejísimo que instituyó el uso del signo de interrogación de apertura. Después escribimos una columna sobre eso para la página web de la Academia. A nosotros todo esto nos divierte mucho.
Cuando el Servicio de Consultas Idiomáticas, que depende del Departamento de Investigaciones Lingüísticas y Filológicas (DILyF) de la Academia Argentina de Letras, comenzó a funcionar, hace 30 años, la tarea tenía más que ver con el bricolaje que con el lenguaje. Los lexicógrafos revisaban los diarios de la época y, cuando encontraban que una palabra se usaba de manera interesante, recortaban la noticia con tijera y la pegaban con plasticola en hojas de carpeta que luego guardaban para tener como referencia. Hoy, esas hojas se atesoran en un enorme fichero de madera que se exhibe, como una reliquia, en una habitación contigua.
El rubro se volvió una tarea mucho menos artesanal con la llegada de internet: ahora los lexicógrafos buscan referencias en diccionarios en línea y "corpus" electrónicos, que son recopilaciones de documentos, textos de prensa, científicos y de otras fuentes, donde pueden chequear al instante cómo se usan las palabras de las que les llegan consultas de distintos países y en qué contextos son utilizadas. María Sol Portaluppi, una chica rubia y pequeña que aparenta menos edad –tiene 34–, trabaja acá desde hace siete años y se dedica, sobre todo, al armado de esos corpus.
–Mi primera tarea fue pasar el Diccionario del habla de los argentinos del archivo de word al software del corpus –comenta–. Me terminé aprendiendo el diccionario de memoria.
La tecnología avanzó, pero las máquinas no reemplazan a las personas. Cada tanto, hay casos que los obligan a pensar más allá de cualquier diccionario. Uno de esos casos surgió hace cinco años, cuando les llegó por primera vez a la casilla de correo una duda que en ese entonces les pareció rarísima: alguien pedía corroborar cuál era la mejor alternativa para reemplazar el masculino genérico. "¿Conviene usar el signo arroba?, ¿la letra x?, ¿la letra e?", inquiría el consultante. "Tal como indica la RAE –contestó Josefina en aquel tiempo, casi de forma automática–, el masculino gramatical funciona en nuestra lengua (español), como en otras, como término inclusivo para aludir a colectivos mixtos".
El fenómeno del lenguaje inclusivo era tan incipiente que la duda quedó navegando en la incertidumbre como un mensaje que se arroja al mar dentro de una botella. Pero persistió, como persisten las moscas, y a comienzos del 2018 pasó del exotismo al disco rayado: la consulta sobre el uso del lenguaje inclusivo volvía a llegar a la casilla de correo una y otra vez. Y la respuesta políticamente correcta comenzó a incomodar a los propios trabajadores del Servicio de Consultas Idiomáticas, que empezaron a verse envueltos en acalorados debates alrededor del tema en su oficina del cuarto piso. Debates que terminarían en un documento que redactó Santiago Kalinowski, lexicógrafo, lingüista y director del área desde 2014, titulado La lengua en el centro de un debate social: el caso del lenguaje inclusivo, que sería una pequeña revolución hacia adentro y hacia afuera de la Academia Argentina de Letras.
Incluir el inclusivo
El despacho de Santiago es un ambiente alfombrado, contiguo a la oficina de los tres lexicógrafos, con una ventana que ahora está abierta y por la que entra una brisa apacible. Ya son más de las cuatro de la tarde de este jueves. Santiago llegó hace unos días de Resistencia, donde lo invitaron a dar una charla sobre lenguaje inclusivo. Ahora se levanta de su escritorio, que está abarrotado de papeles, y agarra el termo y el mate. Es muy alto y delgado, tiene 45 años, la barba y el pelo entrecanos.
–Cuando decidí redactar ese documento, la gente estaba muy angustiada, muy perpleja, no entendía bien para dónde agarrar con el tema –recuerda, y su voz gruesa se impone en el silencioso ambiente de la DILyF. Ceba un mate y lo ofrece–. Yo sentí que era necesario que alguien describiera el fenómeno. Muchos se enojaron por eso. A veces, se toma el rol de las Academias de Letras como un lugar de imposición, autoritario, como que acá se cocina el uso de cierto lenguaje. Nosotros quisimos decir lo que nos pareció, algo medianamente objetivo, sin decir qué es lo que tiene que hacer o dejar de hacer el hablante respecto del lenguaje inclusivo.
Entre otras cosas, ese escrito, que se puede leer en la página web de la Academia Argentina de Letras, dice: "Las distintas propuestas (el desdoblamiento, la @, la x, la e) son recursos de intervención del discurso público que persiguen el fin de denunciar y poner en evidencia las desigualdades entre el hombre y la mujer en nuestra sociedad". El documento deja sentada por primera vez una postura pública sobre el uso del lenguaje inclusivo diferente a la de la RAE, que rechaza su uso: explica que la necesidad de agregar el femenino no es de orden gramatical, sino político. Que la lengua es una herramienta para modificar la realidad, y que en ese sentido, el lenguaje inclusivo se usa para denunciar la desigualdad social, que es una necesidad comunicativa de muchos hablantes. Aunque en el final, ensayando sobre la posibilidad de que la lengua se termine transformando y se extienda el uso del lenguaje inclusivo, no se arriesga demasiado: "Nadie sabe cómo evolucionará la lengua en el futuro –asegura–. La última palabra la tendrán los 500 millones de hablantes de español del mundo".
El documento que redactó por Santiago Kalinowski deja sentada por primera vez una postura pública sobre el uso del lenguaje inclusivo diferente a la de la RAE, que rechaza su uso: explica que la necesidad de agregar el femenino no es de orden gramatical, sino político.
–Yo no lo uso mucho –dice Santiago–. Usarlo sería promover su uso, inevitablemente, y no considero que nuestro rol sea promoverlo, sino apenas enunciarlo. Es analizar y decir lo más objetivamente qué está pasando. Como lexicógrafo no estoy de acuerdo ni con promoverlo ni con descalificarlo.
Vuelvo a la oficina de los tres lexicógrafos mientras me pregunto si es posible enunciar algo sin tener una postura al respecto. ¿Existe cierta lengua neutral, objetiva, a través de la cual se pueda describir algo sin tomar partido?
Radar vigila
Son las seis de la tarde y falta poco para que termine la jornada laboral, pero aquí todos permanecen trabajando en silencio. Pedro mira concentrado la pantalla de su computadora. Está haciendo lo que más le divierte: definir palabras. Es una de las principales tareas de la DILyF, además de atender las consultas idiomáticas: buscar vocablos del habla coloquial argentino y definirlos para que luego sean incorporados al Diccionario de la lengua de la Argentina, que se actualiza al sumar nuevas palabras cada cierta cantidad de años. La última edición, publicada por Colihue, salió en julio del año pasado. ¿Cómo aparecen las nuevas palabras? A través de un convenio que comenzó en 2016, la DILyF se asoció al Laboratorio de Inteligencia Artificial Aplicada de la UBA, y un grupo de expertos en informática desarrolló tecnologías de detección y estadísticas de las palabras coloquiales que son más utilizadas en la red social Twitter en las diferentes regiones del país. Desde entonces, los informáticos les pasan listados de palabras y ellos las analizan.
–A mí, a veces me pasa que me quedo enganchado con una dificultad en una definición y de repente me despierto a las tres de la mañana y se me viene eso a la cabeza –dice Pedro–. Es porque me encanta. Además, trabajando acá tenés el radar siempre encendido para detectar palabras nuevas.
Todos los que trabajan en la DILyF comparten la misma deformación profesional: cuando escuchan una palabra que no conocían –puede suceder en la calle, en una fiesta, mirando una película–, la anotan, para no olvidarla, y después la buscan. Como la palabra oriunda del noroeste argentino que descubrió Sol una tarde en la que fue a la panadería con su novio. Cuando entró al negocio, escuchó que un comprador le estaba comentando al panadero que había nacido en Jujuy, y que allí estaba lleno de "chipacerías". Sol paró la oreja. ¿Chipacerías? Jamás había escuchado algo así. Intuyó que se refería a lugares específicos dedicados al expendio de chipá. Como temía olvidarla y no había salido de su casa con el celular, le pidió a su novio que le enviara esa palabra escrita en un mensaje de texto. Al día siguiente llegó a la oficina eufórica y se abocó a lo suyo: buscó referencias del uso de la palabra en diarios y en libros de literatura para tener de ejemplos, escribió su definición y la llevó a la comisión "Habla de los argentinos".
–Y lo logré: este año hice que entrara al diccionario la palabra "chipacero" –dice Sol y sonríe.
La comisión "Habla de los argentinos" se reúne un jueves al mes y funciona como una especie de tribunal del lenguaje coloquial: está conformada por miembros del cuerpo académico de la Academia Argentina de Letras, que aprueban o desaprueban la inclusión de los nuevos vocablos propuestos para el diccionario. Los integrantes de la DILyF les presentan unas 25 palabras al mes.
–Jamás nos bocharon un término –acota Santiago con su vozarrón, desde su despacho.
Pedro, desde su escritorio, asiente, pero el gesto de su cara, de pronto, pasa de la alegría a la desilusión. Acaba de acordarse que a uno de los últimos términos que presentaron no le fue tan bien como esperaban y todavía está en revisión: es la palabra "bollo". Ellos habían investigado el término, llegaron a saber que es una palabra del repertorio léxico del norte del país, y encontraron, incluso, una foto del diario El Tribuno, de Salta, en la que se veía a una mujer con rasgos indígenas sobre una bicicleta con una canasta con panes achatados y un cartel que decía "bollos". Por eso, Pedro no dudó en definirlo como "pan de forma circular y achatada". Pero cuando presentaron la palabra en la comisión "Habla de los argentinos", alguien del cuerpo académico les discutió que "a veces puede no ser achatado", y como prueba de ello, les llevó dos panes distintos comprados en puestos callejeros bajo el rótulo de "bollos".
–Después de la discusión, subimos los panes y nos los comimos –dice Pedro–. Se resolvió escribirle a un académico correspondiente, que vive en el norte, para que dijera qué pensaba de la palabra.
Algunas de las palabras que incorporaron al último diccionario, antes del paso por la comisión "Habla de los argentinos", fueron: "culotte" (bombacha que tapa las nalgas), "manso" (una palabra que intensifica las cualidades del sustantivo que modifica), "lomo" (como sinónimo de buen cuerpo), "mafalda" (como se llama, en lugares de Córdoba, a la medialuna rellena con jamón y queso), "chongo" y "chonga", "desaparecido" (categoría que abarca desde el 76 hasta el 83). También sumaron la exótica "ah re".
–Esa me costó entenderla, pero después, hablando con gente más joven, me di cuenta de que las usan desde hace como 10 años –advierte Santiago antes de saludar e irse. La jornada laboral está llegando a su fin y la oficina sigue en silencio–. Nuestra hipótesis es que es una palabra que llegó para perdurar en el tiempo, por eso la incorporamos.
Los trabajadores apagan sus computadoras, cierran la oficina y toman el ascensor que los lleva desde el cuarto piso hasta la calle. Se saludan y cada uno toma un rumbo diferente. Ninguno de ellos sabe con qué palabras desconocidas puede llegar a cruzarse en el camino de vuelta a casa.