El 15 de enero de 1944, hace 80 años, Gloria Azuri, Analía Clevers y Lilia Aguirre vieron cómo un terremoto de 7,4 grados en la escala de Richter destruyó su ciudad y dejó un saldo de 10 mil muertos
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No se conocían cuando se derrumbó San Juan. Eran muy chicas: la mayor tenía apenas 7 años. Sin embargo, las tres recuerdan con precisión qué estaban haciendo cuando comenzó a temblar. Hay imágenes que se repiten en sus relatos: las casas destruidas, la búsqueda frenética de sobrevivientes y un camión que recorre la ciudad recolectando cadáveres. Coinciden, también, en que fue el episodio más traumático de sus vidas.
Si bien pasaron 80 años desde el terremoto más terrible que recuerde Argentina, que destruyó la mayor parte de los edificios de San Juan y dejó un saldo de 10 mil muertos, Gloria Azuri (83), Analía Clevers (87) y Lilia Aguirre (85), docentes jubiladas y amigas, lo evocan como si hubiese ocurrido ayer.
El 15 de enero de 1944, a las 20.52 horas, San Juan comenzó a temblar. El epicentro se produjo a 20 kilómetros al norte de la capital, en el departamento Albardón, y alcanzó los 7,4 grados en la escala de Richter. En pocos segundos, la ciudad -de 80 mil habitantes- se derrumbó. La mayor parte de los edificios quedó en el piso.
Las tres chicas vivían en barrios diferentes. Pero, aquella noche calurosa y aparentemente apacible, las tres jugaban en la vereda.
“Un espanto, no lo voy a olvidar jamás”
Gloria, que vivía en el distrito Trinidad y había celebrado su cumpleaños número 4 el día anterior, les mostraba a sus vecinas los juguetes que había recibido. “De repente comenzó a temblar -recuerda-. Doña Teresa Amores, la mamá de mis vecinas, a quien le debo mi vida, nos lanzó con fuerza hacia la calle. En eso llegó mi madre corriendo a buscarme con mi hermanita en brazos”.
Gloria tiene todavía flashes en su cabeza que jamás pudo borrar. Si bien su casa solo resultó agrietada, jamás pudieron volver a habitarla. Pero hay una imagen que evoca con horror: “En medio de semejante desolación, vimos pasar un camión que trasladaba a una masa de cuerpos, una pila de muertos, para realizar el conteo en la comisaría. Entre los cuerpos vi a una madre con su hijo en el pecho y su brazo colgando... Un espanto. No lo olvidé en 80 años, no lo voy a olvidar jamás”, insiste.
La tragedia también golpeó a su familia. Durante el terremoto, Gloria perdió a sus tíos y a un primo de 4 años, que esa noche asistieron a la boda de Miguel Serrano y Francisca Sánchez en la iglesia de Concepción. El templo no resistió el temblor y los cuerpos de sus familiares aparecieron entre los escombros, junto a los cadáveres de los novios, los padrinos y el sacerdote.
“Vi cómo tomaban de los pies el cuerpo de mi vecina para arrojarla a un camión con otros muertos”
Analía tenía 7 años. Vivía en el distrito Concepción con su familia numerosa. Cuando empezó a temblar estaba en la vereda, sobre una hamaca, jugando con la muñeca que le habían dejado los Reyes a su vecina.
Lo relata así: “En pocos segundos no quedó nadie en las viviendas, que en su mayoría eran de adobe, con puertas y ventanas altas, techos de barro y paja. Solo había dos casas de material en mi barrio. Estábamos todos en la calle. Yo me preguntaba qué sucedía, no entendía por qué tanto alboroto. La gente salió desesperada y a los gritos. Había mucho llanto. Cierro los ojos y veo la escena como una película: mi papá que llega corriendo a rescatarme, me abraza y me saca de la sillita en la que me estaba hamacando, muy cerquita de mi amiga”.
En poco tiempo, de la manera más brutal, Analía comenzó a percibir el horror que estaba viviendo. Enseguida se enteró que otra vecina, una niña de su edad, resultó aplastada por uno de los tantos derrumbes. También le contaron que la familia de la esquina, que vivía en una casa precaria, nunca pudo salir de aquella trampa mortal.
“A primera vista, eso fue lo más terrible. Pero después llegaron las réplicas y se renovaban los gritos. Se vivía una gran desesperación por los siguientes temblores”, completa.
“Circular era un caos. Yo también guardo en mi cabeza a ese camión que pasaba con los fallecidos que iban retirando por las calles. Incluso vi cómo los apilaban y hasta cómo tomaban de los pies a mi vecina para arrojarla al vehículo”, recuerda Analía.
En medio del espanto, también apareció la solidaridad. Dice que los vecinos se ayudaban unos a otros con agua, velas, víveres y hasta alojamiento. “Migraron cientos de miles de sanjuaninos y muchos nunca regresaron. Otros lo hicieron recién cuando las aguas se calmaron”, reflexiona.
“El suelo se ondulaba como una víbora”
Lilia tenía 5 años cuando comenzó a temblar. Vivía en Santa Lucía y también jugaba con las chicas del barrio bajo la mirada atenta de su mamá, que sostenía a su hermana en brazos. Dice que lo primero que sintió fue un viento fuerte.
Rememora: “Un temporal de viento y tierra... y el suelo que empezaba a ondularse como una víbora. En mi inocencia no sabía qué ocurría, solo veía caer las casas vecinas. Mi abuelo, ya muy anciano, quedó atrapado en la habitación. Tenía una pierna inmovilizada y recuerdo el pánico de mi mamá, que no sabía cómo auxiliarlo. Aún con la tierra en movimiento pudieron retirarlo del fondo de la casa en medio de los lamentos y los gritos desgarradores. Comenzaba a oscurecer”, rememora.
El día después: ruinas y pestes
De a poco, todas las familias de San Juan comenzaron a edificar refugios sobre las calles. El padre de Analía, que era albañil, construyó un galpón que pudiera albergar a sus siete hijos. Su casa estaba en peligro de derrumbe. “Pero entrábamos para ir al baño y salíamos volando. En las condiciones que vivimos después del terremoto, la falta de higiene era total. Así comenzaron a llegar las pestes, los piojos, la sarna…”, enumera.
La familia de Lilia se instaló en las afueras de la ciudad, en una finca. Durante meses durmieron bajo parrales o techos improvisados con carpas y lonas. “Las lluvias y las tormentas siguieron por varios días. Las réplicas continuaban con distinta intensidad y el habernos radicado en una zona alejada a la ciudad evitó que viéramos las ruinas y más muertes”, repasa.
La reconstrucción de San Juan, de sus barrios, de cada cuadra, de sus hogares, resultó un proceso largo y doloroso. Todo, en un principio, era de caña y barro.
Los padres de Gloria construyeron un refugio de adobe y caña en la plaza del barrio. Luego recibieron “una casilla de emergencia”. Más tarde, en un terreno, también frente a la plaza de Trinidad, su papá levantó (con sus propias manos) una vivienda resistente a los sismos. “Y hermosa”, describe Gloria. Fue recién en 1950 y gracias a un préstamo hipotecario accesible para muchos.
Analía sigue con el recuerdo crudo e intacto: “Comenzó a llegar ayuda de Buenos Aires en trenes, pero había inconvenientes. Es una historia que se repite en nuestro país... Las cosas que llegaban, la ayuda del Estado y las donaciones, no eran distribuidas de manera equitativa. Mi padre se enojaba mucho porque éramos nueve y lo que nos tocaba nunca resultaba suficiente”.
También se había conformado un organismo para comenzar a reconstruir San Juan. “Recuerdo a una autoridad de apellido Carreras, un militar encargado de dirigir las tareas y poner en línea las nuevas casas para la ciudad. San Juan renació de los escombros y quedó tal como es hoy, una ciudad linda y moderna a pesar de otros terremotos, como los de 1952 y el de 1977. Este último fue terrible, aunque hubo menos muertos por las construcciones más fuertes”, advierte.
Y recuerda especialmente el regreso de los chicos a las aulas: “No sé bien cómo fue que se logró, pero el ciclo lectivo se retomó en marzo en galpones improvisados. Jamás hubo días sin clases y así, en condiciones caseras, estuvimos mucho tiempo”, agrega.
Las tres sobrevivientes recuerdan también las pestes que aparecieron y que no distinguían ricos de pobres. “Había que seguir como mejor se pudiera. Todo lo que vino después es comparable a una posguerra”, insiste Analía.
La vida entre la docencia, los hijos y los nietos
Las tres sobrevivientes son viudas y abuelas joviales que saben disfrutar de esta etapa de la vida.
Gloria, que nació el 14 de enero de 1940, se casó con Juan Salvo y tuvo tres hijos. Es una abuela orgullosa de nueve nietos: “Dediqué mi vida a la docencia y a la familia, trabajando en zonas rurales, a veces con dos cargos para poder afrontar los gastos de la casa. Seguí capacitándome para lograr cargos directivos y en 2000 me jubilé como directora de dos colegios”, relata. Profundamente creyente, concluye: “Vivo plena de actividades que me vitalizan y reconfortan, alabando al Señor por todo lo que me dio”.
Lilia, nacida el 14 de octubre de 1938, ejerció la docencia por 30 años. Durante mucho tiempo estuvo radicada en Quilmes, donde se casó con su esposo sanjuanino, Domingo Pantano. Tuvo tres hijos y volvieron a San Juan. Es abuela de cinco nietos y asegura que su provincia es “bella y pujante”.
Analía Clevers llegó al mundo el 5 de agosto 1936 y a sus 87 años sorprende con su memoria. “Elegí la docencia junto a mis dos hermanas y me jubilé en 1989. De siete hermanos solo quedamos tres mujeres”, cuenta. Estuvo casada durante 50 largos años y tuvo dos hijos, uno de ellos fallecido, y cuatro nietos.
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