Medianoche en Buenos Aires. un auto se detiene en las puertas de la estación Retiro. El chofer desciende, abre la puerta y asoma la hermosa pierna de una mujer, que camina apresuradamente hacia el hall de la estación. En la soledad de la noche y envuelta en el vapor de la máquina del tren que acaba de llegar, la mujer con tapado de visón y esmeraldas y brillantes en sus manos camina por el andén y trata de ver en las ventanillas que pasan como cuadros de celuloide, a los amigos que está esperando. Un hombre se acerca y exclama: "¡Tita Merello! ¿Qué hace acá, a quién espera?". " A dos amigos actores que vienen de gira desde Bolivia", contesta la estrella.
Cuando el joven matrimonio baja del tren, los tres se abrazan y Tita ordena al chofer: "Antes de llevarlos a dormir, les mostramos un poco de Buenos Aires". El auto recorre Corrientes "la calle que nunca duerme". Las anécdotas del reencuentro se entremezclan con palabras de admiración por lo que ven: los cafés y las librerías abiertas de madrugada; la gente en las calles, los hombres de traje y sombrero, y hasta vidrieras, que en lugar de exhibir ropa, exhiben costillares al asador. Cuando la Merello los deja en el departamento de la Avenida Córdoba que les había alquilado, tratan de dormirse a pesar de la excitación y antes de apagar la luz a las cuatro de la mañana, ella le dice: "Te quiero, Pepe". Él responde: "Te quiero, Ana". Minutos después, en la oscuridad, ella murmura: "De acá no me voy más".
Corría el año 1950. Se enamoró de la Argentina y nosotros de ella. Y no se fue nunca más. En los más de 50 años que duró el romance, no nos dio disgustos como muchos políticos; no tuvo decadencia como muchos deportistas; no se valió de escándalos para mantener su fama… Simplemente nos brindó a los argentinos algo que no tiene precio: felicidad y risas. Y cuando alguien pasa por la vida dejando solo huellas positivas, al recordar su nombre se nos dibuja una sonrisa en los labios y en el alma, como nos pasa cada vez que escuchamos tu nombre, inolvidable Ana María Campoy.
La niña de sus ojos
Sus padres estaban haciendo Hamlet en gira por Colombia, cuando ella nació. La madre hacía una Ofelia con panza de 9 meses y el público lo aceptaba, porque los actores no podían dejar de trabajar, ni dejar de tener hijos. Una noche tuvo las primeras contracciones en escena y al terminar la función la llevaron a un barco japonés que había encallado en Colombia, donde ellos vivían gratis.
"Como le encantaba el escolazo, mientras esperaba el nacimiento, armó una partidita de póker con los actores y marineros. Y a pesar de que las contracciones eran fuertísimas, como iba ganando, no quería parar. Hasta que en un full de ases le di tal patada que agarró el pozo y les dijo a los demás: ‘Por favor, salir un momento que ahora tengo que parir’", solía recordar Ana María del momento en que nació.
Ernesto, su papá, era colombiano y trabajaba de apuntador. Una profesión que existía en teatro cuando las compañías hacían distintas obras cada semana y los actores se olvidaban la letra.
Ana, su madre, era actriz y española. Como a los padres de ella el apuntador les parecía muy poca cosa para su hija con destino de estrella, no tuvo más opción que raptarla. Fruto de esa gran pasión nació, un tiempo después, una preciosa niña a la que llamaron Ana María.
Enseguida salieron de gira, con la beba durmiendo en una valija abierta en los camarines de los teatros. Sus padres formaban parte de una compañía de "cómicos de la legua", llamadas así porque la distancia entre pueblo y pueblo en los que actuaban era aproximadamente de una legua. "Cuando yo tenía un año, nos fuimos de Colombia, porque mi madre se asustó mucho cuando un insecto me picó el culo. Y digo culo, porque me parece horrible eso de ‘cola’, ¿qué soy, un bicho? El caso es que se me había hinchado muchísimo. Ojalá me hubiese quedado así, porque no tengo nada de culo, estoy hecha al revés, Dios fue avaro con mi culo y generoso con mi panza".
Entretener el intervalo
Ya en España y con tan solo 4 años, subió por primera vez a un escenario, vestida de gitana, con los zapatos de su madre, pintada como una puerta y se enfrentó al público durante un intervalo.
No entendía por qué sus padres se iban a camarines y dejaban al público solo, aburriéndose. Cuando su padre escuchó más risas y aplausos que durante la obra, decidió que Anita iba a salir al escenario todos los días, pero fue ahí que descubrió que su hija tenía un fuerte temperamento cuando, por respuesta, la niña dijo: "No, no y no… Voy a salir cuando yo tenga ganas".
Ya su destino estaba marcado y transitó la niñez con la responsabilidad de entretener, de hacerlo profesionalmente y de ganarse el aplauso. A pesar de la vida feliz y bohemia de la familia, que ya había sumado otra niña, los estragos de la Guerra Civil española y la consecuencia del hambre hicieron que su madre le dijera a los 14 años: "Vete a probar suerte a otro lado, tienes fuerza, talento y acá no hay comida". Ante la imposibilidad de conseguir algo de comer, hubo noches en que las chicas tomaban sus cucharas y cenaban un plato de aceite de oliva, que no dejaba de ser un alimento, aun cuando a la mañana siguiente tuviesen una terrible descompostura intestinal.
Y aunque la familia era muy unida, cuando llegaba el racionamiento de pan, cada uno agarraba su pedazo y lo escondía, porque no se fiaban ni del padre. Cuando había comida, se acostaban diciendo: "Qué suerte que hoy hemos comido". Y se abrazaban. Todas las noches dormían abrazados, porque su madre, que tenía obsesión con las bombas, repetía: "Si nos matan, que nos maten a todos".
Las cosas del querer
Madrid la acogió y gracias a su belleza y talento no tardó en convertirse en figura del teatro y el cine español. Su cortísima carrera en España le valió un contrato para protagonizar cine en México junto a un astro, Arturo de Córdoba. "Cumplí 21 años en el avión y no quería volver a una España en manos de un dictador. Mi madre había muerto a los 40 años, la habían tirado a una fosa común y decidí llevarme a mi hermana Carmen y a mi padre, que aun la seguía llorando".
México la recibió con los brazos abiertos; hizo grandes amigos como Tita Merello y Luis Sandrini; y además allí conoció al hombre de su vida. Una noche pasó por su departamento un amigo que le dijo: "Pepe Cibrián te quiere conocer". "Encantada –respondió–, vamos a comer una noche". "Está abajo", dijo él. "Ah, pero qué cobarde, que suba", contestó Ana María, que cuando lo vio entrar, tostado e impecablemente vestido, se enamoró a primera vista.
Él estaba trabajando en Cuba y la reconoció en la foto de una revista. Se habían visto en Barcelona cuando ella tenía 8 años y él 18. "¡Qué buena que está la niña Campoy ahora! Cuando llegue a México la voy a buscar", había pensado Pepe. Pero en el DF, él tenía una relación muy densa con una amante que quería tener hijos y no podía. Y aunque no vivían juntos, lo perseguía a sol y a sombra. Cuando Ana y Pepe se dieron cuenta de que estaban enamorados hasta el tuétano, decidieron irse de México por un tiempo. "Tengo que sacar a este hombre de acá, esta mujer se va a suicidar todos los días, no se da cuenta de que no va a poder deshacer lo nuestro, es una lata", se repetía Ana a sí misma. "Ella vino al andén a despedirlo. Yo, apoyada en la ventanilla del tren, miraba y pensaba: si yo estuviese ahí en lugar de aquí, me tienen que sacar con los bomberos".
El día que decidió vivir en la Argentina
El primer país de la gira fue Guatemala y allí se casaron en la Embajada de España, aunque solo hacía 45 días que se conocían. "La atracción física es muy importante, nos gustábamos tanto. Después te tiene que gustar su estilo de vida; con el tiempo, tienes que entenderlo y aceptarlo para convivir. Bueno, todo eso yo lo hice como Speedy González, en mes y medio". La luna de miel fue junto a 34 actores que integraban la compañía y 7 toneladas de equipaje. Luego de recorrer Latinoamérica, un día Pepe le acarició una mejilla y le dijo que quería hacerle un regalo importante: le quería dar la tierra prometida. Y le preguntó: "¿Quieres ir a la Argentina?".
En cuanto llegaron, Pepe tuvo muchísimas ofertas de trabajo en el país que lo había visto nacer cuando sus padres actuaban aquí, pero Ana estuvo un año sin actuar. Hasta que un día él puso como condición para aceptar una obra, que uno de los papeles pequeños lo hiciera su mujer. "Me impuso como si fuese una mantenida", recordaba.
Así nació el mito de "la reina de la comedia" en Buenos Aires. Nada empañaba la felicidad de este matrimonio, que había superado la pérdida de un bebé en gestación. "Pepito" primero y Roberto después, completaron la familia feliz. O la "Fundación Cibrián", como a ella le divertía decir. Una consigna familiar era que después de la función, en la casa se hablaba de cualquier tema menos de trabajo.
El gran golpe de fama llegó con el nacimiento de la televisión en 1951, cuando hicieron el Teleteatro del suspenso y luego una versión de I love Lucy, que se llamó "Cómo te quiero Ana" y que estuvo varias temporadas en el aire. Como ellos vivían a media cuadra de Canal 7 y los recursos eran precarios, muchas veces vaciaban su casa y llevaban los muebles para usar como decorados en el programa.
En teatro, hicieron juntos más de 200 obras. En una de las más exitosas, en la que ella actuaba y él dirigía, "Las Mariposas son Libres", debutó sobre las tablas la modelo más carismática y exitosa del momento: Susana Giménez, a quien la Campoy siempre señaló con certeza como su sucesora. Pepe y Ana estuvieron casados 56 años y tuvieron muy pocos desencuentros: "He tenido mis momentos de celos, nunca justificados, aunque tenemos pactos, por ejemplo no bailar con otras personas. Él no me daba motivo de celos, me los daban las mujeres, porque somos tremendas, somos las culpables de que existan los celos. Una vez encontré a una actriz arrodillada en nuestro camarín y la saqué de los pelos, estuve días con pelos pelirrojos entre las uñas. Pepe me juraba y perjuraba que estaban corrigiendo una escena.
Estuvimos peleados como seis horas. Nunca más que eso. Una noche, ya ni me acuerdo por qué, me fui de mi casa ‘para siempre’. Vivíamos en Liniers y cuando llegué a la esquina me di vuelta porque estaba segura de que Pepe venía corriendo a buscarme. Pero no. ¡Cómo es posible que no me siga si le dije que me iba! Sentí una soledad terrible y pensé: ‘Debe estar desesperado, esperándome para decirme cosas terribles’. Volví, y por mis hijos lo juro, estaba durmiendo como un tronco. Me dio tanta rabia, que lo desperté y le grité toda la noche".En cambio Pepe, nunca tuvo razones para ser celoso, simplemente porque para ella existía un único hombre sobre la Tierra y no se daba cuenta cuando alguien gustaba de ella y le tiraba los galgos.
"Me pasa muy seguido de encontrarme con hombres que me dicen ‘yo estaba enamorado de usted’. ¡Pero me lo dicen ahora que están hechos bolsa!". Con la madurez, Ana evitaba las peleas por celos o escenas como irse de la casa, porque como ella misma decía, la vida es tan corta y para qué exponerse a estar separados aunque sea por un día.
"Las arrugas hay que recibirlas como si fuesen condecoraciones"
El gran éxito de la Campoy "en solitario" fue sin duda el personaje de Eleonora Sala, que había creado en los últimos años de la televisión en blanco y negro. Con su lengua filosa, su particular lenguaje gestual con movimientos de labios y cejas, y su larguísima cabellera, incomodaba a sus colegas con la inolvidable frase: "A vos te va a matar la televisión en colores".
Y hablando de pelo, el rodete fue característico en ella por muchos años. Lo usaba para no cortárselo, porque le daba la impresión de que su fuerza radicaba ahí. "¿Me voy a morir con este peinado?", se preguntaba. Hasta que luego de un cónclave familiar, tomó la decisión. Cuando la peluquera sostuvo la tijera, le dijo: "Ana, cuente hasta 10". Ella estaba sentada y el pelo rozaba el suelo. Las mujeres que estaban allí ni respiraban. Cuando escuchó el chic-chic de la tijera, sintió que había cortado muchos años de su vida.
En cuanto al maquillaje, nunca lo cambió y se lo hacía ella misma. "De joven andaba siempre a cara lavada; me maquillaba para el escenario, si no de lejos eres una rodilla. Pero cuando empecé a ponerme mayor, no tuve más remedio que andar todo el día con el Kabuki completo".
También era una maniática del orden y podía pasarse hasta las seis de la mañana acomodando placares, inflando los almohadones del living o limpiando la cocina. "Soy fregona de alma, me paso la vida agachándome y depilando el piso de miguitas y pelusas". Aunque también reconocía que le venía muy bien acostarse tarde y levantarse al mediodía, porque las mañanas para ella no existían y se despertaba con un pésimo humor, "prácticamente ladrando".
A medida que transcurría el día, se iba transformando en "una monada", como ella misma afirmaba. Cuando Pepe tuvo un infarto cerebral y padeció las consecuencias hasta su muerte, Ana cuidó de él en el hogar en donde juntos habían vivido tantos años de felicidad, rodeados de sus dos hijos y nietas. Quizá el momento que más la marcó de la agonía de "su Pepe", fue el día en que él le preguntó: "Ana, ¿cuándo dejé de ser yo?".
El último aplauso
Los tres años y medio que Ana sobrevivió a Pepe, se mantuvo ocupada con apariciones en televisión que no exigieran las largas horas de grabación de las ficciones. Tuvo su programa de cable, incursionó como comentarista en noticieros e hizo teatro, escrito para ella por su hijo Pepe, quien la dirigía. Pero hubo una actividad que la apasionó como si volviese a empezar su carrera: daba clases de teatro a jóvenes. "Es mi tercer tiempo. Y encima me pagan por todo esto que hago. Aunque gratis no trabajaría, la religión no me lo permite, en eso soy catalana".
En los últimos años de su vida le encantaba estar rodeada de estudiantes. "No importan las edades", afirmaba, porque la vejez puede empezar a los 22 años o se puede ser joven a los 90. De hecho, su médico le decía que ella estaba desfasada, que tenía cuerpo de 78 y cabeza de 30. "Cuando una se mira al espejo y dice ‘qué vieja estoy’, ya sonó. Es un pensamiento que tiene que ver con bajar la guardia. Y hay cosas que no se arreglan con la cirugía estética, sino con las ganas de vivir. No hay que odiar las arrugas y las canas, tienen el aval de toda una vida. Son como condecoraciones. Quien has sido en tu vida está escrito en tu cara de una u otra manera, cada cual tiene la cara que merece. No hay caras lindas o feas, hay personas lindas o feas".
En su ultimo año de vida, y a poco de cumplir 80, habló de la muerte diciendo que no le asustaba, que aceptaba el final, pero pedía estar bien en la declinación. "Lo que me resta vivir me gustaría hacerlo lúcida, yo amo mucho la vida para que al destino se le dé por disminuirme mentalmente". Y cuando le preguntaban si pensaba que iría al cielo, contestaba: "No espero que me toque el cielo, yo quiero que me toque estar en la memoria de mis nietas". Murió en su lugar en el mundo, su amada Buenos Aires. Aunque añoraba la bohemia que había visto en la ciudad aquella noche que llegaron. Ana María Campoy vivió a su manera, se dio casi todos los gustos y le quedó solo una asignatura pendiente: "Me hubiese gustado tener un teatro, un lugar pequeño pero acogedor, donde invitar actrices para que hicieran gala de su talento. Ya no podrá ser. De verdad, desde muy adentro de mis entrañas, lo siento mucho".
Quizás Dios, en el cielo que ella supo ganarse, le haya cedido "un lugar pequeño y acogedor" en el que ensaya junto a Tita Merello, Niní Marshall, Paulina Singerman, Iris Marga y Olinda Bozán, entre otras comediantes, una obra que lleva por título Gracias por las risas. Eso sí, seguro le pone una sola condición a Dios: "Dirige Pepe. Para devolverle el favor de mi primer papel en Buenos Aires", diría mientras nos guiña un ojo.
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