Desordenar el universo tiene un precio siempre alto
La angustia que sentimos los humanos ante la incertidumbre nos lleva a buscarle explicación a todo, incluso a lo inexplicable. Enfrentados a lo inédito e inesperado, han proliferado los razonamientos que vienen a demostrar por qué apareció el Covid-19 con su secuela de cuarentenas, infectados y muertos. Una de las versiones más difundidas y convalidadas lo atribuye a nuestro maltrato de la Naturaleza, a nuestro permanente bullying al planeta, a una vida insaciablemente materialista, a un sistema económico, social y político depredador, a un consumismo voraz e irresponsable. Poca atención ha merecido la idea de que los virus existen bajo cualquier sistema y en cualquier época y que son parte de la vida, tal como lo es nuestra especie. Eso significaría que no somos invulnerables y que, por mucho que progresen la ciencia y la técnica, siempre existirán el imponderable, lo imprevisible y nuestra fragilidad.
Mucho antes de nuestra era la mitología griega, inagotable pozo de sabiduría, advertía sobre los riesgos que conlleva la tendencia humana a la divinización de sí misma. Es decir, la creencia de que podemos ser demiurgos. Esto significa, desde la perspectiva de Platón, dioses creadores y administradores del mundo. Pero, pese a esta pretensión, seguimos y seguiremos siendo mortales. Aunque, como bien cuenta y explica el filósofo, investigador científico y político francés Luc Ferry en su libro La sabiduría de los mitos, nuestros intentos de dominar las leyes de la Naturaleza y convertirnos en una raza de dioses lleva una y otra vez a generar el caos en donde reina el cosmos. Cosmos es, en la mitología, el funcionamiento del universo según leyes que aseguran la armonía de todo lo existente. Y caos es la subversión de ese orden, el atentado contra sus leyes o la violación de ellas. Vivimos tiempos caóticos. Lo que era normal ya no lo es. No hay otro tiempo que no sea el puro y exclusivo presente. Hoy nada es predecible, aun cuando se prometan minuto a minuto nuevas soluciones mágicas que llevan nombre de vacuna, enzima, sustancia, etcétera. Al menos desde la perspectiva y la experiencia humana de la vida, todo ha sido alterado, no parece haber coordenadas a seguir. Como cada vez que se instala el caos, todo es confusión y desorden. "Caos, escribe Ferry, se asemeja a un precipicio oscuro gigantesco". Como si todo hubiese regresado al principio de los tiempos.
Según muestran los relatos mitológicos (cuyas matrices no dejan de verificarse en los eventos humanos a lo largo de la historia), la restitución del cosmos en donde se instala el caos es siempre dolorosa. El caos es producto de la hubrys, soberbia humana evidenciada en el desconocimiento de los límites y en la pretensión de divinizarse. Los dioses no admiten esa pretensión y envían la némesis, el castigo que puede tomar diferentes formas. Tanto en el orden individual como en el colectivo la relación entre cosmos y caos parece ser dialéctica. Se suceden permanentemente el uno al otro manifestándose a través de acontecimientos o de individuos, en un proceso sin fin en el cual los humanos tenemos siempre una tarea pendiente: "La reconciliación con el mundo, así como con los dioses, aparece como un ideal de vida", dice Ferry. "La vida buena es la vida reconciliada con lo que es, en armonía con su lugar natural en el orden cósmico y es cosa de cada uno encontrar ese lugar y llevar a cabo ese proyecto si quiere alcanzar un día la sabiduría y la serenidad".
Es en tiempos caóticos cuando toca esta tarea. No hay vida buena, señala Ferry recordando a Baruch Spinoza (1632-1677), padre de la filosofía racionalista, si no dejamos de huir del miedo a la muerte tratando de convertirnos en dioses inmortales. Creer que sabemos y podemos todo es invitar, una vez más, a la némesis. Que no faltará a la cita.
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