A 300 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en Perkins, Desirée de Ridder (48) encontró el refugio perfecto en un año difícil. Y allí logró plasmar su obra más singular: con intención de rescatar la cultura ancestral y cuidar el medioambiente, construyó con sus propias manos su nuevo taller con materiales de bajo impacto ambiental. "Se llama bioconstrucción", cuenta la artista plástica sobre la técnica empleada, mientras apura unos mates. Y sigue: "Yo heredé una parcela pequeña de un gran campo (a ella le tocó la casa y una parcela de tierra de La Providencia, una de las estancias que surgieron a medida que se fue dividiendo El 29, la estancia de sus abuelos). "No es rentable, pero es mi pequeño paraíso", cuenta entusiasmada.
La casa, construida por Alejandro Bustillo, tenía un galpón donde mi padre [Luis Enrique de Ridder] guardaba el tractor y las herramientas, pero con los años, como ya no se sembraba, quedó vacío. Mi sueño era armar allí mi taller y una sala de exposición. Entonces le sugerí a Mariano Goñi, que es un arquitecto que había reciclado un galpón muy lindo en una estancia, que me hiciera un dibujo. Lo hizo, pero después yo no tenía la plata para hacer la obra", relata la artista y guardiana de los animales, cuya obra en cerámica es reconocida como una alianza perfecta entre arte y naturaleza.
–¿Y qué hiciste, entonces?
–En Corrientes, conocí a Ricardo Tamalet, que hace bioconstrucción con una cooperativa que se llama Tribu de la Tierra, y quedé maravillada. Él me hablaba de que podía hacerlo gratis, tal como se hacían los ranchos de adobe. Me entusiasmé, me capacité con él y su grupo y después de un año logré hacer el taller y una sala multipropósito.
–¿Qué es la bioconstrucción?
–Es una manera de construir con mate-riales de bajo impacto ambiental. En mi caso, levanté paredes de seis metros con elementos naturales: barro, bosta de vaca y de caballo, arena, arcilla, paja de trigo... Y el revoque fino llevó algunas cositas como ceniza, baba de tuna, engrudo... Fue una experiencia maravillosa que compartí con mis hijos y con dos chicos del pueblo. Hicimos ocho mil adobones, que son una suerte de ladrillos. Y, para capacitarnos, vinieron tres veces, una semana por vez. Fue tan bueno el resultado que también voy a hacer un enorme palomar para las palomas que estaban en el galpón. En vez de sacármelas de encima, voy a darles un nuevo hogar.
UN AÑO DE DESAFÍOS
El verano pasado, Desirée se había instalado en un castillo en Italia para trabajar haciendo obra, pero el coronavirus no sólo cambió sus planes, sino que le impidió volver a casa en tiempo y forma para reencontrarse con su marido, Antonio Salgado, y sus tres hijos, Valentina (19), Lorenzo (18) y Antonio León (9). "Me fui a Italia con muchísimas ilusiones, era un viaje que tenía programado hacía un año para trabajar haciendo obra en un castillo, y al mismo tiempo lo iba a combinar con una muestra en Suiza, y todo eso se fue al tacho por la pandemia. Pude quedarme en el castillo a trabajar pero todo quedó trunco porque no había quién viera mi trabajo", relata.
–¿Cuánto tiempo te quedaste varada?
–Dos meses y medio. Esta era la primera vez que me iba por tanto tiempo. Los chicos están más grandes, así que era una gran oportunidad. Por otra parte, dos años atrás había ido a Bélgica a hacer una muestra, que no la pude hacer del todo porque estamos tan lejos, yo no dispongo de grandes capitales y es todo a pulmón. Como las obras quedaron allá, coordiné con una amiga para hacer esta muestra en Ginebra. Pero, obviamente, no pude ni siquiera salir del castillo. En el interín murió el padre de mis hijos mayores [el artista plástico Carlos Regazzoni]. Yo no tenía relación con él, pero los chicos sí. Más allá de que era todo un personaje, era muy bueno con ellos, lo querían y se divertían juntos. Entonces, cuando aterricé, nos vinimos al campo para reencontrarnos, y fue como un resurgir, muy sanador.
–Este es definitivamente tu lugar en el mundo...
–Sí. Viví acá con mis padres y mis her-manos. Mi madre [May Helena Perkins] criaba caballos árabes y siempre nos rodeaban, ella los presentaba en La Rural. Siempre estuve rodeada de animales y naturaleza, algo que evidentemente marcó mi obra. A fines de los 70, empezó en la zona el tema de la soja, aunque no era la de hoy, era orgánica. En los 90 surgió lo nocivo, los productos altísimamente cancerígenos para la fauna y para nosotros, y, poco a poco, los animales fueron desapareciendo. Eso lo viví, no me lo contaron.
–De hecho, tu obra tiene un mensaje de denuncia.
–Totalmente. Y la caza furtiva, que es un tema muy perverso, también es algo que me preocupa.
–¿Cuánto tiempo vas a quedarte acá?
–Si puedo acomodar a los chicos, creo que ya me quedo en el campo para siempre. Mi marido va y viene, y después de quince años juntos, está bueno extrañarse. Después, Valentina (19) aplicó para estudiar conservación de la naturaleza en Sudáfrica. La carrera es un sueño y me parece que es el futuro; Lorenzo termina este año y planea estudiar en Inglaterra, ahora hay que ver cómo voy a pagar eso, pero ya veremos... Sólo me quedaría el más chico.
–¿De qué otras maneras llevás a la práctica tu mensaje ecológico?
–Tengo huerta, gallinas libres, caballos árabes pero no como criadora sino por amor a ellos, hay muchos zorros, mulitas... Los últimos meses los pasé construyendo, cuidando la huerta, y cocinando.
–¿Sos vegetariana?
–Sí, desde hace un año y monedas. Me siento mejor y creo que es más coherente con lo que pienso. Otra cosa que me pesaba era el tema de la huella de carbono, algo que se puede medir. La cerámica, si usás hornos eléctricos, deja de ser ecológica, entonces regalé el mío y me hice uno a leña, que alimento con árboles caídos. Funciona muy bien.
–¿Por qué elegiste la cerámica como medio de expresión?
–De joven, mi sueño era estudiar afuera pero mi madre no me lo podía pagar. Éramos una familia con vaivenes económicos, pasábamos de la escuela rural a un colegio privado y de vuelta a la escuela rural cuando se acababa la plata. A los 26, pude irme a Francia como asistente de Regazzoni. Al mismo tiempo, trabajaba de moza, y también estudié animación en Saint Martin’s School of Art. Y poco a poco me fui enganchando con la escultura e iba a muchas muestras, donde había mucha obra en cerámica, que acá no pasaba. Un día fui al museo de Picasso, donde justo exponían su obra en cerámica, y ahí me enamoré. Cuando regresé a la Argentina, que volví con dos hijos chicos y sin un mango, arranqué con la cerámica y nunca más paré. Me encanta el barro, un material noble y primario, pero nunca me enganché con la alfarería, aunque me parece bellísima, pero me interesaba la escultura. Acá, en la Prilidiano Pueyrredón, también estudié pintura.
–¿Cómo les inculcás a tus hijos el amor por la naturaleza?
–Algunas cosas, como el no maltrato animal, deben estar ligadas a la educación desde que nacen. Acá, por ejemplo, los perros son parte de la familia, duermen con nosotros. Ellos no son vegetarianos, pero eso es algo que yo misma elegí de grande. También reciclamos mucho, y por supuesto tenemos compostera. En este momento tengo separadas muchísimas botellas pero no hay adónde llevarlas.
–Quizás se conviertan en una obra de arte.
–Tal vez...
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