El desierto más seco del mundo es uno de los grandes mitos viajeros, un territorio inmenso con volcanes, géiseres y valles lunares bajo un cielo que explota de estrellas.
El tramo que va del aeropuerto de Calama a San Pedro de Atacama es una muestra del desierto más desértico. Casi sin vegetación, ni sombras, sólo se destacan unos gigantes molinos eólicos que mueven sus aspas en una coreografía hipnótica, en medio de un terreno minimalista, digno de ciencia ficción.
El súmmum del camino es el Valle de la Luna, a 5 kilómetros del pueblo, un inverosímil paisaje de roca rojiza que se aprecia mejor al amanecer o al atardecer, cuando la luz dramatiza sus relieves. Dunas gigantes, cráteres de sal y cerros que remiten a un tiempo anterior al origen de la vida en la Tierra.
Es cierto que hay áreas donde no cae una sola gota de agua desde hace años. Pero Atacama está lleno de vida y cada manifestación es intensa, exagerada, como una fiesta descontrolada que nadie se quiere perder.
San Pedro de Atacama, el oasis
Lo que era inhóspito se transforma en un manchón verde al llegar a San Pedro. Entre las casas color ocre y el polvo de sus calles se aglutinan hostels y albergues sencillos y, en el otro extremo, hoteles de súper lujo all inclusive. El Tierra Atacama pertenece al segundo grupo. Es cuestión de atravesar sus muros de adobe para dar con una construcción de diseño sustentable, puro vanguardismo de aire rústico, con enormes ventanales y un jardín de malvas, granadas, lavanda y romero.
El leve dolor de cabeza que sentimos las primeras horas a 2.400 metros de altura es historia cuando nos convidan un té de coca helado, con vista al magnético volcán Licancabur, mitad chileno, mitad boliviano, de un cono tan perfecto que parece dibujado.
Acto seguido se acerca Max Vera, jefe de guías, para que planeemos el menú de actividades. Se para frente a un enorme mapa y nos señala dónde estamos. Después, escribe a mano la hoja de ruta, día por día. Empezaremos por las excursiones de menos altura e iremos en ascenso a medida que nos aclimatemos.
Nada de esto nos asusta. ¿Quién no se animaría a enfrentar el rincón más áspero del desierto sabiendo que, a la vuelta, espera el relax de un spa con pileta infinita y un pisco sour frente a la cordillera?
Para los que visitaron San Pedro décadas atrás, cuando era meca de aventureros intrépidos, la recorrida por la aldea puede resultar una decepción. Lejos del romanticisimo de antes, sobre la calle Caracoles hay locales de ropa de outdoors, casas de cambio y promotores de excursiones que proponen sandboard en las dunas o tours astronómicos, entre decenas de perros sin dueño –tantos, que inspiraron el nombre "San Perro de Atacama"– y los turistas los alimentan al salir de los restaurantes. Y es más probable cruzarse con un noruego que con un argentino. Sí, en cambio, hay muchos brasileños y son los que eligen la hotelería de alta gama.
En esta Babel, aunque parezca que todo vale, está prohibido bailar –no se entregan licencias de cabaret– y la municipalidad obliga a los bares a cerrar a la medianoche, para evitar que el destino se asocie con "carrete". Hecha la ley, hecha la trampa: los locales organizan fiestas clandestinas, o no tanto, en casas alejadas del casco urbano, que circulan en grupos de WhatsApp.
Suenan las campanas de la iglesia (el mayor monumento del pueblo, que data de 1557) para anunciar la misa de las siete y media, mientras algunos buscan la sombra de un chañar y aprovechan el wifi gratuito de la plaza.
De la población estable de San Pedro, muchos son jóvenes de Santiago o Valparaíso que vienen a probar suerte, a "garzonear" (de garzón: mozo), repartir folletos o trabajar en los hoteles. Le dicen la tierra de las oportunidades, porque siempre hay trabajo. Pero no todos se acostumbran. Unos, así como llegan, se van expulsados. Otros construyen casas, se enamoran, tienen hijos, plantan árboles y ni se imaginan volver.
Cosmos y flamencos
Un rebaño de cabras cruza la ruta justo cuando el guía señala, a lo lejos, el llano de Chajnantor. A cinco mil metros, donde no llueve hace 300 años, funcionan las 66 antenas de ALMA (Atacama Large Milimiter Array), un megatelescopio dirigido por un equipo de astrónomos europeos, japoneses y norteamericanos, que llega a captar longitudes de ondas invisibles al ojo humano. Es casi un estado aparte dentro de Chile.
Desde las 66 antenas de ALMA intentan descifrar el origen del universo y hacia donde va el cosmos.
Los chilenos se jactan de haber sido elegidos como sede de la instalación astronómica más importante de la historia. "Vienen acá porque no hay otro cielo como éste", asegura el guía. Tan claro y limpio es –por la falta de humedad y casi nula contaminación lumínica–, que es común ver estrellas fugaces y constelaciones completas sin necesidad de telescopio.
De la vanguardia científica pasamos a lo ancestral en cuestión de minutos, al llegar a Toconao. Dicen que así era San Pedro antes del boom del turismo. Aunque la minería desplazó la agricultura y las casas tienen hoy antenas satelitales, el pueblo mantiene sus tradiciones. Tallan esculturas de piedra volcánica y hacen tejidos de lana y alpaca que ofrecen en la plaza, frente a la iglesia y el campanario descascarado del siglo XVIII.
Lo que queda de agricultura se concentra en el Bosque Viejo, bañado por las aguas cristalinas de la Quebrada de Jere. Se cultivan damascos, membrillos y viejas viñas que fueron rescatadas hace un par de años y ya dieron sus primeros vinos de altura, los Ayllú.
Lo curioso es que estos frutos crecen al borde del Salar de Atacama. Basta descubrir la laguna de Chaxa, a siete kilómetros, para comprobar que el desierto tiene sus matices. Al atardecer y bajo un cielo púrpura, las gruesas costras de sal del sendero crujen mientras nos acercamos a los flamencos. Hay tres variedades: andino, chileno y de James. Meten su pico en charcos plateados que parecen espejismos para pescar unas microalgas llamadas diatomeas.
Estos cúmulos de sal, además de hogar de los flamencos, son una de las mayores reservas de litio del planeta. Serán tablets y baterías de autos eléctricos en un futuro cercano. Abundan los rumores pero hay muy pocos datos rigurosos sobre cuánto y cómo se extrae, con qué grado de responsabilidad y de impacto ambiental. Le dicen oro blanco al litio. Paradojas de la abundancia, para quienes viven acá y trabajan en la minería, es sinónimo de progreso; para otros, de contaminación.
Cactus y arcoíris
La sequedad se hace carne con el correr de los días –labios agrietados, piel escamada y sed de camello– y la gente de Tierra Atacama lo sabe. Cada vez que un huésped está por salir de excursión, invitan a pasar por una mesa con unos dispensers de agua helada (para recargar la botellita de cortesía) y protectores solares de protección UV.
La primera salida del día también es una forma de hacerle frente a la aridez. Vamos al valle de Guatín, en la confluencia de los ríos Puritama y Purifica, que dan cauce al Vilama. La frescura es un bálsamo en este cañadón a 2.900 metros. En las laderas crecen cactus de hasta siete metros de alto. La excursión no figura dentro de los highlights. Pero es imperdible, otra cara del desierto.
A 90 km se encuentra el Valle Arcoíris, parte de la Cordillera de Domeyko. Si Guatín es un paréntesis de la sequedad, este valle lo es del monocromo beige. Tonos rojizos, anaranjados, azules, verdes y amarillentos colorean estos cerros de formas rarísimas, todos candidatos a fondo de pantalla.
Hay más que colores lindos en este valle. Por ejemplo, en la cercana localidad de Hierbas Buenas, se puede visitar un refugio natural usado por los pastores, donde perduran varios petroglifos de unos once mil años de antigüedad. Se distinguen en las rocas tallas de llamas, flamencos, vizcachas y zorros.
Las lagunas de altura
El desierto no es para ansiosos. Así como una planta tarda en crecer diez veces más que en otra parte, a los humanos nos lleva un tiempo aclimatarnos. Recién el tercer día estamos en condiciones de conocer las lagunas altiplánicas.
Además de Ramona, la guía alemana (de Bavaria), vamos con Nancy y Alan, una pareja de veteranos canadienses y su hija, abogada, a la que invitaron a pasar su cumpleaños en Atacama. Vegetarianos ambos –artista ella, comerciante él–, es su segunda vez acá. Ya viajaron por varios desiertos del mundo, desde Jordania y Egipto hasta Etiopía. En su bucket list figuran Sudán, el salar de Uyuni y Papúa Nueva Guinea. El único lugar al que no irían, ni aunque les pagaran: "Miami Beach", responden a dúo.
Tenemos tiempo de hablar de destinos exóticos y fantasías viajeras en las dos horas de viaje hasta la laguna de Tuyajto, y ni nos percatamos de que estamos a más de cuatro mil metros de altura. Al bajar de la camioneta, caminamos en cámara lenta hasta el mirador. Hay varios turistas que esperan su turno para posar con la laguna detrás. Lo mismo pasa con la laguna Aguas Calientes, a pocos kilómetros; hay un sendero rocoso que arrima, pero hay que conformarse con verla de lejos.
Las lagunas Miscanti y Miñiques, las altiplánicas propiamente dichas –administradas por la comunidad Socaire–, son el plato fuerte de esta excursión. Se presume que tiempo atrás fueron una sola laguna y se separaron por una erupción del volcán Miñiques. Todo es surrealista: el azul intenso del agua, los volcanes, el borde salino que enmarca las lagunas, el silencio sepulcral. Una pintura viva.
Hasta acá llegan aves como la tagua cornuda, el flamenco chileno, el caitó, el pato juarjual y la guallata. Nos las muestra Ramona en un libro, porque verlas, no las vemos. Mientras tanto, nos entregamos a un buffet que incluye salmón ahumado, queso de cabra, papas andinas, quinua y verduras grilladas, un catering impensado en estas alturas.
Géiseres de madrugada
Nos despertamos a las cinco de la mañana, nos ponemos toda la ropa que trajimos (llevamos abrigo extra de repuesto), tomamos un té a las apuradas y salimos. El plan es llegar antes del amanecer a los géiseres del Tatio, cuando el choque térmico con los primeros rayos de sol producen la magia de las fumarolas. A mayor frío, más impactante es el espectáculo.
El altímetro marca 4.300 metros en la puerta del campo geotérmico. Flamea la bandera chilena. Las reglas son claras: "no pasar las áreas demarcadas"; "no tocar los géiseres, cualquiera sea su tamaño"; "camine pausado, no se agite".
El sonido de burbujeo constante nos acompaña mientras caminamos el campo, que parece el set de una película apocalíptica. Hay unos 80 géiseres activos y pueden alcanzar los diez metros. Los más grandes están apenas delimitados –hay que decirlo– por unas piedras o un pequeño muro, y otros pozos de agua hirviendo se distinguen apenas por un ínfimo vapor que sobresale.
A uno le quedó el mote de "asesino" después de que algunos turistas se acercaran más de lo debido. "No le digan asesino –pide un guía, frente al pozón termal donde brota el agua a unos 84 grados–, el géiser no tiene la culpa. Es la gente que se acerca".
Ajenos a cualquier drama, unos turistas se sumergen en una pileta de agua termal a metros de las columnas de vapor. El sol empieza a entibiar y varios se tientan con la idea de ponerse el traje de baño (hay vestuarios para cambiarse) y darse un chapuzón.
A la vuelta, paramos en el pueblo de Machuca. Ya no vive nadie en este puñado de casas cerradas con candado, pero sus ex habitantes vienen todos los días a la caza de turistas. Ofrecen sopaipillas (tortas fritas a la chilena), empanadas de queso de cabra y carne de llama.
En el camino hasta el hotel, pleno de curvas y cerros que se tiñen de anaranjado con el sol del mediodía, tenemos más encuentros. Aparecen un par de lagunas, bofedales, gaviotas andinas, una bandada de flamencos y un grupo de vicuñas que pastan y miran los autos como si fueran naves extraterrestres.
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