Son las cuatro de la tarde de un viernes primaveral y los rayos del sol, luego de varios días de tormenta, se reflejan en un enorme ventanal sobre la calle Gorriti, en pleno Palermo. En la vereda hay algunos sillones de mimbre con hierro en dónde cómodamente está sentado un gato blanco y marrón, conocido en todo el barrio como Mishu. A su lado está Ángela, a la que todos llaman Lita, acomodando unos canastos y detrás María Ángela, para los íntimos Mary, quien separa los juncos y toma las medidas para una cortina que le pidió una clienta. Ellas son las hermanas Marcovecchio, que con sus 90 y 89 años respectivamente, son todo un emblema del barrio. Juntas atienden su mimbrería desde 1950.
A las hermanitas Marcovecchio todo el barrio las conoce. Varias veces por su poca diferencia en edad algunos clientes les preguntan si son mellizas, ellas responden al unísono que no, pero bien podrían serlo. Desde pequeñas fueron muy compinches. Nacieron en Palermo, en un corralón a pocos metros de su local, y jamás se mudaron. Vieron todas las transformaciones del barrio: desde las calles de tierra hasta el auge de los negocios gastronómicos en la zona. Sin embargo, su mimbrería siguió intacta, igualita a como la fundó su padre Liborio, un italiano que llegó a Buenos Aires en 1927. "Él era de la provincia de Isernia y tras la Guerra se embarcó desde Génova para aquí. Su primer trabajo fue en Olavarría, dónde se encargaba de cosechar papas, pero luego regresó a la capital y comenzó a ser herrero de obras. En la década del treinta se quedó sin trabajo y un conocido que tenía una fábrica de sillas le ofreció que lo ayudara con las ventas", recuerda Mary. Y Lita agrega: "Empezó de cero, cuándo llegó a Argentina era analfabeto, recién aprendió a leer y a escribir a los 60 años. Primero empezó a vender las sillas de madera con junco al hombro, se cargaba entre cuatro y seis, e iba caminando por los Las Cañitas y Retiro. También visitaba los corralones de caballos que había por la zona para ofrecer el producto. Luego, sumó escobas de madera".
Como el negocio empezó a repuntar, unos años más tarde se compró su primer carro tirado a caballo para transportar la mercadería y así agilizó las entregas. Luego sumó algunos carros más y con los ahorros pudo instalar su propia fábrica en la calle Cabrera, dónde vivía con su familia. Su mujer Teresa, también italiana, se encargaba de las cuentas y de enjuncar las sillas de madera, su hijo mayor Guido de las entregas y las pequeñas hermanitas atendían el teléfono y anotaban los pedidos. Casi sin pensarlo Liborio se volvió proveedor y vendía al por mayor a diferentes clientes. Además de las afamadas sillas, ofrecían artículos de limpieza (plumeros, lampazo, trapos, manteles y cortinas de hule, entre otros productos para el hogar).
En 1945 compraron un galpón en la calle Gorriti 5630 y cinco años más tarde en ese mismo lugar abrieron las puertas de su primer local con venta al público (dónde se encuentra actualmente). En esa época vino el auge del mimbre. Y la familia incorporó cestos con fines utilitarios: leñeros, canastos para los churreros, los de reparto muy solicitados por los almaceneros, los canastos cuadrados para el vendedor de diarios, las bizcocheras para los panaderos, etc. Así mismo muebles, como banquetas, banquitos, sillones y sillas Mar del Plata (modelo característico en La Costa), moisés y cunas para bebés. Posteriormente compraron un camión y se extendieron a las provincias. En la década del 70 fue el boom de la caña y los Marcovecchio lograron exportar algunos productos a Estados Unidos.
Teresa, les enseñó a sus hijas a enjuncar las sillas y también a coser las cortinas de junco. "Es un oficio que lo aprendimos de chicas, me apasiona hacer estar cortinas porque me recuerda a mi infancia. Antes se hacían con telar, totalmente artesanal y se ponía cada uno de los juncos manualmente", admite Mary, sentada en su mesa de trabajo. Al instante levanta la mirada porque ingresó una nueva clienta al local. "Buenas tardes, me gustaría llevar estas pantallas de mimbre grandes para el comedor", expresa, mientras señala las que más le gustaron. Y Lita le aconseja qué tamaño llevar. Entusiasmada la mujer toma su celular y empieza a sacarle fotos al local. "Qué lindo gato", dice. "Se llama Mishu, tiene 16 años y está siempre con nosotras", reconoce Mary, mientras el felino se enrosca entre sus piernas.
Si se les consulta cuál es su canasto favorita. Mary responde: "Los que son de mimbre entero, porque son más fortachones. Me encantan los leñeros y los de panadero". Lita, sonríe y va en busca de su preferido, una canastita impecable con dos manijas. "Lo tengo hace más de veinte años y no está a la venta. Con este canasto voy a hacer las compras". Con la picardía que la caracteriza Mary le dice: "Andá y guardala no vaya a ser cosa que se la quieran llevar". Las hermanitas son muy compañeras, todas las mañanas antes de abrir el local desayunan juntas café y desde temprano empiezan a planear que van a almorzar. Para ellas esta comida es fundamental, por eso, cierran de 13 a 15h, y les encanta cocinar. Lita se encarga de las compras, ya la conoce todo el barrio desde el almacenero hasta el verdulero. Mientras tanto, Mary atiende a sus clientas con la ayuda de su hija Adriana, quien también se crió en el negocio. Su fiesta de quince fue en el local y de hecho recuerda que durante muchos años allí se hicieron grandes tertulias y casamientos de italianos. "A mi abuelo le encantaba reunirse con los vecinos e inmigrantes. La mimbrería siempre fue un punto de encuentro de la comunidad italiana. Todos éramos como una gran familia", dice, quien recuerda aquellas épocas con nostalgia. A los treinta años y ya recibida de psicóloga, su madre le pidió si podía ayudarla y ella no lo dudó. Hoy, se encarga de realizar los pedidos y de ver cuáles son las nuevas tendencias. Sus principales clientes son arquitectos, diseñadores y también algunas productoras de cine y televisión (a las que les alquilan mobiliario para películas o novelas).
Los vínculos con el barrio
Todos los vecinos que pasan por la puerta del local las saludan con una sonrisa. "Abuela", grita Pía, una niña pelirroja de cuatro años y va corriendo a abrazar a Lita. Lita no es su abuela, pero ella la siente como tal. Jorgito, otro amigo del barrio, siempre que las ve caminando por la calle las acompaña hasta el local. "Es muy lindo el vínculo que tenemos con los vecinos, nos quieren de verdad", reconoce Lita y admite que "para ella la mimbrería es su vida. A los sillones y los canastos los llevamos en la sangre". Mary coincide: "Siempre digo que esto no es un negocio, esto es un boliche, en el que todos hacemos todo y nos ayudamos. Toda la familia trabaja acá y colabora. Ya estamos por la cuarta generación".
Según admite Adriana, al local llegan clientes de distintas generaciones y se mantiene un vínculo. "A veces vienen mujeres y me dicen: ¿No me arreglarías esta silla que la compró acá mi abuela? o jóvenes que me consultan por los moisés porque quieren el mismo modelo que usaron ellos para sus hijos. Algunos hasta me dicen que al entrar acá recuperan el olor de la infancia. Es muy emotivo".
La mimbrería quedó intacta a través de los años. Aún conserva el mismo mostrador, escritorio y estantes que armó Liborio en 1950. Lita y Mary están sentaditas en un banco en la vereda mientras disfrutan de un café con un budín de limón. El sol comienza a esconderse y las hermanas Marcovecchio, recuerdan como si fuera ayer cuando jugaban a las bombuchas de agua en la vereda, iban al cine a ver tres películas al hilo o entonaban junto a su padre alguna canzonetta italiana.
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