Desafío casamiento: la prueba decisiva
Hace bastante tiempo que limpio la pileta de una familia de matrimonio heterosexual con dos hijas. Cuando empecé, las hijas eran chicas. Iban al colegio que queda a dos cuadras del barrio cerrado en el que viven y el padre las acompañaba todas las mañanas caminando para luego seguir hasta el tren que lo lleva a Capital.
El primer día, los de la guardia del barrio me dijeron que tuviera cuidado, que era una familia conflictiva, que los pileteros no les duraban, que los jardineros no les duraban, que una vez habían acusado a uno de ellos de haberles robado una bicicleta roja, y que al tiempo la bicicleta apareció en su lugar, pintada de verde. Con estas advertencias, tuve mis recaudos: fui gentil, responsable por demás; a tal punto que, hace dos años, cuando les pinté la pileta y las paredes se llenaron de ampollas, no me dijeron casi nada. Sólo escucharon mis explicaciones, que casi siempre caen en saco roto, y aceptaron sin problemas que a veces esas cosas pasan y que mucho no se puede hacer. Las paredes, con el tiempo, se fueron descascarando, y mis clientes renunciaron a pintarla otra vez. No es lo más conveniente dejarla así, los hongos se meten entre la pintura descascarada y cuesta mucho mantener el agua y limpiar. Pero desde entonces tampoco eso les molesta demasiado. Son esa clase de clientes que pueden tener mil problemas con todos sus empleados, pero cuando encuentran alguien a quien adoptar le permiten casi cualquier cosa.
Sin embargo, este verano tuve una prueba decisiva. Una de las hijas de mis clientes se iba a casar y la madre me anunció que después del casamiento por civil iban a ir todos los invitados a la casa a tomar algo, y que la pileta tenía que estar reluciente. Me lo dijo con un mes de anticipación, sabiendo que la pileta no estaba en las mejores condiciones, y seguramente esperando que, dándome tanto tiempo, yo podría ocuparme muy bien de rescatarla.
Uno entonces se dice: un mes, demasiado tiempo para algo tan simple como preparar una pileta para un casamiento. Pero claro, uno siempre tiene que dudar de sus propias capacidades, más en verano, época tan difícil en el rubro. Y falta que uno afile alguna sospecha nefasta para que la desdicha empantane el camino, volviéndote víctima de tus propias dudas.
¿Qué hacer? ¿Entregarse a la obsesión de mejorar una pileta, controlándola día y noche, limpiándola una y otra y otra vez? ¿Para qué? A veces al destino hay que ayudarlo, es cierto, pero a veces uno puede confiar en él, sea cual fuere su designio. Así que me dejé llevar. Agregué los productos mínimos para recomponer un poco el agua y la limpié como siempre, sin esmero especial alguno. Esperé. Pasó el casamiento. No tuve noticias. Si no me habían echado era porque las cosas no habían estado tan mal. Ayer, por fin, me crucé con mi clienta.
-¿Y?, ¿salió bien el casamiento?
-Impecable. Hasta se tiraron a la pileta. Estaba divina.
Me alegré.
-Te felicito- dijo. Y agregó: -¿Y a que no sabés qué? El mes que viene se casa mi otra hija.
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