Depender de la mirada ajena
Es muy difícil llegar al éxito en la vida si la gente con la que tratamos no tiene una buena impresión de nosotros
En realidad los argentinos siempre estamos demasiado preocupados por el tema de la imagen, de cómo nos ven, y no sólo como personas individuales, sino también como país. De tal modo, siempre está latente esa pregunta –muy mal momento ahora para ella– acerca de qué piensan en el exterior de nosotros, y también siempre la personal preocupación de qué impresión dimos en tal o cual reunión o qué opinaron de lo que dijimos nuestros eventuales interlocutores, como si de ello dependiese toda nuestra vida y nuestra felicidad.
Es muy difícil llegar al éxito en la vida si la gente con la que tratamos no tiene una buena impresión de nosotros, como tampoco le puede ir bien a un país con mala imagen internacional. Ello es obvio. Pero no debiera serlo, hacer de semejante tema algo así como una cuestión principalísima, obsesiva y hasta desplazante de toda autenticidad. Ya Ortega y Gasset se refirió a ese defecto argentino, de estar más preocupado por el parecer que por el ser, y desde aquella época orteguiana (los años 20) las cosas nada han cambiado en dicho aspecto.
Pero todo esto, biológica y psíquicamente, puede partir desde nuestro nacimiento, cuando comienzan a mirarnos decenas de ojos que se van transformando en cientos, y que no sólo nos miran o enfocan como podría hacerlo una cámara, sino que además nos juzgan, y mediante su juicio nos califican o descalifican, logrando mediante ello –la mayoría de las veces– producir reacciones automáticas o respuestas que no respondan a nuestros más profundos y verdaderos intereses o deseos, porque todos ellos han ido quedando deformados a través de manipulaciones no necesariamente fundadas en mala fe alguna, pero sí –por lo menos– en necesidades ajenas a nuestro propio sentir o interés. Como sabemos, todo este ejercicio comienza en el propio seno familiar. Luego prosigue en los demás ámbitos: escolares, profesionales, y en las relaciones de la amistad y del amor. Porque toda nuestra vida constituye una red de conductas y conversaciones en interferencias intersubjetivas, donde será muy difícil que no exista, de manera consciente o no, alguna suerte de manipulación.
Solamente entre personas muy armónicas desde el punto de vista intelectual y emocional, unidas por un profundo cariño mutuo y un sentido de respeto irrestricto por la libertad del otro, podría evitarse la manipulación antes mencionada.
Toda persona que sea capaz de una introspección profunda, o que al menos pueda analizar la vida de los otros, verá cómo se multiplican las situaciones donde las decisiones más importantes se toman con una peligrosa dosis de condicionamientos que determinan una forma de reacción carente de toda la racionalidad y objetividad necesarias que debieran acompañarlas. Porque las presiones de los pares de ojos que comenzaron a mirarnos en la cuna con severidad o amor cuando llorábamos o sonreíamos, se fueron multiplicando en la vida para seguir juzgándonos por eventuales transgresiones a la conducta que se esperaba de nosotros, o para bendecirnos por haber cumplido –como bien pensantes– con todas las expectativas que nos circundaban.
Así las cosas, se contribuye a que el hombre no se conozca, a que desconozca sus propias limitaciones y posibilidades y hasta que tenga falsas ideas sobre sí mismo. A veces, sin siquiera consciencia de lo mucho que no se conoce. Lo cual no le permite realizar movimientos verdaderamente independientes dentro o fuera de él, por lo cual queda fácilmente sometido a toda influencia externa, e incluso interna, pero no propia sino inducida, es decir, internalizada. En tales circunstancias, los hombres no construyen sus vidas, sino que éstas les suceden. Y se transforman en marionetas, tiradas por hilos invisibles, donde sus múltiples yoes no logran unirse o integrarse a un yo único, propio, integral y armónico.