Andrea Sandi creció en un ambiente tóxico, pero se aferró al estudio y se animó a soñar con una vida digna.
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Cuando dejó de esperarla y entendió que quizás ya no volvería a verla, finalmente una tarde de invierno tocó el timbre de la casa donde la había dejado preguntando por ella. Habían pasado cuatro meses desde que la había visto por última vez. No hubo despedida ni explicación en ese entonces. Andrea Sandi (35) se “acomodó” como pudo a la situación que le había tocado vivir. Tenía tan solo siete años y padres que, lamentablemente, mantenían una relación tóxica donde la violencia en diferentes manifestaciones eran moneda corriente.
“Mi mamá y mi papá tenían épocas de enamorados en las que yo pasaba a un segundo plano. En muchas oportunidades mi mamá me decía que me quería mucho pero que a nadie amaba como a mi papá. Fue en ese contexto que una tarde me dejó en la casa de una niñera después del colegio. Supe que se había ido a un viaje sola con mi padre, tipo de luna de miel. No tenía noción del tiempo pero recuerdo a mi maestra Graciela, en esa época, diciendo que me había dejado por unos tres meses bajo su cuidado. Cuando mi mamá volvió a buscarme estaba llena de piojos y con muy bajo peso. Aunque ya a esa altura había dejado de esperarla, lamentablemente volvió a buscarme”.
Y así iban a ser los años de infancia y adolescencia para Andrea, con una madre inestable que fluctuaba entre momentos de cuidados extremos para con ella y otros donde el abandono se hacía presente, una y otra vez. “Recuerdo momentos de cuidado extremo y bondad y momentos de violencia, en una casa muy venida abajo que, por un lado mi mamá limpiaba frenéticamente a veces, por otro lado estaba lleno de ratas. No había ducha en casa, ni agua caliente, ni cadena de inodoro, mucho menos calefacción. Había que cruzar un patio abierto larguísimo para ir al baño, el agua se calentaba con un mechero a alcohol y kerosene y calentaba el caño por donde pasaba el agua que se consumía en cinco minutos así que había que apurarse, y luego atravesar el patio envuelta en una toalla, en invierno era horrible”.
Oficialmente llegó a los hogares de menores de adolescente
Previamente pasó por muchas casas de familias. Intentaba quedarse todo lo posible en esos espacios, no quería volver con sus padres, aunque eventualmente tenía que hacerlo. “Cuando mi mamá falleció, fui a vivir a la casa de una tía a la que le resultaba útil para limpiarle la casa y cuidar a su hija. Así empecé a trabajar en un pelotero los fines de semana, en la calle Gaona del barrio de Flores. Cumplía doce horas y le entregaba la totalidad del dinero que ganaba a mi tía. Ella quería que yo dejara el colegio porque decía que necesitaba que yo trabajara. Pero yo estaba muy aferrada a la idea de terminar el colegio como fuera e ir a la universidad”.
De modo que intentó tomar nuevamente contacto con su padre, que había desaparecido de su radar. Pero él la rechazó. Andrea pasó algunos días fuera del departamento donde él vivía para poder entrar. Iba al colegio caminando desde Chacarita hasta el bajo Flores para que nadie le reprochara el valor del pasaje en colectivo. “Me atendía en el hospital Álvarez porque me sentía físicamente muy mal, tenía anemia. El camino al colegio era muy largo y volvía caminando con dos bolsas de supermercado y dos carpetas que una compañera me había prestado para que rindiera los exámenes”.
La calle, un lugar seguro
Cansada de esperar una respuesta por parte de su padre, una tarde Andrea tomó sus bolsas y eligió, al azar, una plaza de las tantas que hay en Chacarita para pasar la noche, que se convertiría en una semana sin techo. Estudió con la luz del cementerio y las paradas de los colectivos. Nadie denunció su desaparición. Según el padre de Andrea, su hija estaba con la tía y, de acuerdo a la versión de la tía, la chica estaba con su padre.
“Al terminar la semana de exámenes, me dije que tenía que encontrar una solución a todo. Empecé a caminar por Chacarita y conocí a una señora. Le dije que estaba buscando un sitio donde bañarme y dormir. Ella no creyó que yo fuera una chica viviendo en la calle, me preguntó dónde estaban mis padres. Exploté en llanto y le conté todo. Me llevó a dormir y bañarme a su casa. Tenía terror cuando subía ese ascensor, sabía que cualquier cosa podía pasarme. Al llegar estaban allí sus tres hijas que no me conocían, pero fueron tan cálidas que me relajé. Me acuerdo que comí mucho: pastas con salsa boloñesa. Dormí toda la noche. Esa señora fue un amor, un ángel. A la mañana siguiente me llevaron a la Defensoría, allí lograron ubicar a mi padre que se acercó y firmó la renuncia a mi patria potestad, a ser mi tutor. Me dejó a cargo del Estado y gracias al universo, fui a un hogar. Me habían aclarado que el hogar al que me destinaran no iba a ser lindo. Para mí resultó un palacio: con ducha caliente, un plato de comida cada día y la posibilidad grandiosa, hermosa, inexplicablemente reconfortante de poder ir al colegio”.
Como el film Matilda, pero en la vida real
Andrea explora en sus recuerdos en busca del sostén que le permitió salir adelante y asegura que fue la película Matilda la que le dio las herramientas para perseguir sus sueños. “Como ella, yo también había sido una niña muy aplicada, con muy buenas notas y muy feliz en el colegio. Había tenido una maestra llamada Elizabeth, en un colegio que luego cerró, era lo más dulce que recuerdo. A veces soñaba que ella me adoptaba”.
Se refugió en la lectura desde muy chica y, sin darse cuenta, mientras leía historias de otros niños, fue moldeando una idea de lo aceptable y lo que no lo era, lo normal en una familia y lo que estaba fuera de esos límites. También el tiempo que pasó con otras familias la ayudó a ver cómo era una familia normal. “Y al conocer ambas realidades, supongo que fui eligiendo hacia cuál quería caminar. Siempre visualicé cosas, a modo de proyecto. De niña imaginaba una casa con ducha caliente, con amor, tranquilidad, calefacción, comida y sobre todo con un trato aceptable. Y así fui caminando hacia eso según cada etapa de mi desarrollo me lo permitía”.
No hubo nada que no viera de niña: abusos de todo tipo, negligencia y abandono. Andrea había conocido el desborde y las adicciones. Su casa olía a medicamentos, drogas, alcohol, suciedad. “Odiaba todos esos olores y cómo se ponían las personas a causa de los vicios. Mi mamá tenía momentos de noche de mandarme a pedir cigarrillos fiados. ¡Y pobre de mi que volviera sin ellos, mejor era no volver”. Así que siempre temí de los vicios, de que algo me transformara en monstruo de esa manera. Y creo que lo que más te ayuda a lograr lo bueno, es justamente conocer lo malo bien de cerca y saber que no es lo que querés para el futuro, cuando seas libre de elegir”.
Salir al mundo
A los 17, mientras vivía en uno de los hogares de menores por donde pasó, tuvo la oportunidad de comenzar a estudiar turismo. Al poco tiempo y gracias a sus buenas calificaciones, consiguió una pasantía. “Veía a mis compañeros viajar a las ferias de turismo en el mundo, a los stands. Yo quería lo mismo pero con el paso del tiempo supe que esa posibilidad no me llegaría. De lunes a viernes trabajaba allí y en un hostel, sábado y domingo, en San Telmo. Allí veía turistas, me contaban de sus países y yo cada vez con más ganas de irme. En la época de la gripe aviar empecé a averiguar y tuve una oportunidad de llegar a Francia a cuidar niños en un programa de trabajo de cinco horas diarias. Para entonces tenía 22 años. Y desde los 17 que trabajaba no tomaba vacaciones, ahorraba la plata de las vacaciones, me tomaba solo cinco días al año. Ya vivía hacia un año fuera de los hogares y me había comprado mi heladera, mi tele, lo básico”.
Se jugó por su sueño. Vendió todo, tomó los ahorros de las vacaciones acumuladas, renunció a un trabajo que era seguro y partió a la aventura. “Una vez en Francia supe que, en realidad, lo que las familias necesitaban era una mucama tiempo completo pero con un salario de estudiante. Renuncié a ese empleo y empecé una aventura que merece un libro aparte. Duro, muy duro, pero con el pasado que tenía, ya era un veterano de guerra inquebrantable”.
Tuvo que tramitar una visa de estudiante, completar exámenes de lengua, historia, sociedad, conseguir de Argentina analíticos y documentos y hacerlos traducir, legalizar, apostillar. Sus amigos fueron de gran ayuda. El proceso de armar una carpeta duró casi un año. Luego llegó el momento de elegir la universidad donde estudiar y Andrea se inclinó por La Sorbona “por el gran prestigio que suponía y pensando que, si volvía a Argentina con el titulo de allí, podría más fácilmente encontrar un empleo. Si la Sorbona no me consideraba al nivel de lo que pedían, pasaban el expediente a la segunda universidad elegida y luego a la tercera. Por suerte me aceptaron. Venía con un historial de buenas calificaciones porque siempre me había refugiado en el estudio. Y luego de varios años obtuve mi título de historiadora”.
Entre París y Londres
Hoy Andrea es guía de turismo (@amorporviajar360) y alterna su trabajo entre París y Londres. Está casada con un inglés y tiene dos hijos de 5 años y 11 meses. También dedica algunas horas semanales a hacer voluntariados con dos ONG. “Hoy soy muy feliz, todo lo anterior está en el pasado. Y justamente lo malo tiene que servir para ser feliz cuando logramos avanzar. Claro que los traumas requieren de trabajo terapéutico. Hay que animarse y andar ese camino. Comparto mi historia no desde el lugar de la victimización sino con el objetivo de animar a cada lector a armarse un futuro mentalmente y luego a ir por él. Muchas veces creemos que hemos nacido con mala suerte y que no hay cambio posible para nuestras vidas, entonces nos resignamos. Yo no creo que se trate de buena o mala suerte. Creo que cuando las situaciones de la vida nos hacen vulnerables, estamos mucho más propensos a que nos pasen cosas malas. Por ejemplo, si vivís en la extrema pobreza es más factible que te caminen ratas dormido. Si trabajás 16 horas diarias es más factible que te enfermes. Si tuviste una infancia de abuso es más factible que sin procesarlo, busques una relación abusiva de adulto. Hay que salirse de la vulnerabilidad y cortar los círculos de a poco y la mala suerte se hará menos presente”.
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