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Habían sido seis meses realmente duros. Lejos de su familia y sus afectos, la aventura de probar suerte en otro país no estaba resultando como había imaginado. El idioma, en lugar de haberse convertido en algo que fluiría con el tiempo, pasó a ser una tarea más que necesitaba resolver para poder desenvolverse diariamente en Australia. Y en ese momento, frente a la posibilidad de regresar a la Argentina o extender su visa en ese país, optó por armarse de coraje e intentarlo una vez más.
“Tocaba decidir qué hacer. Pensé mucho sobre el asunto y fui sincera conmigo misma. No había aprendido el idioma como quería. La movida de cambiar de país había sido grande. Decidí entonces renovar la visa y quedarme unos meses más pero con una condición: tenía que buscar y encontrar un trabajo que realmente me gustara”, recuerda Valentina Secchi.
“No era lo que esperaba”
Todo había empezado tiempo atrás cuando una amiga le propuso salir de viaje para estudiar en otras latitudes y hacer la experiencia en otra cultura. Australia fue el destino elegido. La oferta académica y las facilidades para asentarse en aquel lugar volvieron a la idea más atractiva. “Después de dos años, mi empresa no había despegado del todo. Eso me generaba muchas dudas. No me estaba yendo mal pero tampoco era lo que esperaba. De modo que no lo pensé mucho: vendí todo y viajé con mi amiga”. Se despidió de sus afectos, de su familia, de su gato y sus amigos. “Lo más difícil de irse es despegarse de la cotidianidad con los que uno quiere”.
Criada en la localidad de Ramallo, al norte de la provincia de Buenos Aires, Valentina recuerda una infancia “típica de pueblo del interior”. A sus abuelos les encantaban las rosas, tenían un gran jardín donde la pequeña Valentina pasaba gran parte de sus días. “Mi bisabuela también amaba el verde, los árboles y las flores. Tenía frutales, hierbas, gallinas y miles de flores. Amaba ir a su jardín y escuchar sus historias”. Vivió allí hasta sus 18 años. A esa edad, decidió mudarse a la ciudad capital del país para estudiar y obtener un título en ingeniería agrónoma.
Cuando sintió que ya había hecho la experiencia que necesitaba y luego de haber trabajado en una multinacional, regresó a su Ramallo natal. Quería darle rienda suelta a sus deseos de montar la propia empresa en el lugar que la había visto crecer. “Volví para crear mi primera empresa: Bonpland. Se llamó así por el botánico y naturalista francés que estuvo de expedición en Argentina y que, junto a Humboldt, identificó y registró muchísimas especies de nuestra flora. Mi negocio era un vivero, también brindaba asesoramiento agronómico y paisajístico”.
“Me salió el trabajo con el que siempre había soñado”
Sin embargo, después de dos años de intenso trabajo, la joven no había logrado que su empresa creciera y le asegurara las ganancias que buscaba para vivir tranquila. Por eso cerró los ojos y se animó a probar suerte en Australia. Allí, creía, sería todo nuevo y las posibilidades de aprender le abrirían los ojos. Pero no fue fácil. Le costó adaptarse a una cultura tan distinta a la que había conocido. Conseguir trabajo tampoco resultó sencillo. Y sumado a todo eso, el idioma se presentaba como una barrera más.
Pasados los seis primeros meses, aunque no estaba realmente cómoda con la vida que llevaba, quiso darse una oportunidad más. Por eso renovó su visa y apostó a conseguir lo que buscaba. “En ese momento empezó la odisea. Mande miles de mails a muchas granjas de flores por todo Australia. Y se dio. Me salió el trabajo con el que siempre había soñado. Era en una granja de rosas cerca de Melbourne. Fue la mejor experiencia laboral y personal que tuve. Fue algo temporario, pero realmente amé trabajar allá por muchas razones: por la relación con mis jefes, por los amigos nuevos que hice, porque tuve la posibilidad de vivir en un departamento muy lindo y porque pude pasar la pandemia con amigos y trabajo. Además, en ese contexto redescubrí mi pasión por las flores”.
Un salto de fe
Fue un viaje de autodescubrimiento que le llevó tiempo pero que le permitió abrirse a nuevas posibilidades. Hace unos meses, convencida de que su corazón le indicaba el camino correcto, dejó un trabajo que había conseguido en forma paralela como ingeniera porque sentía que extrañaba las flores. “Y en ese momento de dudas unas amigas me dijeron: tenés el tiempo y el espacio para hacer algo que queres. No lo dudes y dale para adelante con tu proyecto. Y así nació Magnolia Flowers. Creo que siempre estuvo latente en mí. Mi primera empresa -que lamentablemente no funcionó en Argentina- ocupa un lugar importante en mi historia personal. Siento que sigue viva, pero de otra manera. Sabía que lo iba a volver a hacer en algún momento. Era cuestión de tiempo y de reinventarme. Pero es muy loco hacerlo en otro país”.
De a poco, el emprendimiento fue tomando forma. Una amiga la ayudó con las fotos, otra le dio la mano Instagram y las redes sociales. Pero Valentina siente que todavía tiene mucho que aprender y probar. Actualmente se la puede encontrar con su proyecto todos los domingos en el Market de Manly, donde vive. Además trabaja en una florería y en una empresa que distribuye flores. “Siento que gané un montón: la experiencia de vivir en otro país, conocer gente, aprender un idioma. Y ni hablar de animarme a emprender afuera, me dio muchísimo más de lo que me imaginé cuando me subí a ese avión cuatro años atrás. Literalmente era algo impensado para mí. Hay que dar ese salto de fe porque uno no sabe qué puede esperarlo del otro lado”.
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