Desde los 7 aprendió la cultura del esfuerzo y el trabajo; tras escuchar una frase motivadora, a los 17 dejó su ciudad natal con culpa, pero con la promesa de conquistar sus sueños y los de su madre.
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Max Jara jamás olvidará el día en que ganó sus primeros pesos. Había comenzado a ayudar a su papá a repartir las viandas que preparaba junto a su madre, cuando una mujer depositó un billete en sus manos, acompañado por un “para vos”. Asombrado, observó cómo en cada jornada de reparto sus ahorros crecían, gracias a las propinas de los clientes que tenían allí, en Posadas, Misiones, su lugar de nacimiento.
No eran pobres, pero sí incansables trabajadores que no se atrevían a soñar con lujos. Sus padres, que a veces también se encargaban de preparar comidas para eventos y fiestas, le aseguraban que la clave de la vida era el esfuerzo y el trabajo. Y con aquella certeza y con su alegría característica, Max inauguró su carrera laboral. Apenas tenía 7 años.
Max Jara nació en 1987, más tarde llegaron sus dos hermanos, pero su familia trascendía su núcleo familiar. Tenía muchos tíos y primas con los que compartía la vida, casi todo el día en la casa de la abuela. Las tardes transcurrían en el mundo imaginario de la infancia, donde la mayoría de los juegos giraban en torno a las ocurrencias de sus hermanos y primas. Entre representaciones teatrales, colitas y moños, Max descubrió que no había mejor pasatiempo para él que realizar hermosos peinados para aquellas mujeres de su vida.
Cierta vez, en Carnaval, se dedicó a juntar las boquillas de las bombitas de agua reventadas, con ellas hizo decenas de trenzas en las cabezas de sus primas, adornadas en las puntas con estridentes colores. “¿Le harías a mi hija? Te doy dos pesos”, le dijo de pronto una señora y luego otra. Y así, con casi doce años, Max descubrió su pasión y otra forma de trabajar y tener sus propios ahorros para el kiosco de la esquina de la escuela.
Tiempos duros y una luz de esperanza en la gran ciudad
Los años pasaron y a las trenzas les siguieron los peinados en las fiestas de 15, e incluso la preparación de los centros de mesa; todo evento que implicara una intervención estética era bienvenido para Max, que pronto comenzó a ser el referente para peinar al círculo íntimo de amigas. Lo hacía por gusto, aunque a veces recibía algún dinero, que de inmediato llevaba a su hogar que, poco a poco, parecía desmoronarse. La situación económica era cada día más crítica y él estaba decidido a aportar todo lo posible para mantener a flote a su familia.
“Por esos días cursaba todavía el secundario y la situación en casa era mala, quería ayudar. Recuerdo que un día, caminando por el barrio, vi el anuncio en una peluquería que decía que buscaban asistente. Le conté a mamá y con su aprobación me presenté”, continúa.
Max le anunció a la dueña, Nidia ,que no tenía experiencia, pero sí muchas ganas de aprender. Ella, atraída por su actitud, decidió tomarlo bajo su ala. Primero barrió y limpió y, después, poco a poco, aprendió el oficio al estilo tradicional: las tinturas, los ruleros, los secados profesionales y los peinados. El joven, que ya había trabajado de mozo, descubrió que era allí donde quería estar. Y ella, Nidia Wells, fue su primer ángel en el camino.
Entre el aprendizaje intensivo y la simpatía que atraía clientes, Max comenzó a ser convocado para los clásicos desfiles en Posadas, que a finales de los 90, sucedían hasta en un restaurante: “Fue por esos tiempos que llegó Ideas del Sur a la provincia, en el marco de un concurso que buscaba nuevas modelos. Tenía amigas que se dedicaban a eso, se presentaron y me pidieron que las peinara para la ocasión”, cuenta.
Cuatro de ellas quedaron y fueron convocadas para viajar a Buenos Aires. Tenían permitido llevar a un acompañante y, sin dudarlo, le pidieron a su amigo, Max, que fuera con ellas. Si no, ¿quién iba a ponerlas lindas?
La gran ciudad esperaba, intrigante, para cambiar el curso de la vida de Max para siempre.
La magia de Buenos Aires, las palabras anheladas y una promesa a mamá
Luces infinitas, sonidos estridentes, cientos o más bien miles de personas caminando de aquí para allá entre edificios imponentes y autos apurados. Maravillosa, pensó Max, quien, al igual que todo su entorno misionero, siempre había soñado con conocer Buenos Aires, un lugar del que presentía que se iba a enamorar.
Se alojaron en un hotel frente al Cementerio de Chacarita, se levantaban a las 7 de la mañana y, hasta las 9, Max se dedicaba a peinar a las modelos amigas, que llegaban al lobby impecables y sonrientes. Fue a la segunda o tercera mañana que Negrito Luengo, un productor, se acercó curioso a ellas, y las halagó por estar siempre tan bien arregladas: “Es que trajimos a nuestro peinador”. Tras las presentaciones, llegó una cena donde Max recibió las palabras que siempre había querido escuchar: “Tenés potencial, te tenés que venir a vivir a Buenos Aires”, le dijo.
“De esos cuatro días en Buenos Aires volví transformado”, asegura Max, “Sabía que eso era lo que quería, irme a probar suerte a la capital, pero me daba culpa dejar a mi mamá y a mis hermanos, que todavía eran chicos. Estábamos mal económicamente, y yo aportaba a la casa. Sin embargo, no quería renunciar al deseo y le aseguré a mi madre que daría todo de mí y que un día cumpliría su sueño, ese de tener la casa que siempre había anhelado”.
El chico del interior en la gran ciudad: “Emocionalmente fue muy dura esa época”
Tras una despedida inolvidable y largas horas en micro, las luces de Buenos Aires llegaron a él más estridentes que nunca. ¿Dejaría de sorprenderse alguna vez con aquella ciudad? Su arquitectura exquisita, un caos empapado de belleza infinita donde sentía que había un lugar para él, ¿pero dónde?
Max se alojó en el departamento de una amiga y salió a recorrer las calles, “Santa Fe y Callao”, le dijeron, “por ahí abundan las peluquerías”. Ingresó a una de ellas y en un principio quedó aturdido. Jamás había visto semejante despliegue de profesionales del rubro, acompañados por música y una atmósfera algo intimidante, entre cortes, peinados y manicuría. Decidido, le sonrió a una empleada y le preguntó si necesitaban algún asistente. Esta le indicó que hablara con una mujer sentada al fondo, llamativa en su porte y varios colores en su cabello. “¿Qué sabés hacer?”, preguntó. Maxi, que creía en la importancia de la humildad, mencionó algunas aptitudes aprendidas, aunque omitió otras tantas, seguro de que poco sabía, al lado de tantos expertos: “A partir de entonces empezó un período fascinante, pero complejo a la vez”, revela. “Buenos Aires es increíble, pero, por otro lado, es duro hacerse un lugar”.
Por aquellos tiempos, Max tuvo que enfrentar desafíos que, por momentos, lo colmaban de nostalgia. Era muy joven, venía del interior y varios de los empleados se dirigían a él con desprecio, mientras él se dedicaba, ante todo, a limpiar, siempre con una sonrisa, feliz de poder trabajar. A la par, tuvo que dejar el cuarto que le había ofrecido su amiga y se halló perdido en la calle, con un sueldo mínimo, saltando de pensión en pensión. Buenos Aires, de pronto, se presentó áspera, difícil de sobrellevar. Pero Max recordaba la promesa a su madre, y cuando creía desfallecer, aquel pensamiento lo rescataba de su angustia.
“Emocionalmente fue muy dura esa época, también porque en casa no teníamos teléfono”, dice Max. “Para hablar con mamá tenía que buscar uno, llamar a la vecina y avisarle o maniobras similares, era muy difícil, me angustiaba mucho”.
De barrer a conquistar clientes y vivir en el extranjero
Cierto día, Max observó a las peluqueras que llegaban temprano y notó que se veían poco arregladas, por falta de tiempo ante la necesidad de entrar en horario. ¿Y si las peino mientras no lleguen clientes?, les propuso. A partir de entonces, las peluqueras del lugar comenzaron a lucir melenas atractivas, en especial a los ojos de las clientas.
A los pocos días, Alejandra Batalla, dueña del local, notó el peinado de una de ellas: “Qué bien te peinaste hoy”, observó. “Fue Max, nos peina a todas”. Alejandra se dirigió a él y en tono de reproche le dijo que no le había avisado que sabía peinar: “Desde ahora, atenderás a las clientas”. Aún no había cumplido los 18 y Max había conquistado el corazón de la dueña. Sus colegas, frustrados por la situación, le derivaban a las clientas “quisquillosas”.
“Pero yo las conquistaba”, asegura Max, quien cuando volvió a Misiones por primera vez (al igual que las siguientes) siempre procuró llevar a su gente cada aprendizaje que traía: “Allí, como en muchos lugares del interior, se veía a Buenos Aires como una meca y hace 20 años todo era muy inaccesible”.
A partir de entonces, la carrera de Max empezó a crecer muy de a poco, así como su calidad de vida. Pudo alquilar un departamento, ayudar un poco más a su madre y tomar cuanto curso de perfeccionamiento se cruzara en su camino. Y, con los años, llegaron oportunidades que jamás desaprovechó, y con ellas, clientas fieles y renombradas, grandes aprendizajes de la mano de otro ángel, su mayor mentor, Victor Rubenoff, notas en revistas y el acceso a nuevas personas, que maravillados por su talento, le abrieron las puertas al mundo. En un camino sinuoso, Max había pasado de apenas poder costear un pasaje en micro a Misiones una vez al año, a viajar seguido a ver a los suyos, e incluso, cruzar las fronteras de la Argentina por largos períodos.
“Primero acepté una oferta en Brasil, donde viví un tiempo prolongado y después en Barcelona e Ibiza”, cuenta Max. “Fueron tiempos de aprendizaje en todo sentido. Viví unos años en España, pero volví, necesitaba estar cerca de mi familia”.
De los sueños a las promesas cumplidas: “Nunca hay que olvidar de dónde venimos”
Aquel niño de 7 años que alguna vez recibió una propina y recorrió una vida de esfuerzo, regresó a Misiones para dejarse abrazar por las raíces que jamás lo habían abandonado. Ya en Buenos Aires, entendió que era tiempo de cerrar círculos y emprender otro vuelo, tal como había hecho a los 17 años, cuando dejó su tierra para enfrentarse a un universo desconocido.
La cultura del trabajo que traía iba de la mano de la del ahorro. Con ellos, Max alquiló un departamento en Cañitas al que llamó Blood Studio y que decidió ambientar con la atmósfera de Misiones. Sus antiguas clientas volvieron a él y, más aún, estas convocaron a otras, atraídas por la calma del espacio “vengo a desconectar”, le decían.
Cuando llegó el momento de dejar Cañitas por fuerza mayor, una clienta le ofreció un departamento y otro conocido muebles de peluquería y artefactos en desuso. Pero para Max, todo aquello se transformó en oro. Hoy, tras veinte años de esfuerzo y amor, tiene dos locales (en Palermo y Pilar) y en ellos ofrece un clima peculiar, que atrae a sus clientes fieles, entre ellas, celebridades del ámbito local.
“En Jara Taller de Pelo y Jara Taller en el Vivero, creé un espacio rodeado de naturaleza -amo las plantas- y calma, donde la clienta no se siente en una peluquería. Después del encandilamiento de Buenos Aires, de los locales en los que trabajé, estridentes, grandes, decidí crear un lugar verde, inspirado en mi lugar de origen. Por otro lado, la materia prima, el pelo, es lo que más cuidamos, uso productos conscientes del medio ambiente, y hacemos pruebas antes de cualquier procedimiento. La escucha y el cuidado del cliente es fundamental”, dice.
“Es una empresa que considero familiar, ya que sin mi pareja hubiera sido imposible, es mi mano derecha. También me acompaña ahora mi hermano. Mis colaboradores son también mi familia, y yo sigo capacitándome siempre y todo lo que aprendo lo comparto con todos, porque sé qué valorable es que te ayuden en el camino”:
“Asimismo, dicto talleres en el interior para chicos como yo, que sueñan, pero que normalmente no tienen acceso a la información. Trato de ofrecerles un poquito de lo que soy yo y mi historia”, dice Max, conmovido. “A ellos y a todos los que a veces sienten que no pueden les digo que nunca dejen de soñar. Mi experiencia me demostró que con mucho trabajo se puede. Siempre le agradezco a ese Max de 17 años que llegó de Misiones y nunca desistió. Hay que confiar en el trabajo, en los sueños y siempre darle para adelante. Nunca hay que olvidar de dónde venimos y siempre agradecer a las personas que nos ayudaron a estar donde estamos”.
“Hay que confiar en uno mismo. Hoy, con 36 años, tengo muchos anhelos por cumplir, pero sé que con 36 años alcancé mucho más de lo que pensé alguna vez que iba a lograr. Hoy trato de disfrutarlo y ayudar en lo que más pueda. A aquellos que están faltos de ganas les digo: se puede salir adelante”, concluye Max quien, hace poco más de un año, logró construirle la casa soñada a su madre, tal como le había prometido.
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