La fortaleza de Christian, tanto física como emocional, lo llevó a superar los complicados días de la infancia hasta encontrar una pasión que se transformó en un medio de vida inesperado
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En el año 2011, cuando el paisaje de entrenamiento al aire libre estaba lejos de ser tan concurrido como hoy, Christian Battipede decidió aventurarse en un territorio inexplorado. Concretamente, el parque Rivadavia, el pulmón verde del barrio de Caballito. Por entonces jugaba futsal en Ferro y trabajaba en el negocio familiar, una joyería de la calle Libertad. Pero una fuerte lesión que lo obligó a dejar el deporte, al menos en forma temporal, le dio la oportunidad de preguntarse algunas cosas.
Tal vez había llegado la hora de hacer un cambio de planes. La joyería, un rubro fascinante, se estaba volviendo un consumo cada vez más caro y las ventas mermaban al ritmo de los vaivenes económicos que atravesaba el país. El negocio ya no rendía tanto como para satisfacer las expectativas de todos los miembros de la familia. Y así pensó en cambiar de rumbo.
De armar joyas a explorar
A los 18 años Christian hizo un curso de joyería en una tradicional escuela en la calle Lezica, donde aprendió las bases del oficio y al salir empezó a trabajar en el taller de Jorge Lío “un tipo que es un fenómeno en el rubro”, quien le enseñó los secretos de soldar, pulir, laminar y fundir los metales desde el punto de partida.
“Desde que el metal es un lingote, aprendí cómo fundirlo y laminarlo; después seguir todo el proceso de corte, darle la medida justa y armar las piezas.”, describe y añade: “Es un trabajo hermoso que lamentablemente en la Argentina ya no se valora. El rubro estuvo en auge en los años 80 y 90 pero desde la crisis de 2001 empezó a decaer y hoy está en un momento horrible. En el país ya casi no se fabrica en oro y ya eso es un paso muy para atrás con respecto a otras partes del mundo. Hoy acá ya no hay nadie que quiera comprar algo de oro porque está muy caro; todo lo que se vende es de baja calidad, todas cosas livianas, de plata o de acero quirúrgico.”, analiza.
Christian se graduó como profesor de educación física en 2009. Cuando le tocó hacer un tratamiento de rehabilitación para recuperarse de la lesión decidió sumarle intensidad a los ejercicios indicados por el kinesiólogo. Entonces ideó una rutina de entrenamiento intensa que empezó a practicar al aire libre y, de paso, invitó a unos amigos a entrenarse con él. Así la actividad se hacía más entretenida y de paso, cumplía con responder a los consejos que solían pedirle. En esa etapa, ya estaba graduado y todo estaba organizado, no iba a ser un entrenamiento improvisado, la única diferencia con un gimnasio era que los ejercicios se adaptarían a las posibilidades que brinda el espacio público, en este caso, el parque Rivadavia.
Así fue que, poco a poco, comenzó a entrenar a amigos y conocidos. Se dio cuenta de que disfrutaba enseñar y dar clases a nivel grupal. Más adelante, unos años después, se unió a una empresa que brindaba publicidad virtual y organizaba clases a nivel grupal mediante la asignación de alumnos a los instructores suscriptos al servicio. Christian ya tenía su propio grupo y también recibía personas de una empresa de publicidad en internet, lo que hizo que su caudal de alumnos aumentara un poco más.
Mientras se recuperaba de su lesión y entrenaba en el parque, mantenía su trabajo en la joyería familiar, en la calle Libertad. Lejos estaba de imaginar entonces que esa idea iba a darle, años después, un medio de vida que le iba a permitir dejar el negocio familiar para convertirse en su principal ingreso. La oportunidad se desplegó con la llegada de la pandemia, cuando el mundo se volcó al entrenamiento al aire libre y un nuevo capítulo se escribió en el fitness comunitario.
Atreverse a soltarse
Sin embargo hace quince años no hubiera imaginado que podría dar clases, mucho menos tan numerosas. Es que desde chico venía tratando de superar un desafío que, en sus propias palabras, “No me permitía soltarme.” No por timidez, ni por falta de confianza en sí mismo, sino porque temía que le resultara difícil transmitir las indicaciones a los alumnos. Es que Christian tartamudea por momentos. Y, aunque no todos lo notan, él sabe que esa espada de Damocles siempre lo acompaña. “Yo lo controlo, pero igualmente, está.“, reconoce el profesor. a sus 39 años. “A mí ya no me afecta tanto, a nivel emocional. Pero cuando era más joven sí, era incómodo.”, agrega.
La tartamudez es un trastorno del habla que causa interrupciones en la fluidez al hablar. Estas interrupciones o bloqueos, llamadas disfluencias, consisten en repetir sonidos, sílabas o palabras; estirar un sonido o detenerse repentinamente en medio de una sílaba o palabra.
El tartamudeo usualmente afecta a niños en edades de 2 a 5 años y es más común en varones. Puede ser una situación temporal que dure varias semanas o extenderse por varios años. Cuando la tartamudez es una condición crónica que persiste hasta la adultez puede afectar la autoestima y las interacciones con otras personas. También llamada disfemia, espasmofemia o disfluencia en el habla, la tartamudez es un trastorno de la comunicación (no un trastorno del lenguaje) que se caracteriza por interrupciones involuntarias del habla que pueden estar acompañadas de tensión muscular en cara y cuello y emociones como miedo y estrés. Sus causas habitualmente son genéticas y no están relacionadas con el desarrollo intelectual.
“El tema era que yo estaba en la escuela y capaz sabía las cosas y no las decía por miedo a no poder decirlo. Me daba bronca tener algo que no es común.”, revela Chris. “Creo que hay un factor de genética porque mi mamá también lo tenía, de chica, y el padre de ella también lo tenía.”, resume.
Aunque nunca sufrió bullying, Christian notó que a veces le costaba articular frases completas sin trabarse. Con un grado relativamente leve de tartamudez, acudió a tratamientos de fonoaudiología y luego a un centro especializado en el tratamiento de la tartamudez. En este centro, Christian descubrió un dispositivo peculiar que suele usarse en algunos casos. El aparato, conocido como dispositivo de retroalimentación auditiva alterada (AAF por sus siglas en inglés) transmite frecuencias en el oído que permiten escuchas una microdécima de segundo antes de la información que recibía. Con el tiempo aprendió a arreglárselas solo. “Depende de uno, vos tenés que confiar en vos.”, asegura.
La pasión por el deporte, entrenar el cuerpo y verse bien, también fue, en parte una forma de autoafirmación. “Uno quiere verse bien, y capaz si te ven bien, también influye en que te tomen un poco más en cuenta. En el mundo de hoy, que es todo visual, el que está más o menos bien, obviamente, tiene una ventajita.”, dice Chris, aunque asegura que esa motivación la tenía más presente a los veinte años. “Ahora estoy más grande, soy padre, ya no me preocupo tanto por eso. Pero en su momento, sí, me gustaba estar lo mejor posible, y estaba mucho más marcado Y aparte también iba de la mano con mi laburo. Creo que para mí es vital que uno esté bien para que la gente también te tome como ejemplo. “, concluye.
Confiar en uno mismo
Para 2018 los grupos en el parque ya habían crecido a 20 o 25 personas por clase. Chris ya le había puesto un nombre al emprendimiento, Fit Parks y, además sus alumnos veían progresos. Entonces decidió que podía jugársela y dedicarse de lleno a la profesión. Dejó la joyería y aumentó los horarios de clases a todos los días, de mañana y de tarde. Luego, con la pandemia, todo cambió y tuvo que adaptar el sistema a dar a las clases virtuales a través de Zoom. “Fue un período difícil, como un quiebre económico, pero se pudo aguantar y para cuando se empezó a poder salir del aislamiento pero la gente no quería volver a encerrarse en los gimnasios, el fitness al aire libre explotó”, cuenta. Ya con el fin de la pandemia, en 2022, la situación mejoró significativamente. “Siempre tuve grupos grandes, pero ahora veo que la conciencia sobre la importancia de cuidar el estado físico, mucho más en mujeres, aumentó para mucha gente.”, revela.
El equipamiento para montar esa suerte de gimnasio rodante es mucho, variado y tiene una sola desventaja: pesa mucho. “El único inconveniente es resolver cómo llevo las cosas, ya que cuando vienen muchos alumnos tengo que llevar mucho peso y a veces cuesta. Pero ahora le encontré la vuelta y me compré una bici eléctrica con una caja atrás que me permite transportar más cosas y más peso.”, revela. “Ya le encontré la vuelta a eso”.
Y no solo a eso, también a liderar un grupo de gente que es constante, con ganas de verse bien, que se hacen amigos y que disfrutan de entrenar al aire libre. “A mí me gusta estar atento. Si a alguien le pasa algo o no le sale algún ejercicio, estar cerca. Creo que eso es lo que también la gente quiere”, señala.
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