Al volver de Eslovenia enfrentó la sensación de fracaso, hasta que halló el camino para aceptar su realidad...
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Lorenzo Fernando Strukelj nació en Argentina, aunque desde niño su corazón, por momentos, vagaba por paisajes que jamás había visto. Sus padres habían llegado desde Eslovenia tras la Segunda Guerra Mundial. Lo habían perdido todo, pero aún quedaban las esperanzas del nuevo comienzo. Primero se instalaron en el Hotel de Inmigrantes en Buenos Aires y, a partir de entonces, iniciaron su camino en esa extraña tierra, tras haber dejado para siempre lo más importante: patria y familia.
“Eran inmigrantes políticos; no fue su decisión el emigrar de su patria, fueron forzados a ello por la pérdida de la libertad y para conservar lo más sagrado: la propia vida. Me vuelven estos recuerdos a la mente, especialmente en estos días, en que está ocurriendo la horrenda tragedia de Ucrania”, dice, pensativo.
Se instalaron definitivamente en Chubut, donde nació Lorenzo, quien no tardó en darse cuenta de que había nacido en un hogar envuelto en la nostalgia por lo perdido. En un comienzo, su madre no hablaba castellano y el pequeño incorporó el esloveno como primera lengua a través de las canciones de cuna, los cuentos de buenas noches y las anécdotas tras las innumerables fotos, libros y discos que pululaban por el hogar.
“Todo en mi primera niñez estaba referido a Eslovenia. Para colmo, papá trabajaba para una empresa alemana. Era el contador y apoderado. Compartíamos el piso con el gerente de la empresa, un alemán en la curva de la mitad de la vida y que, con su mujer, a los que llamábamos tíos -onkel y tante- no tenían hijos. Nosotros nos convertimos un poco en sus hijos / nietos”.
Tanto Pablo -su hermano mayor- y Lorenzo, incorporaron el alemán, gracias a sus tíos adoptivos. Y, apenas tuvieron edad para ingresar al jardín de infantes, el castellano entró en sus vidas: “Esta circunstancia seguramente favoreció mi facilidad en el aprendizaje de idiomas, que más tarde tan útil me resultaría”.
Eslovenia: Una tierra que se siente “como en casa” y una firme decisión
1983 fue un año inolvidable. Lorenzo pisó Europa por primera vez, junto a sus padres y dos hermanas. En varias ocasiones intentó poner palabras al reencuentro con sus raíces, aunque siempre concluye que el episodio es inenarrable: “Los abrazos, las lágrimas, la emoción que nos unió a todos en ese momento no se puede describir”.
Su corazón comenzó a latir con fuerza y sus ojos se nublaron al cruzar la frontera de Eslovenia con Austria. La historia acumulada en la sangre era demasiada potente, recorrer la tierra de sus ancestros se sentía como tocar el cielo con las manos.
Y algo extraño aconteció con el correr de los días: Lorenzo comenzó a sentir que estaba de regreso en un lugar donde ya había estado, conocía los paisajes y las personas desde siempre: “A la semana ya me sentía más `en casa´ en esa nueva tierra, que en la que había nacido y vivido hasta entonces. Difícil de explicar, pero yo lo interpreté como que ese era mi lugar en el mundo, y fue el momento en el que decidí que me iría a vivir al país de mis ancestros”.
Un as bajo la manga: saber hablar idiomas
Sucedió dieciséis años después. En 1999, ya casado y padre de una hija, Lorenzo armó las valijas y se fue a vivir a Eslovenia. Tenía un gran as bajo la manga: los idiomas, que pronto le permitieron ubicarse laboralmente en el rubro de las ventas. Además del esloveno y el castellano, tenía solvencia en inglés, italiano, francés, aparte de conocer en menor medida el croata, el portugués y el alemán, para entonces bastante olvidado.
“Creo que fueron estos conocimientos idiomáticos los que me ayudaron a conseguir trabajo en tiempo récord, ya que el mercado europeo se caracteriza precisamente por su diversidad lingüística”, asegura. “En pocos meses fui promovido a jefe de ventas y en un par de años llegué a gerente comercial. En el término de una década, trabajé en tres empresas distintas, hasta armar mi propia empresa de intermediación comercial”.
Para Lorenzo, emigrar de la Argentina y escalar en su ocupación significó comprender al mundo como una unidad e incorporar los viajes como una parte fundamental de su vida: durante los siguientes siete años, de los treinta días del mes, pasaba veinte en el exterior.
“Exportábamos a más de treinta países. Fue una gran escuela en la que aprendí mucho de las diferentes culturas, ya que frecuenté desde EE.UU. hasta Rusia, Turquía, Marruecos y casi todos los países de Europa. Quedaron en mi acervo los recuerdos y vivencias, tantas anécdotas, que mi señora insiste en que debo plasmarlas en un libro... tal vez algún día lo haga”.
Una separación y un destino inevitable: regresar a la Argentina
Al cuarto año de residir en el exterior, aquello que no funcionaba en el matrimonio de Lorenzo, se hizo evidente. Se separaron en buenos términos y, al poco tiempo, por razones de salud, los médicos le aconsejaron a su expareja que regresara a su país de origen, Argentina. En un principio, ella se resistió a irse, le gustaba mucho el paisaje de los Alpes, el orden y la tranquilidad social, aunque era evidente que la adaptación se le había dificultado. Sin raíces y sin nuevos amigos, la depresión quería colarse en su vida.
“Ninguno de los dos formamos nuevas parejas, pero en su caso la soledad afectiva, no tener a la familia extendida, siguió haciendo lo suyo. Varios años más pasaron hasta que los médicos le insistieron que veían serio riesgo de que cayera en depresión y, finalmente, ella se convenció de que volver era lo mejor”.
A Lorenzo le comunicó la decisión con calma y lo invitó a hacer lo que sintiera que era bueno para él. Se iría con su hija de 12 años, por supuesto, y para él, el solo hecho de imaginarse una vida alejado de su pequeña le pareció inconcebible.
“Estaba en plena pre adolescencia, y a mí no me pareció que en esa etapa tan decisiva de la vida se quedara sin padre o sin madre; ni tampoco me parecía aceptable iniciar una pelea por la tenencia, ya que seguramente ninguno de los dos estaría dispuesto a renunciar a priori a nuestra hija. Así que me quedó una sola posibilidad: regresar yo también”.
Volver: emociones encontradas y sensación de fracaso
Corría el año 2007 y el regreso trajo una serie de sentimientos encontrados. El reencuentro con su madre enferma de cáncer (su padre había fallecido durante su ausencia), trajo la posibilidad de compartir su tiempo final, algo invaluable. Por otro lado, había vuelto a su ciudad de nacimiento y crianza, Chubut, y conocía a mucha gente que le abrió los brazos sin titubear.
“Hasta tuve bastantes momentos en los que me sentí muy orgulloso ante mi hija por el afecto y deferencia con que nos trataban. Incluso hubo casos en los que, por ejemplo, no nos quisieron cobrar en algún negocio, acompañando ese gesto con palabras de bienvenida afectuosas y elogiosas que, me parecía, hacían mucho efecto en mi hija”, revela.
“Pero para mí no dejaba de ser una especie de fracaso. Cuando nos fuimos, lo hicimos `quemando las naves´. Nos habíamos deshecho de un pequeño negocio que teníamos en la ciudad, al que llamamos `Arcón de Vida´, y que tuvimos durante once años. También dejé un puesto gerencial en una empresa importante. Malvendimos o regalamos todo: el regreso no había estado dentro de los planes”.
“Sumado a lo subjetivo, experimentaba también un choque en cuestiones objetivas. De venir de un lugar que parecía de cuentos, me encontraba nuevamente en otro donde el orden y la limpieza no eran precisamente una nota destacable”, agrega. “Y me dolió ver a la sociedad enfrentada de una manera novedosa para mí. Antes existían diferencias de criterios, discutíamos con mucha vehemencia, pero no solía afectar las relaciones personales. A mi regreso me di cuenta de que ahora se generaban enemistades y odios”.
Un largo camino hasta sentirse en casa: “Recién cuando abracé la realidad como una cosa positiva y deseable, comencé a vivir nuevamente en plenitud”
Sin llegar a entrar en depresión, Lorenzo atravesó estados de tristeza y melancolía durante los siguientes dos años. Por fortuna, había llegado con su trabajo de traductor para las cinco agencias para las que solía prestar sus servicios, en paralelo a su ocupación a tiempo completo. Y, poco tiempo después de su llegada, fue contratado por una empresa argentina allí, en Chubut. A partir de entonces, Lorenzo comenzó a trabajar mucho para tapar su sensación de fracaso y su nostalgia hacia la tierra eslovena.
“Dormía pocas horas y, más de una vez, trabajaba toda la noche. Debía abrirme camino nuevamente, porque no había traído nada conmigo al regreso, salvo lo puesto y dos valijas medianas con mi ropa y escasas pertenencias”, rememora. “Aunque me distrajera con el trabajo y contara con el afecto y el cariño de los amigos y la familia (hermanos, sobrinos, mi hija) seguía, en el fondo, triste y deprimido. No me abandonaba la sensación de fracaso y desarraigo”.
“Podría compartir decenas de anécdotas de generosidad de parientes y amigos, así como de pequeños éxitos laborales, pero debo decir que, recién cuando abracé la realidad como una cosa positiva y deseable, cuando me planteé un nuevo proyecto de vida en el nuevo contexto, comencé a vivir nuevamente en plenitud”.
Para Lorenzo, no es casual que, en aquel momento, cuando logró abrazar su nueva realidad por completo, el amor haya regresado a su vida, de la mano de Ana María, “mi actual y definitiva compañera de vida”. Recién ahí, cuando fue capaz de unir su camino profesional con su vida afectiva, se sintió nuevamente en casa.
Dos cosas para ser feliz: “No importa dónde vivas, lo importante es tener un proyecto de vida y un amor para compartirlo”
Hoy Lorenzo, el hijo de inmigrantes que dejó su país de nacimiento para vivir en la tierra de sus ancestros, abraza todos sus suelos sin conflictos. Su hija los convirtió en abuelos y él se jubiló sin pena, ya que hoy dedica sus horas a sus tantas pasiones. Junto a su mujer, construyó una cabaña en las sierras cordobesas, lugar donde residen la mayor parte del tiempo. Ana María, psicoanalista, aún trabaja, mientras él hace de albañil, pintor y jardinero de su hermoso refugio. Pero, ante todo, Lorenzo escribe más que nunca - bajo el seudónimo de Lalo de Pablo-, una pasión que trae de toda la vida: relatos breves, poesías y ahora una novela: “sin proponérmelo; comencé un cuento y fue creciendo impensadamente hasta convertirse en un proyecto mayor”.
“Tenemos una familia ensamblada, con tres hijos y tres nietas pequeñas que nos alegran la vida. Ana María acaba de coronar su carrera profesional con un doctorado en psicología (PhD), mientras sigue el camino para didacta en la Asociación Psicoanalítica”, agrega con orgullo.
“Mi síntesis vital de mi historia es que, no importa dónde vivas -en mi Comodoro natal, en Eslovenia, tierra de mis ancestros, o en las sierras cordobesas, nuestra elección para el descanso en la recta final. Lo importante es tener un proyecto de vida y un amor para compartirlo. Teniendo esas dos cosas, el desierto del Sahara puede ser un paraíso; sin eso, el mejor lugar te parecerá hostil y extraño”, concluye.
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