Dejé de fumar a los 41 años y tuve que aprender a vivir de nuevo
No puedo creer que haya dejado de fumar. Sencillamente no lo creo. No puedo creer que pase un día entero sin encender un cigarrillo. No puedo creer que ya pasaron dos años desde la última pitada.
Vivir sin fumar cigarrillos me parecía imposible. Noches de comilona y largas conversaciones sin cigarrillos, ¿qué es eso? ¿Leer y escribir sin fumar? Eso es imposible. ¿Esperar el colectivo sin encender un pucho? Me vuelvo loco. Beber cerveza sin fumar… ¡Dios mío!
Fumé de los 16 hasta los 41 años. Aprendí casi todo en la vida fumando. Empecé a fumar cuando apenas tenía pelos en el cuerpo. Al principio fumaba diez puchos, después veinte, los últimos años fumé treinta cigarrillos diarios. Me acompañó en los mejores y en los peores momentos de la vida. Estudiaba y fumaba. Conversaba y fumaba, comía y fumaba, hacía el amor y después fumaba, trabajaba y fumaba. Más de la mitad de mi existencia fue algo así como hacer algo y fumar.
Un día dejé de fumar y tuve que ocupar el tiempo que me pasaba fumando.
Tuve que aprender a vivir de nuevo.
Es como un sueño hecho realidad, como una victoria revolucionaria, también. La batalla más difícil. Se terminó la dependencia.
¿Se terminó? A veces el tabaco me persigue en los sueños. Son como pesadillas en las que fumo, sueños vívidos donde lo disfruto como nunca, y despierto arrepentido.
Como los adictos con las drogas más potentes, aun cuando ya no fume, el cigarrillo me acompañará por el resto de mis días.
Es verdad, dejar el hábito tiene múltiples beneficios. Mejora la circulación, en mi caso ya no me duelen las piernas; experimento una mayor concentración, aprovecho más el tiempo y me siento más productivo; respiro mejor, no me engripo dos veces al año como antes, mis dientes están más blancos, recuperé el olfato y ahora huelo hasta la traición, entre muchas, montones de cosas más.
Esto puedo afirmarlo ahora, porque al principio casi me muero. De verdad, casi me muero.
En realidad creo que me morí y nací de nuevo. Soporté (y me soportaron) arrebatos de violencia, dolores en el pecho y palpitaciones que me llevaron al hospital, electrocardiogramas, nervios, ataques de pánico, tristeza, depresión.
Melancolía.
El diagnóstico médico: "crisis de ansiedad".
–Tenés que tomar clonazepan, me dijo un clínico de guardia.
–Para eso vuelvo a fumar, le dije.
En cambio, en lugar de consumir psicofármacos para estabilizarme, me dediqué a la comida y la bebida.
Comía como un náufrago y chupaba como un vikingo. Tres platos de ravioles, una botella de vino tinto. Una grande mozzarella, dos litros de birra.
Engordé veinte kilos.
Por todo esto, ahora que estoy estable y recuperé mi peso, voy a decir nada más que dos cosas.
Primero, abandoné el hábito de fumar un día para el otro, después de una gripe tremenda, sin ayuda de ningún fármaco, ni terapia de ningún tipo, después de 25 años ininterrumpidos de tabaquista.
Fue un error grande.
No lo recomiendo, podés morir de un bobazo, convertirte en un ser violento, matarte o matar a alguien.
El síndrome de abstinencia de la nicotina es tremendo.
Quedás tembleque.
Algunos lo equiparan con el de la abstinencia a la heroína. No es joda. En serio. Si sos un fumador compulsivo y querés dejar el pucho, tenés que pedir ayuda.
Segundo, no pienso, bajo ningún punto de vista, convertirme en un militante antitabaco, en un fundamentalista del aire puro, en un perseguidor de fumadores, evangelizando sobre los beneficios de dejar el tabaco y vivir una vida saludable.
Antes que eso vuelvo a fumar.
Cien años de nicotina
Tengo la sensación de que mis células están seteadas para funcionar con nicotina, con mucho monóxido y poco oxígeno, estoy convencido de que es algo que acompaña mis genes de generación en generación, que viene de fábrica, que tiene que ver con la epigenética y con lo hereditario.
No puedo ir más allá en el pasado de mis ancestros pero conozco de primera mano la relación con el tabaco de mi nonno, Michelle Di Genova, nacido en 1912 en la comuna de Casacalenda, un pueblo de piedra en lo alto de una montaña en la provincia de Molise, Italia.
Tengo dos grandes relatos sobre el nonno Michelle, que era analfabeto, muy probablemente disléxico, que no hablaba italiano oficial sino un dialecto rústico y extinto, que llegó a la Argentina en 1947 y que hasta su muerte en Buenos Aires, en 1998, no solo no aprendió a leer ni a escribir sino que nunca habló una sola palabra en castellano.
El nonno se fumaba todo lo que encontraba.
Durante la Segunda Guerra, ante la escasez de tabaco y de papel, entre muchas otras cosas que escaseaban, el nonno le fumaba los cuadernos de la primaria a mi papá y a mi tía.
Literal. Arrancaba las hojas del cuaderno, las enrollaba y se las fumaba.
Eso no era nada. Por aquellos tiempos, el tabaco y la nicotina no solo se consumían en cigarrillos.
Como piccolo contadino que era, mi nonno Michelle solía ser reclutado para levantar la cosecha de trigo de manera clandestina, por las noches; de esta manera, el dueño de la parcela se evitaba tributarle al Estado fascista.
Para soportar largas jornadas de trabajo nocturno, que iban del crepúsculo al amanecer, los monjes que vivían recluidos en las afueras del pueblo, en el convento medieval de Sant'Onofrio, le suministraban a mi nonno y a sus compañeros un estimulante, el pizzicato.
Entrada la noche, de un bolsillo interno de la cogulla, la túnica con capucha típica del retiro monacal, el monje extraía una bolsita de tela, en cuyo interior había un polvo marrón, que era tabaco finamente molido estilo rapé, para que el campesino que estaba agotado, pellizcara un poco de polvo (pizzicato), y lo aspirara por la nariz.
El piccolo contadino enseguida recuperaba la energía.
Estoy seguro, si bien nunca pude confirmarlo, que de ahí viene la palabra "pichicata" y "pichicatearse" como sinónimo de "drogarse".
Medio millón de pesos
Dejo por acá algunos números sobre el tabaco y un poco de historia.
Desde que empecé a fumar encendí cerca de 228.000 cigarrillos, es decir que pité unos 228 kilos de tabaco, nicotina, alquitrán, papel, pólvora, plutonio y otros quinientos químicos distintos en forma de humo.
Es un buen promedio.
En términos económicos, quemé más de 12.500 dólares, más o menos medio millón de pesos.
De los 7 mil millones de seres humanos que habitamos este mundo, al menos 1000 millones son fumadores.
De acuerdo con cifras de la OMS, 500 millones de personas mueren todos los años a causa del cigarrillo.
Soy un convencido de que las personas no somos tan estúpidas para fumar y que todo sea un perjuicio, que el tabaco y la nicotina hacen algún aporte benéfico al organismo, y que mantienen a raya a ciertas enfermedades.
De acuerdo, no se enojen conmigo, hay alguna evidencia. Si bien el aporte benéfico de esta sustancia estimulante es mínimo frente a la pérdida de soberanía, a la adicción y a todas las enfermedades que provoca el acto de fumar, la ciencia no puede negar que el tabaco es un potente antimicrobiano.
Que mata todo tipo de gérmenes, como virus, hongos y bacterias. Es decir que puede curar infecciones que podrían ser mortales.
De hecho, los habitantes originales de América empleaban sus hojas para desinfectar y curar heridas (el tabaco también es cien por ciento americano, como el tomate, el ají, el cacao, la papa, el maní y los porotos).
Los taínos, originales de las islas del Caribe, solían respirar el humo de una hoguera con hojas de tabaco. Lo hacían con un palito ahuecado en forma de Y, que se metían por la nariz para aspirar el humo.
No era cosa de todos los días, tampoco. Lo hacían solo durante las celebraciones y rituales, como las libaciones de bebidas fermentadas con alcohol.
Así conocieron el tabaco los europeos, hace poco más de quinientos años. No es que antes no fumaran, pero no quemaban tabaco. Debían conformarse con la marihuana o con algo ciertamente más potente, más adictivo y alucinógeno, el opio.
40 diarios
Menos opio y paco, en la vida fumé de todo.
La idea de pitar y emanar humo, de sentir el sabor tostado, la sensación primitiva de portar el fuego entre los dedos, de llevar la llama eterna, de contar con la combustión cósmica, siento que está tatuada en mi biblioteca celular.
Como si fumar fuera una necesidad biológica.
Cuando hice el Servicio Militar, durante una guardia de 24 horas en Campo de Mayo en la que me quedé sin cigarrillos, armé un cigarrillo con caca de tero.
La caca de tero es una bolita color ámbar de pasto seco.
Es fea de fumar, muy fea la verdad, pero tiraba lindo humo y me quitaba las ganas; fue como una especie de homenaje a mis antepasados neandertales.
Con esto de la herencia genética y de las vidas pasadas, tengo que decir que mi papá también fue un gran fumador.
Hasta su muerte por un cáncer de vejiga a causa del cigarrillo, poco después de cumplir 70 años, se fumaba 40 cigarrillos diarios.
Era un caso perdido y dejar el vicio a esa edad no tenía sentido.
Fumaba desde los 7 años y empezó así, primero encendiendo la paja de las escobas y pitando su humo herbáceo, después convidado por los más grandes y más tarde saqueando con amigos los camiones de cigarrillos.
Siempre contaba historias sobre sus primeras fumatas y terminaba recomendando la película Cinema Paradiso, así era mi pueblo, decía. Y se le mojaban los ojos.
Si subía hasta lo alto del campanario de la Iglesia para hacer sonar las campanas cada una hora durante todo el día, entonces el cura anticomunista le daba un cigarrillo.
Si ayudaba al zapatero, remendando o lustrando, se ganaba un puñado de tabaco al final de la jornada.
Si abría el local del Partido Comunista bien temprano, entonces el camarada antifascista le daba un cigarrillo.
El tabaco en tiempos de guerra era como el oro en polvo.
Hasta aquí llegan mis anécdotas sobre mi relación con el tabaco y el humo. Tengo más, pero no quiero aburrirlos.
Solo contarles que no creo que vuelva a fumar por unos cuantos años. No podría asegurar que nunca más voy a hacerlo, a lo mejor, si llego a los 70, si tengo la enorme fortuna de llegar más o menos entero, entonces sí, voy a volver a fumar en homenaje al nonno Michelle y a mi papá, voy a fumar como el que más y voy a recordar a aquellos seres extraordinarios ya extinguidos, que eran, como era yo hasta hace muy poco, capaces de dar la vida por un cigarrillo.