El recién coronado rey de Gran Bretaña tenía 46 años cuando quiso aterrizar un avión con 11 pasajeros y se fue de pista; desde entonces, los miembros de la Familia Real dejaron de pedir los comandos en pleno vuelo
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29 de junio de 1994. El jet BAe 146, una de las joyas de la corona británica, inicia su descenso hacia el aeropuerto de Port Ellen, en Escocia. A bordo viaja el príncipe Carlos, el hijo mayor de la reina Isabel II, heredero al trono de Gran Bretaña. Cuando el avión comienza las maniobras de aproximación a la pista, Carlos -que se había formado como piloto militar y acumulaba una larga experiencia de vuelo en distintos tipos de aeronaves- ingresa en la cabina y le dice al capitán Graham Laurie:
-Dejame, yo lo aterrizo.
Laurie accede y le transfiere los mandos. No es la primera vez que sucede, llevan años volando juntos, desde mediados de los 80. Carlos se acomoda en el asiento y observa el panorama. A lo lejos asoma la pista, rodeada por las verdes campiñas de la isla. El clima no es el mejor: hay vientos cruzados, lluvia y niebla. El avión lleva 11 pasajeros.
Faltan segundos para el aterrizaje y el príncipe Carlos no sabe aún que está a punto de protagonizar un accidente que va a ser tapa de todos los diarios británicos. El Daily Mail, por ejemplo, va a titular: “Carlos, el príncipe que cayó a tierra”. Semejante escándalo va a marcar “un antes y después” en la Familia Real.
De reyes y príncipes “con alas”
Es tradición, entre los varones de la Familia Real británica, formarse como piloto militar. Comenzó en 1909 cuando, deslumbrado por una demostración de los hermanos Wright en París, el rey Eduardo VII decidió impulsar la actividad aeronáutica en Gran Bretaña.
Años más tarde, Jorge VI llegó a ser un destacado piloto, respetado por todos los oficiales de la Royal Air Force. Durante la Segunda Guerra Mundial, los pilotos ingleses llamaban “Jorge” a todos los aviones, como gesto de respeto hacia su monarca, el dueño de todas las máquinas de guerra. Esa admiración se mantiene viva aún hoy en el Reino Unido: los aviadores le dicen “Jorge” al control de piloto automático.
Felipe de Edimburgo, marido de Isabel II y padre de Carlos III, fue un entusiasta aviador que acumuló casi 6 mil horas de vuelo. Estaba calificado para pilotear 59 tipos de aeronaves. Sin embargo, el viernes 27 de noviembre de 1981, también estuvo cerca de protagonizar una catástrofe aérea.
Volaba al mando de un avión Andover, propiedad de la Familia Real británica. Estaba tranquilo, confiado de que todo el espacio aéreo estaba despejado para él. Felipe creyó que disponía de un “pasillo púrpura”, lo que significa que ningún avión puede despegar o aterrizar veinte minutos antes o después de un avión de la Familia Real. Pero no era el caso: estuvo a segundos de colisionar en el aire con un jumbo (Boeing 747) de British Airways con 200 personas a bordo. El incidente fue confirmado por el portavoz del palacio de Buckingham y la Junta para la Aviación Civil abrió un expediente.
Carlos y su “Dragón Rojo”
El recientemente coronado Carlos III también se interesó por la aviación. Y lo hizo desde joven. Mientras cursaba en la universidad de Cambridge, donde obtuvo el título de bachiller en Artes, el monarca empezó un programa de entrenamiento de dos años y medio en un Havilland Chipmunk WP903 de color rojo, conocido como el “Dragón rojo”. Lo voló en solitario por primera vez en 1969, a los 21 años, después de varias sesiones con su profesor, Philip Pinney.
Continuó sus estudios en la Fuerza Aérea, donde perfeccionó su técnica y entrenó para ser piloto de jets (aviones a propulsión de turbina). “Carlos tenía una habilidad natural y aprendía rapidísimo. Era un alumno fácil, era sencillo enseñarle. Yo estaba muy impresionado con su capacidad de concentración y con su impecable determinación para tener éxito. Era imposible que fallara...”, contó luego el instructor Richard Johns.
El príncipe Carlos continuó su carrera como aviador en la Armada, donde se estrenó oficialmente como piloto militar y aprendió a volar helicópteros.
Su carrera militar fue relativamente corta, duró apenas 5 años. Pero la terminó como todos los marinos sueñan: en sus últimos 10 meses, tuvo el gusto de comandar su propio buque, el buscaminas HMS Bronington. Entregó el comando en 1976 y se concentró en sus obligaciones como príncipe de Gales.
Lejos de la Marina, continuó volando. Incluso, ocasionalmente, piloteó los aviones de la Familia Real. Se sentía cómodo en la cabina y, muchas veces, pedía permiso para realizar una maniobra en particular. Como aquel inolvidable miércoles 29 de junio de 1994...
El último vuelo del príncipe
El príncipe Carlos está en los comandos. Tiene 46 años. En su primer intento de aterrizaje, no logra alinear el avión con la pista de Port Ellen. En cuestión de segundos, como un acto reflejo, aborta la maniobra y recupera altura. Es lo que ordena el protocolo.
Minutos después, se prepara para un segundo intento. Comienza la aproximación. Esta vez consigue alinear el avión pero comete un terrible error de cálculo: lleva demasiada velocidad y, como dicen en la jerga, se queda “sin pista”. La aeronave recorre todo el asfalto, sigue de largo y se incrusta en la campiña, arrastrándose por el barro con las ruedas pinchadas. Al frenar, queda inclinado, con la nariz de la nave hacia abajo.
Algunas horas más tarde, la imagen se imprime en la tapa de todos los diarios británicos.
¿Quién tuvo la culpa?
Según el informe oficial del accidente, el avión aterrizó con un fuerte viento de cola, tocó la pista con el tren de aterrizaje delantero y las ruedas se desplazaron. Esto produjo que se retrasara la activación de los sistemas de freno, que incluyen a los alerones y la selección de potencia de ralentí, un elemento fundamental a la hora de desacelerar una aeronave. Algunas de estas funciones recién se activaron cuando quedaban 509 metros de pista, pero... ya era muy tarde.
¿Quién tuvo la culpa? El informe también acusó a Laurie, el comandante, de “negligencia”, y concluyó que el sistema de navegación había fallado: no alertó sobre datos que son vitales en el momento del aterrizaje, como, por ejemplo, el exceso de velocidad.
Laurie no fue formalmente sancionado, pero toda la responsabilidad cayó sobre él, a pesar de que fuera Carlos quien manejaba los controles en el momento del accidente. No obstante, después de la investigación, Laurie continuó siendo el piloto personal de Carlos hasta el día de su jubilación, en el año 2000. Completó más de 700 vuelos con el príncipe heredero a bordo.
Después del accidente
Afortunadamente, ninguna de las 11 personas que iban a bordo sufrieron daños, pero el BA e 146 quedó destruido. Se estima que los costos de reparación superaron el millón de libras esterlinas.
Carlos se refirió al incidente con ironía: “No fue un choque. Simplemente, y desafortunadamente, nos salimos de la pista. Es algo que no recomiendo”, dijo.
18 años más tarde, en 2012, la reina Isabel II le concedió el rango más alto que se conoce en la Fuerza Aérea, el honorable título de “Mariscal de la Fuerza Aérea”.
Laurie recién reveló detalles del accidente en 2019, durante una entrevista para el documental “Secretos de los vuelos reales”. Allí detalló: “En el momento, no nos dimos cuenta de que las ruedas principales todavía estaban ligeramente separadas del suelo, por lo que, cuando tomé el control, no pude evitar que el avión se fuera hasta el final de la pista”. E hizo una autocrítica: “En retrospectiva, por supuesto, yo debería haberle dicho que pasara volando e intentara un tercer acercamiento. Pero lo que hice fue decirle que aterrizara, así que (Carlos) hizo exactamente lo que le dijeron que hiciera”.
El accidente produjo un cambio histórico en la Familia Real británica. Desde entonces, ningún miembro de la Corona volvió a pedir los controles de un avión en pleno vuelo. Ni siquiera William y Harry, los hijos de Carlos III quienes, al igual que su padre, aprendieron a volar e hicieron carrera en las fuerzas armadas.
En septiembre de 2022, Carlos III hizo su primer viaje como rey de Inglaterra. Voló, junto a la reina Camila, en un lujoso Embraer 600, rediseñado para ofrecer la máxima comodidad a los pasajeros. Además de este modelo, la corona británica cuenta con un Airbus 330, 3 helicópteros, un Airbus 321 neo y un jet Dassault Falcon 900LX. Todos estas naves están acondicionados para que Carlos III y su familia se sientan “como en palacio”. Solo hay una recomendación: mantenerse lejos de la cabina.
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