La tarde en que Paola González supo que sus padres biológicos no eran quienes decían ser, todo lo que había creído —hasta su propia identidad—, estalló frente a sus ojos con el impacto de una bomba
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Con 36 años, Paola hoy sonríe. Su cara todavía conserva rasgos de la infancia, una mirada curiosa detrás de sus anteojos, pelo castaño corto que brilla al sol. Trabaja en un hotel, vive con su pareja y su perrita, Ibiza. Todavía le faltan algunas piezas para terminar de armar el rompecabezas de su historia, pero asegura que está encaminada. Un día, no hace tanto, decidió que ya era momento de buscar a su padre que vivía en un pueblo de Jujuy, aún le faltaban datos para encontrarlo.
Paola creció dentro de una familia humilde y sólida. Su madre después de trabajar en la municipalidad de San Salvador de Jujuy, abrió un comedor a principios de los 90, a los que llegaban chicos de todas las edades para alimentarse; así dos se quedaron en su casa y se transformaron en sus hermanos. La pequeña Paola estaba contenta, ya tenía una hermana mayor y sabía que ellos eran de crianza, pero por entonces no dudaba de su propio origen, si hasta tenía rasgos similares a su madre que, según cuenta con orgullo, ganó muchos premios y medallas por su tarea a tiempo completo en el comedor Rayito de Luz, por lo que fue elegida entre los “Personajes del Año” de revistas populares durante tres años consecutivos, a fines de la década del 90. Incontables donaciones de particulares y organizaciones llegaban para repartir entre cien niños y niñas. Para eso no había horarios ni cansancio.
Leonarda Matilde Cruz de Vázquez y Arturo Eterlino Vázquez le regalaron una infancia feliz. “Me acuerdo que era chica y le pregunté: ‘¿por qué tenés esa cicatriz ahí?’. Me respondió que era por la cesárea mía”. Desde que tenía memoria, ellos eran su único recuerdo, le enseñaron a caminar y hablar, le contaron cuentos y la abrazaron cuando tuvo miedo. La única excepción, el único ruido, era el vínculo difícil con su hermana mayor a la que casi no veía. Cerca de los doce o trece, en el ingreso a la adolescencia, esa hermana, tal vez celosa, le quiso pegar, entonces su papá se interpuso para defenderla y le dijo a Paola que se fuera a su habitación. Afuera, la pelea continuó, hubo gritos y ahí ella alcanzó a escuchar: “Ni siquiera es tu hija biológica”.
No estaba segura de haberlo comprendido bien pero una vez que la incertidumbre se instaló, no hubo forma de volver atrás. Justo en una época complicada, en que el germen de la rebeldía empezaba a aparecer, la duda sobre su origen se volvió una obsesión. ¿Por qué ella era la única que tenía el apellido González? Empezó a buscar, revolver en cajones, hasta que en un mueble de su mamá encontró una cajita con su partida de nacimiento en donde constaba que su madre biológica se llamaba Lidia González. El lugar del padre estaba vacío. “Se me vino el mundo abajo, el golpe más duro para mí fue no ser la hija de mi papá”. Aunque amaba a su mamá, con él tenía un vínculo especial, lo seguía a todos lados con la persistencia de una sombra.
“Lloraba de bronca. Me puse rebelde, me enojé, no quería hablar con mi mamá”. Matilde le tuvo paciencia, no le importaba que no compartieran la sangre, al fin y al cabo era su hija. Pero tantos años de mentiras pesaron: Paola se escapó de su casa. En esos días de inestabilidad emocional vivió con amigas, con su prima. Mientras tanto en su casa movían cielo y tierra para dar con ella, la buscaban con la policía y Gendarmería. Al final la encontró su papá. En aquel momento Arturo Vázquez tomó las riendas de la situación. “Me dijo que nada ni nadie va a cambiar lo que él sentía por mí, que él me dio y me iba a seguir dando lo mejor. Y, bueno, ahí terminó la charla, como que se puso a llorar, es fuerte ver un hombre llorar”. Se abrazaron y sellaron la paz. Cuando estuviera preparada, acordaron con su mamá de crianza, que le contarían la historia. Ella le pidió que no guardara odio o rencor, que algún día lo entendería. Paola se quedó tranquila y no hizo más preguntas.
Por un tiempo.
En 2006, Matilde Cruz enfermó. “Los riñones le empezaron a joder mucho y tuvo que hacer diálisis”. Con las sesiones ya no podía hacer muchas cosas, pero no quería soltar el comedor, aunque sus hijos se lo pidieran.
—Mamá ya está, deja el comedor, no te esfuerces. Otra persona se puede hacer cargo. —Es que ¿saben lo que pasa, hijos? Que yo no puedo ver a un niño que tiene hambre y no hacer nada.
En el mismo año que cumplió los 18, su papá murió. Eso aceleró las cosas. Matilde presintiendo que ya no quedaba mucho tiempo decidió abrirse.
La verdadera historia
La tormenta no amainaba. Matilde escuchó golpes en la puerta pero fue su marido, Arturo, quien la abrió. Afuera, una adolescente temblorosa llevaba a una bebé entre sus brazos. Ambas estaban empapadas y llenas de barro, Jujuy se transforma en un barrial cuando llueve. Enseguida entraron en la casa. Lidia sabía de ellas porque unos días atrás, una compañera de trabajo de la Municipalidad le había pedido algo de ropa, leche y comida para una madre soltera. Ahora la tenían delante de sus narices.
Arturo salió rápido. Tenían que comprar leche, pedirle a algún vecino mamadera y buscar ropa seca para vestirlas. Consiguieron algo de leche en polvo y se ocuparon de calentar agua para bañar a la nena que estaba pálida y congelada.
—¿Por qué no te quedas hoy? —propuso Matilde. Yo tengo lugar acá en casa, podrías quedarte, serías como una hija para mí y la bebé sería una nieta. Las voy a cuidar a las dos, sos muy chica.
—No, no, no puedo, me tengo que ir porque mi hermana me está esperando para ir a bailar. Te la dejo y mañana vuelvo.
Esa noche fue de pesadilla. Paola lloraba y nada parecía calmarla. Matilde le hacía upa, la paseaba por la casa y nada. Muerta de hambre, se había tomado toda la mamadera y seguía llorando. Cuando Arturo la abrazó, supo dos cosas: que el abrazo contra su pecho la consolaba y que esa bebé que apenas conocía tenía una conexión fuerte con él.
Tuvieron que pasar varios días hasta que Lidia apareciera otra vez. Pero no fue para buscar a su hija, sino para dejarle el documento y la partida de nacimiento de la bebé a la mujer que se haría famosa por tener un comedor. Después se fue a trabajar, había conseguido empleo de doméstica cama adentro.
Según lo que les contó, sus padres la habían echado de su casa apenas se enteraron de que estaba embarazada. En una sociedad patriarcal, el cuidado de las apariencias puede trazar diversos destinos.
“Era una criatura, yo quería que estudiara y creciera con nosotros”, decía Matilde. Pero Lidia, con 15 años, nunca quiso volver, ni quedarse. Por un tiempo le perdieron el rastro.
Tres años después, en un paseo por el centro de la ciudad, Matilde divisó a Lidia. Caminaba con su pareja de la mano de enfrente de la avenida. Estaba segura de que iba a cruzar para saludarlas, pero no. Miró para adelante y siguió su camino. Matilde sintió un dolor en el pecho, el desprecio en carne propia. Se juró que nunca permitiría que la trataran así a la niña.
Recién volvieron a buscar a Lidia cuando Paola cumplió 10 años. Vazquez quería ponerle su apellido y aunque no la localizaron, el día en que la fueron a buscar para hacer el trámite, ella había dejado ese domicilio.
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“Nunca voy a entender porqué lo hizo”, dice Paola. Un mes antes de morir, Matilde le contó esta historia y le pidió que entendiera que era una nena cuando su madre biológica la parió. Sin trabajo, sin tener dónde dormir, sin ayuda. Que buscó al padre de la criatura para que se hiciera cargo, pero no lo consiguió porque él ya tenía una familia y se negó a cumplir su rol. Que hizo lo que pudo, con la propia familia en su contra, que no quería cuidarla. Hasta su vida estuvo en peligro, la hermana de Lidia aprovechó su ausencia para tirarla a la basura. Aquella vez tuvo suerte o tal vez un ángel. O fue solo por la fuerza de sus pulmones que la rescató la policía, picada por las hormigas, gracias a la denuncia de los vecinos que la escucharon llorar.
Cerrar el círculo
En “Firefly Lane” (“El baile de las luciérnagas”), una serie basada en el libro del mismo nombre, acerca de la amistad profunda de dos mujeres a lo largo de cinco décadas, una de las protagonistas tiene un vínculo complejo con su madre (¿quién no?). Tully Hart necesita a su madre y una y otra vez espera que ella asuma su rol, algo que Cloud no termina de aceptar por ser demasiado joven, demasiado hippie, y demasiado atraída por los excesos. El vínculo parece roto y eso influye en la personalidad de la joven. Por ausencia o por presencia, madres y padres marcan el rumbo de sus hijos. Similar a lo que pasa en la serie, pareciera difícil sanar un vínculo como el de Paola y Lidia. Sin embargo, siempre existe una oportunidad más.
Una vez que fallecieron sus padres de crianza, Paola entró en crisis, la tristeza ocupó su cuerpo y sus ganas. Decidió vender sus cosas y viajar, así anduvo por gran parte del país y por Chile, hasta que llegó a Buenos Aires y ahí se quedó a vivir. Fue por esa época que se acercó a la familia de su madre biológica, llegó a conocer a sus abuelos y a una de las tías que ni siquiera estaba enterada de que había sido entregada en adopción. Con ella logró tener una buena relación, la familia se amplió y se sintió preparada para hablar con su madre.
Los vínculos se pueden sanar
Lidia le contó que de bebé era muy chiquita, tanto que tuvo que pasar unos días en la incubadora. Que se parecía a su papá, que era guapo, que ella le recordaba a él. Que se enteró que una sola vez él fue a buscarla pero en ese entonces ninguna de las dos estaba ahí, y sus abuelos lo “sacaron a patadas”. Sus razones para no cuidarla eran muchas, primero fue su trabajo, después por una pareja que no quería aceptar a la niña que no llevaba su sangre. Cuando la buscó, a los 3 años de Paola, vio cómo ella se prendía “como garrapata” a la pierna de la persona a la que llamaba papá y entendió que ella no le podría ofrecer una vida tan feliz.
“Creo que toda persona que no conoce sus raíces, de cierta manera, en algún momento las busca. Necesitás saber tu identidad. Yo tuve unos padres que fueron hermosos como personas conmigo, me dieron todo lo mejor. Pero yo necesitaba saber de dónde vengo yo”.
Este año Paola se casó por civil. En marzo lo hará por iglesia y quiere invitar a sus dos familias, a sus hermanos que adora, a sus tías y primas, a su madre biológica. Tal vez por eso se animó hace un mes a publicar en un grupo de búsqueda de personas de Facebook los datos que tenía de su padre. Algunas personas le escribieron y le dijeron que lo conocían. Un amigo le contó detalles y prometió hablar con él. Por el momento, el hombre se mostró reacio a un encuentro, tal vez no quiere tener que dar explicaciones a su familia. Pero su hija también merece saber su versión de la historia, saber de dónde vienen sus ojos y su boca. “No quiero ninguna compensación económica, no necesito nada, solo saber mi origen y cerrar esta historia”. Todavía lo está esperando.
Búsqueda de la identidad
La revelación de los datos biológicos es un derecho inalienable que no siempre se cumple en las adopciones. Si bien “los adoptantes deben comprometerse expresamente ante el juez a hacer conocer los orígenes al adoptado, lo que debe constar en el expediente”. A veces por vergüenza, desconocimiento, o para evitar el sufrimiento, las familias guardan el secreto que puede causar un dolor más grande al descubrirse cuando ya es demasiado tarde.
Para quienes nacieron entre 1974 y 1983, tienen dudas sobre su origen, y creen que pueden ser hijos de desaparecidos, pueden contactarse con la CoNaDi También es posible aportar información y hablar con Abuelas de Plaza de Mayo.
También la Defensoría del Pueblo amplió su trabajo por la identidad a todas las personas que habitan la provincia de Buenos Aires.
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