¿De qué se ríen ahora los eucaliptos?
En esta casa el camino hacia la pileta es un camino soñado. Serpentea el gran parque de césped cortado a diferentes niveles, como en cascada verde hacia el centro, custodiado por orquídeas y agapantos. Está construido con adoquines en miniatura que nada parecen tener que ver con el tamaño de todo lo que los rodea, pero sí, tienen que ver: hacen que todo alrededor parezca más grande, incluso la barrera de eucaliptos de cuyas ramas, que van cayendo, o que son podadas año tras año, se alimentan las dos chimeneas de la casa. Las vi humeando todo el invierno pasado, cuando me contrataron para limpiar la pileta. Es raro que en pleno invierno alguien te llame para un trabajo así, pero pasó. No era muy grato estar a la intemperie, aguantando el frío, aguantando, aguantando, mientras las dos chimeneas devoraban a esos árboles que se reían de mí. ¿No sabían que eran ellos el combustible de mi tragedia? ¿No es trágico para un eucalipto entregar su madera para el confort de tres o cuatro friolentos? No, ellos entregan sus ramas y siguen creciendo. Es como cuando nosotros dejamos nuestra piel en la ropa, en las sábanas, para que todo vaya a parar al lavarropas. Nuestra piel se entera, nosotros no. Y ni siquiera tenemos la suerte de que eso sirva para algo tan indispensable como la calefacción. ¿Cuándo será el día en que nuestra piel muerta se use en la construcción de computadoras, de robots?
Llego a la pileta. Lo bueno de los jardines grandes es que puedo tirar el agua en cualquier lado y enseguida desaparece. Los eucaliptos hoy no tienen mucho de qué reírse. Durante todo el caluroso verano estuvimos en la misma: partidos por el sol. Más bien el que me río soy yo, que a veces me siento a descansar a la sombra de ellos mientras mando algún mensajito o hago consultas telefónicas. A mis clientes les gusta la consulta telefónica, porque es gratuita y porque soy bastante claro al dar las indicaciones. Casi nunca fallo. Pero tampoco les molesta tanto, a los eucaliptos, la obligación de dar sombra mientras el sol a ellos los quema. Porque el sol también les hace bien, es un don. Bienaventurados los árboles que gozan de buen sol, porque de ellos es el reino de la luz y el aire. Es cuando termino de limpiar, y ya voy cargando todo de vuelta, bomba, mangueras, barral, alargue, por el sendero soñado, que entiendo las risitas de los eucaliptos. ¿Por qué hoy, si hoy estamos en paz, sin tanto calor, sin tanto frío, con el sol del verano que empieza a debilitarse? Es que ellos saben algo que yo no. Ellos conocen la hora exacta en que comenzarán a funcionar los aspersores y regarán, con toda la violencia de la que son capaces, la zona del sendero soñado por la que camino tan tranquilo de vuelta a la camioneta. Ese momento es ahora. Así que los árboles ríen y yo me mojo. No es triste. Tampoco es cómico. Es así. Y todo es llegar a la camioneta, secar la bomba, secar el alargue, sacarme la remera y los pantalones, extenderlos sobre el techo caliente de chapa, un rato, esperar mientras la gente pasa por la calle y mira de reojo mi humanidad en calzoncillos, no avergonzarme, no sufrir, porque nada es tan terrible, ni siquiera esto.
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