
De pura cepa
Se crió en la bodega que había desarrollado su bisabuelo en Mendoza, una de las fundacionales de la industria vitivinícola argentina. Después de muchos vaivenes, venta de la empresa incluida, retomó la tradición familiar
MENDOZA.– La bodega es una de las pocas reliquias históricas que quedan de la Mendoza de fines del siglo XIX, a la que Federico Benegas Lynch incorporó toda la tecnología necesaria para la producción de grandes vinos. La construcción es de adobe, con una cava de piedra para la estiba de barricas y con amplios espacios para guardar botellas en verano y en invierno, pues las variaciones de temperatura son mínimas. Con el delicioso marco de un paisaje típicamente mendocino, en el límite entre los departamentos de Luján de Cuyo y Maipú, sobre la costa del alto río Mendoza, este bodeguero de pura cepa reedita una historia familiar centenaria en terrenos aluvionales de canto rodado y un microclima especial para la elaboración de vinos de excepcional calidad. Vale la pena conocerla, porque es una historia de amor, de convicción y de perseverancia. Vale la pena conocer a quien define su relación con el vino, con la viña y con Mendoza como parte de su esencia.
Federico Benegas Lynch nació y se crió en la Bodega “El Trapiche”, que fundó su bisabuelo, Tiburcio Benegas, en 1883. Todos sus recuerdos de infancia anclan en la bodega y en la viña. Aprendió a conocer de vinos desde muy chico, comiendo uvas de distintos viñedos con sus primos y degustando a ciegas con su padre. “Fueron épocas de gran alegría, que sin duda marcarían mi pasión por el vino”, recuerda hoy.
Su bisabuelo, Tiburcio Benegas, fue uno de los precursores de la industria del vino en la Argentina. Además, junto con Silvestre Ochagavía en Chile y con Agoston Harszthy en California, conforma el trío fundamental de la vitivinicultura en América. Tiburcio Benegas cruzó la Cordillera a lomo de mula y desde Chile viajó en barco a Burdeos para extender los horizontes de la producción local; trajo variedades nobles, como el cabernet sauvignon, el merlot, el chardonnay, el petit verdot y el cabernet franc, que en la Argentina se desconocían. La tradición bodeguera de la familia Benegas, a lo largo de 88 años, representa un fragmento importante de la historia de la vitivinicultura argentina. La disolución de la sociedad familiar, a principios de la década del 70, arrasaría con esa historia, al venderse la bodega, los viñedos y las marcas.
Federico Benegas Lynch dejó Mendoza para instalarse en Buenos Aires. “Eso yo lo viví como un gran desarraigo. Estuve 25 años alejado de mi tierra”, reconoce hoy.
Por la vuelta
En 1998 surgió la oportunidad de volver a comprar 40 hectáreas de Finca Libertad, una antigua propiedad de la familia Benegas plantada alrededor de 1900, y una bodega de más de 100 años, ubicada muy cerca de ese viñedo, en un terruño excepcional para la producción vitivinícola.
“En ese momento decidí retomar el negocio familiar y volver a la industria con el mismo objetivo que mi bisabuelo se planteó hace más de 100 años: producir vinos de gran calidad.
Las tradicionales marcas, durante tantas décadas sinónimo de excelencia en vinos, habían pasado a manos de los nuevos dueños de El Trapiche.
Pero, bajo su influjo, pronto nacerían otras que (con el nombre de sus hijos) prolongarían la estirpe bodeguera: Juan Benegas (malbec), Clara Benegas (chardonnay), Carmela Benegas (rosado) y Luna Benegas (cabernet sauvignon). También, Don Tiburcio, Benegas y Benegas Lynch.
“Sin duda, creo que volver a Mendoza y comenzar un proyecto como Bodega Benegas significó reconectarme con mi propia identidad. Lo que tenía en claro es que una empresa no se hereda: se construye con su gente. Y así lo hice: lo único heredado fue la pasión por el vino”, asegura.
–¿Qué hace falta para ser un buen hacedor de vinos?
–Creo que hacer vino es un arte, y no alcanza la vida para aprender a extraer lo mejor de la viña. La tarea del winemaker tiene mucho de técnica, pero también de intuición e inspiración. Claramente, yo busco que cada vino que lanzo tenga un sello personal que lo distinga. Cuando pienso un vino, pienso en la personalidad que me gustaría que tuviera. Cada marzo, antes de cosechar, camino las hileras de los viñedos, pruebo las uvas y me voy imaginando cómo va a ser el vino en dos años, cuando ya esté elaborado y embotellado. Muchas veces, los análisis de maduración indican que es tiempo de cosechar, pero si al probar la uva yo no siento lo mismo tomo el riesgo de esperarla hasta que esté en lo que yo entiendo como su punto óptimo. La uva lleva adentro el potencial para ser un determinado vino, pero está en la sensibilidad del winemaker lograrlo.
–¿Cómo explicaría el fenómeno de la reconversión hacia cepas finas, después de muchas décadas de una producción mayoritariamente destinada al vino común de mesa?
–En Mendoza, el vino estuvo siempre centrado en lo masivo, salvo Benegas Hnos., que hizo vinos finos desde sus inicios. A partir de los años 70, la industria entró en crisis por la baja en el consumo. La reconversión y el arranque de viñedos de la década de los 70 y parte de los 80 hizo que los productores empezaran a poner su foco en la calidad y a darse cuenta de que el futuro estaba en los vinos finos. Se trajeron tecnología y asesores, y en los 90 los vinos argentinos empezaron a tener gran reconocimiento en el exterior. Los grandes burdeos que en los 80 valían 50 dólares la botella comenzaron a subir de precio y llegaron a valer, en el año 2000 (cosechas nuevas), más de 150 euros. Lo mismo en Napa, donde sus grandes vinos pasaron a valer lo mismo que los grandes de Europa. La hectárea en Burdeos o en Napa Valley se disparó: hoy hay que hablar de 200.000 dólares para arriba.
–Además, la reconversión fue motorizada básicamente por extranjeros...
–Al ver que se podían hacer muy buenos vinos y tener tierra y viñedos, los extranjeros compraron algunas bodegas locales con mucha menos plata de la que tenían que invertir en sus lugares de origen. También hay que decir que los costos de producción acá son sensiblemente menores. Al margen, yo creo que es muy beneficioso para el país tener a renombradas marcas del mundo produciendo excelentes vinos en la Argentina.
–¿No hay demasiado esnobismo en el tema del vino? ¿Algunos precios no son ridículos?
–Hay un esnobismo frente al vino, y vemos el fenómeno de la moda del vino a nivel global. Creo que cuando pase este boom van a quedar sólo las marcas que han invertido para tener un producto de excelencia. Yo solía pensar que teniendo un buen vino bastaba con ponerlo sobre la mesa. En ese sentido, la Argentina es un mercado muy complicado. Se está más pendiente del marketing, y de lo que la bodega le puede dar al dueño del restaurante, que de la calidad del vino. Por eso, en el mercado local sólo estoy en los lugares donde entienden y valoran la buena calidad de vino. En cuanto a los precios, creo que siempre hay que tener en cuenta la relación precio-calidad. Hoy la gran mayoría de los vinos son buenos, especialmente en la Argentina; de allí que esta relación marque la diferencia. También conviene leer la etiqueta de la botella para saber si ese vino fue elaborado en bodega y finca propias, porque eso de alguna manera es una garantía.
–Si la mayoría de los vinos son buenos, y la oferta es abrumadora, ¿cómo logra una marca destacarse, sobresalir, ser elegida entre decenas de posibilidades?
–Yo pretendo hacer un vino que esté a la altura de los mejores del mundo. He hecho todas las inversiones necesarias para producir vinos de excepción; tierra única por su ubicación y constitución, viñas de antigua data y excepcional bodega. Elaboré mi primera cosecha con Daniel Llosse, enólogo de Pichon Longuevile, Baron, Lynch & Bages y, desde el 2001, Michel Rolland es asesor de la bodega. Viajo en contracosecha a otras bodegas del mundo para seguir cultivándome. Estuve en Burdeos (Francia), en Napa Valley (Estados Unidos) y en la Toscana (Italia). Hoy estamos obteniendo reconocimientos que me llenan de orgullo, como los de las revistas Wine Spectator y Decanter.
–En tiempos del boom del vino, ¿qué sensación le produce ser un bodeguero de la primera hora?
–Obligación y compromiso con la excelencia. El contexto de un bodeguero de hace 100 años era totalmente distinto del actual. Sin embargo, la herencia de esos pioneros tiene más vigencia que nunca. Mantener con perseverancia la búsqueda de la excelencia y la calidad no es cosa menor. Necesitamos muchas bodegas argentinas que produzcan vino de primer nivel, que pueda competir con los mejores del Nuevo y del Viejo Mundo. Hace 100 años se crecía compitiendo con famosas marcas. Hoy pasa lo mismo: uno crece compitiendo con los mejores vinos del mundo.
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