De otro tiempo. La huella tehuelche en las Malvinas
El mar azotaba las costas de la isla Soledad. Un grupo de hombres aguardaba, con los rostros lacerados por el viento, la llegada del buque que llevaba a bordo a la invitada del gobernador. Luis Vernet juzgaba con tino que la presencia de María La Grande, como la bautizó al conocerla en otro tiempo, era necesaria para la prosperidad de la colonia que pensaba fundar. Por eso había enviado a su piloto Brisbane a los toldos santacruceños, para buscar a la cacica tehuelche. Ella sería su invitada de honor.
- -¡Allá viene, señor!
De la bruma emergió, como una caracola a merced de las aguas, la goleta que había zarpado de tierra firme hacia las islas. En la proa, la mujer que deslumbró a los exploradores del sur inhóspito, se imbuía de la fuerza de las olas que se apartaban, rindiéndole pleitesía.
María provenía del territorio meridional, plagado de loberos y balleneros. A ella debían dirigirse para obtener el paso hacia el estrecho donde los océanos libran batallas eternas. Y sólo ella lograba apaciguar los ánimos cuando reinaba la confusión o la sospecha entre los nativos. Al verla descender en la isla, los presentes tomaron nota de su presencia alta y fuerte, sus ojos profundos, su lengua rápida y su esbelta figura envuelta en pieles y luciendo curiosos aros de medalla con la imagen de la Virgen. La acompañaban un hechicero y su asistente, además de un grupo de guerreros. La primera en acercársele fue otra María, la esposa de Luis Vernet, que extendió sus blancas manos para recibir el quillango que la cacica le ofreció con la ceremoniosa prodigalidad indígena.
- -Bienvenida –murmuró la mujer del gobernador, y su mente pergeñaba qué fino vestido le regalaría, para devolverle la atención.
Ya en casa de los Vernet, la cacica fue atendida con solicitud. Al escuchar las notas del piano que María Sáenz ejecutaba, su voz hueca y sonora se elevó en el aire como un salmo conmovedor, arrancando lágrimas a los invitados. Nadie sabía bien cómo tratarla, pero todos la admiraban. María La Grande visitó el saladero, la esquila, las ventas… Fue agasajada, no sólo porque su presencia era necesaria para la colonia, sino porque su cacicato mantenía a las tribus patagónicas en armonía. La mujer que cabalgaba en las soledades, manejaba con destreza el cuchillo y las boleadoras, y pactaba con hombres de avería, cenaba en la mesa de las autoridades como si hubiese sido criada para ello, vistiendo su manto de piel de zorrino prendido al pecho con un alfiler de bronce.
Al cabo de varias lunas, María La Grande regresó a sus toldos. La aguardaba su gente, que había velado su ausencia encendiendo fogatas en la bruma. Esa noche, la María de Vernet encontró en su tocador, envuelta en un trapo, una gaviota tallada en madera.
(Nota de la autora: el gobernador y comandante de las islas Malvinas y adyacentes al Cabo de Hornos, Luis Vernet, invitó a María La Grande a visitar Puerto Luis en 1831, a fin de contar con su protección para el comercio con la factoría de la Bahía de San Gregorio, iniciativa que se frustró debido a la ocupación inglesa de nuestras islas, en 1833. El reinado de María fue extenso en tierras y autoridad; cuando murió, en 1840, en toda la Patagonia se encendieron piras en su honor durante días. El apelativo La Grande se lo dio el propio Vernet, al compararla con Catalina de Rusia.)
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