Es mediodía y en la estancia Haras La Tradición solo se escucha la música de una radio que quedó encendida entre caballos. De una caballeriza sale un hombre y dice: "Esto es una especie de paradise". Quien habla es Ramiro Vasena, un empresario que decidió darle un giro inesperado a su vida y, para eso, eligió la tranquilidad y soledad del campo.
Recién bañado, con una chomba verde, joggin negro y borcegos gastados, Ramiro busca su gorra para protegerse del sol. "Ahí está", le avisan, y señalan el canasto de una bicicleta naranja que usa todos los días para trasladarse dentro del predio, incluso para hacer tramos cortos, y que está apoyada en la pared del establo, la entrada de su casa.
"Hablo demasiado", advierte, mientras prende el primer cigarrillo del día y ofrece un jugo de jengibre, limón y manzana. Un hombre de ciudad acostumbrado al ruido, al lujo, a casas opulentas y a un trabajo full time, que dejó años atrás todas sus comodidades y encontró su lugar en el mundo a 70 kilómetros de la capital. Hoy, vive en una caballeriza, lejos de los grandes ambientes que habitó, y tiene, sobre un piso de cemento, una cama, un par de valijas con ropa y cajas.
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"¿Querés protector solar? ¿Agua fresca?", pregunta antes de que comience la entrevista. Insiste. Convence.
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"Bueno, estos son todos mis bienes", dice, y apunta con el cigarrillo hacia la esquina donde, antes de que él se instalara y lo acondicionara, estaban los boxes para los caballos de polo, que ahora se encuentran apenas a unos metros. También hay dos voluminosas casas. "Me invitaron por 15 días y hace tres años que estoy acá", bromea delante de su amigo, dueño del lugar, que se ríe al escuchar el comentario y levanta el pulgar.
Es que Ramiro -según cuenta- poco tiempo atrás era millonario. Fuepresidente de una compañía en Brasil, estuvo casado con una condesa polaca, se metió en política, y hasta condujo un programa de televisión. "La única manera de detenerme era esta. Dios me ató a un ancla de una tonelada, la revoleó y rebote en cinco destinos diferentes. El último, fue acá", dice, a sus 68 años, desde Exaltación de la Cruz.
Procedente de una importante familia de industriales relacionados a la acería y autopartes, él continuó con la herencia y dirigió durante 15 años la sede de la empresa en Río de Janeiro. Sin embargo, gran parte de su vida estuvo ligada también a otro rubro que nada tiene que ver con el mundo de los negocios, pero que lo acompañó desde chico: el arte.
"Yo nací con una mesa llena de comida, con padres maravillosos, rodeado de amor de abuelas, de niñeras -recuerda- Mamá me decía que envidiaba la manera en que me desprendía del dinero, y papá, siempre opinó que yo era un artista".
Su lado artístico, cuenta, comenzó mientras estudiaba. "En el colegio estaban los exámenes de Cambridge y yo elegí arte, literatura y un idioma, que los evaluaban afuera, en el exterior. En arte, los ingleses mandaron una distinción, que solamente un tipo más lo sacó, y entonces sentí que ya había algo". Sin planearlo, ese "algo" se convertiría, años después, en su vida.
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Mientras las horas pasan, Ramiro ofrece tostadas, nueces, chocolates y distintas bebidas frescas, que apoya sobre una mesa. También fuma, pero los cigarrillos se consumen antes de que él intente apagarlos. Al comienzo dijo que "hablaba demasiado" y esa parece ser la respuesta.
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La compañía familiar le permitió viajar por el mundo y conocer, en Suiza, a Dorotea Potocki, una mujer que le dio otro giro inesperado a su vida. "Nunca había pensado en casarme, pero cuando la ví mi corazón dijo ‘es ahora’. Sabía que iba a ser complicado por sus padres, porque era condesa, venía de una familia muy importante polaca. Yo tenía pánico por la diferencia de edad, ella tenía 19 años y yo 39", dice.
Sin embargo, y al tiempo de conocerla, en 1994 organizaron el casamiento. Fue en Cracovia, pese a que ella, según cuenta Ramiro, quería hacerlo en el castillo de su familia, en Lancut. Aunque intentó de todo para lograrlo, incluido -recuerda- un encuentro imprevisto con el presidente de Polonia de aquel momento, Lech Walesa, Ramiro y Dorotea se casaron, fueron padres de Eduardo y Sonia y vivieron en Brasil, donde estaba su empresa.
Ya instalados en Río de Janeiro, Ramiro se encargó de que todo su departamento estuviera repleto de cuadros. El arte -remarca- es su escape, su cable a tierra. "Pinté mucho allá y también enseñé. Por un cuadro me llegaron a pagar 700 dólares", dice. Pero su objetivo no era venderlos, sino "contemplarlos y lograr que las personas se despejaran de la vorágine".
Su trabajo en la fábrica se interrumpió -cuenta- cuando no logró acordar con parte de los principales empresarios brasileños. "Entregué todo y no me arrepiento. De repente me hicieron dumping porque no quise entrar en un cartel. Denuncié, empecé a hacer marchas, y, finalmente, me fui", explica.
"Fue duro", agrega, y menciona al pasar que, después de separarse de su mujer y renunciar al trabajo, vivió durante cuatro meses en el restaurante a medio construir de un amigo, en Punta del Este. "Tenía solamente una entrada y después dos baños. Uno lo usaba de vestidor y el otro, para descansar", dice. Ese fue, también, uno de los destinos donde "rebotó".
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En el campo, a pocos metros de su casa, la caballeriza, Ramiro armó su atelier en un monturero. Allí, además de tener cuadros terminados y en proceso, atriles hechos por él mismo, y una tabla con caballetes que sostienen tarros de pintura, pinceles de todos los tamaños y platos de plástico con variedad de tonos que se encarga de limpiar a diario, tiene su cocina.
A un lado de sus cuadros, que van desde dibujos de castillos hasta paisajes, pasando por distintos tipos de caballos o un reconocido club de Copacabana, hay una heladera, cables de luz que cuelgan y una mesa chica donde apoya su notebook. "Es lo justo y necesario", dice el hombre que ahora vive de una jubilación mínima y que, para llegar a fin de mes, ofrece su arte. "Algunos los vendo para morfar porque, si no, no llego. Uno me trajo remedios, por ejemplo. Acá pago la luz e internet, ahora, -aclara- antes no pagaba nada. A veces me preguntaba qué comía mañana, y llevaba un cuadrito chiquito y se lo cambiaba al verdulero. Nunca me faltó para comer".
Para Ramiro, "es muy aburrido" tener bienes. "Hay mucha idolatría del dinero, del materialismo. Hay quienes están dominados por su billetera, por su cuenta bancaria. El arte, en cambio, satisface otras necesidades del ser humano. Es belleza en todas sus formas", dice.
Sin embargo, aún tiene presente aquel momento en el que decidió renunciar a su trabajo en la compañía familiar y su hijo mayor, Eduardo, le comentó que se iría a vivir a Europa. "Solo le pude ofrecer 100 euros. Le dije: "Disculpame, pero no tengo más dinero para darte", recuerda. Se emociona.
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La vida de Ramiro Vasena se puede asemejar al camino que transita un escritor para crear una historia, donde busca un inicio, un desarrollo y un desenlace. En este caso, son varias historias para un mismo personaje. Él presiente que el estilo de vida que lleva se va a interrumpir. "El tiempo me va a requerir otro tipo de actividad", dice. Sin embargo, todavía no sabe qué le deparará el destino.
Aunque remarca haberse alejado por completo de aquel mundo lleno de lujos, y llama "una especie de bendición" el "quedarse sin un mango", sus días transcurren, desde hace al menos tres años, entre el arte, el golf y un núcleo de personas que asiste los fines de semana a la estancia para jugar al polo.
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