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Necesitaba tomar un descanso. Decidió que la montaña sería un buen lugar para encontrar la tranquilidad que buscaba. Organizó los temas pendientes de trabajo y allí se dirigió. Ensenada, en la comuna de Puerto Varas, en el sur de Chile, fue el destino elegido. Era una madrugada fría de junio cuando salió a buscar leña para encender el fuego en su cabaña.
“De pronto vi algo que pasó corriendo muy rápido y me asusté. Regresé a la cabaña. Pero la curiosidad fue más fuerte. Me asomé para entender qué era lo que había pasado y me encontré con un par de ojos que me observaban desde lejos”, recuerda Andrea Aranda. Al cabo de unos segundos pudo entender que se trataba de un perro de gran porte que la miraba fijo. “Sentí miedo y en ese momento me quedé paralizada”.
“Se le veían los huesos”
Al día siguiente descubrió que el perro era una hembra joven, de raza Bóxer, cuyo cuerpo daba cuenta del abandono. Por las madrugadas, cuando no había movimiento, la perra aparecía en el mismo lugar donde Andrea la había visto por primera vez. “Daba impresión tan solo verla. Estaba tan delgada que se le podían ver todos los huesos de su cuerpo”. La llamó Huesos.
“Ella tenía muchísimo miedo y cada vez que detectaba movimiento alrededor, corría aterrada. Nunca había visto un perro tan abatido. Corría como nunca he visto correr a otro perro en mi vida. La perra tenía muchísimo miedo y eso me dio culpa y vergüenza por los seres humanos que así la habían dejado”.
Poco a poco, con el correr de los días, la perra se animó a acercarse cada vez más a la cabaña de Andrea. Era pleno invierno, pero quería ayudarla y le dejaba la puerta abierta para que se refugiara en el interior. También había dispuesto platos de comida en la entrada. “Finalmente la perra se acercó a mí, era un poco bruta. Comenzamos a jugar y me mordía. Me daba un poco de miedo pero a la vez estaba contenta porque sentía que, al fin, lograba confiar en mí”.
“Me tildaron de exagerada”
Sobre su pasado nadie supo lo que había sufrido, pero todos coincidieron en que alguien la había dejado en la montaña, echada a su suerte. Desesperada, Andrea buscó lugares donde pudieran cuidarla. Pero nadie estaba dispuesto a recibirla. “En el hospedaje donde se estaba alojando le dijeron que Huesos tampoco podía vivir allí: le robaba la comida a los huéspedes y, como era muy grande, temían que mordiera a alguien. Eso me causaba un malestar terrible. Nuevamente comencé a buscar lugar para ella. Llamé a refugios de Puerto Varas, de Osorno y Puerto Mont. Pero la respuesta era siempre la misma: no tenemos lugar”.
Mientras, la socialización de Huesos crecía a pasos agigantados. “Ella me visitaba y pedía mimos y, gracias a ese vínculo, comenzó a acercarse a otras personas sin miedo”. Pero todo se tiñó de gris cuando Andrea tuvo que regresar a su casa. “Me fui llorando y con muchísima tristeza por no haber podido ayudarla. Hasta me tildaron de exagerada”.
“Sentir nos hace iguales”
Decidió que regresaría en cuanto pudiera. Finalmente, Andrea volvió a aquel camping donde había visto a Huesos por primera vez y se llevó una grata sorpresa. “Huesos fue aceptada en el hospedaje. Me contaron que la quieren mucho y que es parte de la gran familia que conforman los dueños del complejo de cabañas y los cuidadores del camping”. Recibe cariño de todos los niños y personas que allí se alojan. Tiene su bolsón de comida, su platito de balanceado y de agua y un lugar para dormir bajo techo.
“Huesos me enseñó sobre el dolor que pueden sentir los animales. Ella se veía tan sola y tan triste que me recordó a los primeros meses de mi vida en Chile. Yo también estuve sola mucho tiempo en un lugar desconocido. Y eso me hizo reflexionar acerca de la soledad que uno puede sentir cuando no tiene a alguien cerca que pueda quererlo. Y como el mundo da miedo y se siente tan vacío, aprendí que hay que ser más afectuoso con todas las formas de vida. Somos de especies diferentes pero la capacidad de sentir nos hace iguales”.
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