De Liz Taylor a la reina Isabel: muertes, desdichas y fascinación por los diamantes
Como el entrañable personaje de Audrey Hepburn, cada generación hizo suya la pasión por una gema que hoy tiene su versión millennial y sustentable
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Gemas superlativas, exquisita artesanía, eterna belleza: de esta guisa fueron los comentarios que recibió Magnifica, última colección de Bulgari, de despampanantes 350 piezas; entre las cuales, una gargantilla que homenajea en su diseño a la pintora caravaggista Artemisia Gentileschi, combinando rubíes, esmeraldas, zafiros y, cómo no, diamantes. También sobre el tapis rouge del festival de Cannes robaron suspiros alhajas donde estos brillantes tuvieron presencia estelar, de joailleries de luxe como Cartier, Pomellato. Desde el collar tipo pluma que coronó el look minimalista de Tilda Swinton hasta los anillos de Bella Hadid, los diamantes dijeron presente en un desfile por el que Holly Golightly hubiera aplastado la ñata contra la vidriera de Tiffany, como solía hacer en Muñequita de lujo [también exhibida como Desayuno con diamantes].Y es que, tal cual marcó Anita Loos en su novela Los caballeros las prefieren rubias (luego musical, luego película, luego segunda parte literaria Pero se casan con las morenas), un besito en la mano no le llega a los talones al espléndido mejor amigo de cualquier chica, tenga corte cuadrado o forma de pera.
“Químicamente, el diamante es igual al grafito”, puntualiza el gemólogo Carlos Alberto Leporace, desandando el proceso natural de este símbolo universal de opulencia: “Se forma en la tierra, a una profundidad de entre 190 y 240 kilómetros, a una presión promedio de 42 kilobars y a una temperatura aproximada de 1500 grados, llegando los cristales a la superficie a través de pipas volcánicas diamantíferas”.
Hace sentido, entonces, que la mística en torno a esta roca durísima venga de tan lejos. En la Antigua India, mucho antes del advenimiento del hinduismo, un rey del panteón védico, Indra, mantenía el orden cósmico con su rayo de guerra o vajra, que en sánscrito significa indistintamente “relámpago” o “diamante”. Para los griegos, estas gemas eran lágrimas de los dioses o astillas desprendidas de las estrellas, y el propio Platón sugirió que habitaban en su interior espíritus celestiales. De esta civilización proviene la medición en quilates, término que deriva de las semillas de keration, algarrobo, cuya peculiaridad es pesar lo mismo (0,2 gramos) aun cuando su forma sea distinta. Entre los budistas, especialmente los tibetanos, el brillo único y la inalterabilidad del diamante participaban en el descubrimiento de la verdad absoluta. Y en la Europa medieval, su mera posesión representaba protección, poder.
Por estas fechas, la abadesa y compositora Hildegarde von Bingen (1098-1179) se ocupó de promocionar los fines medicinales de esta piedra. Su receta: sumergirla en vino o agua durante 24 horas y beber luego el líquido en pos de solucionar desde problemas reumáticos hasta malestares hepáticos. En otro orden de cosas, para extinguir la maldad, acabar con delirios, calmarse el iracundo, sincerarse el mentiroso, bastaba con ponerse en la boca “este pedrusquillo que el demonio tanto detesta”, dictaminaba la santa.
Señala Leporace –que enseña gemología y orfebrería en la Universidad del Museo Social Argentino, también en el Complejo Educativo de Joyería– que son 4 los factores que determinan el valor de un diamante: “El peso, obviamente. La talla, cuyo corte debe ser perfecto porque el diamante le impone al viaje de la luz una resistencia determinada. Entre los colores, el que más cotiza es el blanco excepcional top, diáfano. Los fancy –de distintas gamas, saturados, transparencia ideal– tienen precios superiores pero, al ser tan poco comunes, no existe una escala de valores. El rojo, que es el más raro, puede costar entre 40 y 60 veces más. Y luego está el nivel de pureza, que se mide analizando si presenta sutiles imperfecciones: un disloque de red, una grieta expuesta…”. En números, da la precisa este connoisseur: “Un diamante de 1 quilate blanco excepcional, totalmente puro, talla brillante 32/24 (contorno circular con 32 facetas en la corona, más la gran tabla superior, y 24 facetas en la parte inferior o pabellón), que tiene 6,5 milímetros de diámetro por 3,9 de altura, se cotiza entre 22 y 24 mil dólares en cualquier parte del mundo. Si es amarillo fancy sale un 50 por ciento más. Y si es rojo natural, arriba del millón de dólares”. En Buenos Aires, aclara, “el mercado es muy cortito, poca gente se dedica a este negocio. Un gramo de oro te dura 10 minutos en la caja fuerte; un brillante de medio quilate, 10 meses. El lucro cesante es demasiado grande”.
Quien no reparó en gastos en 1774 fue Grigori Grigórievich Orlov, a la sazón militar ruso de origen noble, favorito de Catalina la Grande, que intentó reconquistar a la emperatriz con un diamante carísimo, de la India, que pasó a la historia como “el” Orlov. La mandamás –que ya pastaba en campos amatorios más verdes y variados– no sucumbió al agasajo, pero igualmente pidió que montaran la gema en el cetro imperial, que actualmente se expone en el Palacio de la Armería del Kremlin. Dicen por ahí que, durante su fallida invasión de 1812, Napoleón Bonaparte intentó asir la joya tras descubrir que estaba escondida en la tumba de un sacerdote, pero el fantasma del curita apareció y Napo se dio al raje.
Delicias riesgosas
Bonaparte, a su vez, solía blandir una espada cuya empuñadura tenía engarzado el bellísimo Regente, célebre pieza que ya había ornamentado la cabeza real de Luis XV el día de su ascensión al trono y que ahora exhibe el Louvre junto al Sancy y al Hortensia, otras joyas de la Corona francesa. Precisamente con estos últimos –y muchos otros– brillantes gustaba pavonearse el coqueto Luis XIV, que haciendo gala de su apodo solar, los portaba de los pies a la cabeza. Uno de sus proveedores fue el intrépido Jean Baptiste Tavernier, viajero y comerciante rápido de reflejos para sustraer diamantes de la India, seguramente encontrados –como sucedía en otros sitios, desde África a Brasil– por trabajadores esclavizados en condiciones infrahumanas.
Bonaparte, a su vez, solía blandir una espada cuya empuñadura tenía engarzado el bellísimo Regente, célebre pieza que ya había ornamentado la cabeza real de Luis XV el día de su ascensión al trono y que ahora exhibe el Louvre junto al Sancy y al Hortensia, otras joyas de la Corona francesa.
Con el diario del lunes, Tavernier difícilmente hubiera tomado –como lo hizo en 1642– el azulino tercer ojo de una deidad hindú que, con el correr de los siglos, devino sinónimo de calamidad e infortunio. Según la tradición, el Hope, como se lo conoce, maldijo primeramente al aventurero, que murió devorado por una jauría de perros en Constantinopla. Luego al vizconde Fouquet, que por ostentar la gema ofendió al Rey Sol y fue condenado a perpetua. Luis XIV –que al tiempo se iría al otro barrio por causa de una gangrena– colgó el brillante sobre el escote de su amante Madame de Montespan, que no se salvó de caer en desgracia. Y así, en lo sucesivo, la gema mufa haría estragos en las vidas de Madame Du Barry (guillotinada), María Antonieta (ídem), la princesa Lamballe (aplastada por una turba durante las revueltas revolucionarias), el joyero Wilhelm Fals (asesinado)… En Londres, 1830s, la adquiere Henry Hope, que inexorablemente se hunde en la miseria. Ivan Kanitovski, príncipe ruso, se la obsequia a una bailarina del Folies Bergére a la que, en un rapto de celos, asesinará en escena. Pasa por varias manos el pedrusco, hasta valerle al sultán Abdul Hamid II la pérdida del mismísimo Imperio otomano. El estadounidense McLean, dueño del Washington Post y del Hope, pierde a su madre y a sus dos hijos, antes de terminar en un psiquiátrico. En los años 40 entra en escena el reputado joyero Harry Winston, diamantófilo como pocos, que se aviva a tiempo y dona el tesoro al Instituto Smithsonian, donde actualmente se guarda bajo muchos candados.
Menos desdichas se le endilgan al excepcional Koh-i-Noor, aunque la superstición dicte que solo las mujeres deben usarlo. Joya de la Corona inglesa, su historia involucra torturas y envenenamientos desde su debut en el siglo XIV. De dar por buena la leyenda, habría aparecido hace unos 3 mil años en la frente de Karna, hijo de una deidad, para ir pasando de soberanos persas, indios, afganos, hasta llegar –en calidad de botín de guerra– a los británicos en 1849. Parece ser que a la reina Isabel, sin embargo, el diamante que más la deslumbra es el Cullinan, el más grande jamás descubierto (en 1905). Obsequiado al Reino Unido por el gobierno de Transvaal (Sudáfrica), fue dividido en 9 gemas grandes y 96 piezas menores: las dos primeras pertenecen a la Corona; las restantes, a la soberana, que las luce en broches, sortijas, collares, zarcillos.
Es bien conocida la afición por los diamantes que cultivaba Elizabeth Taylor, que igualmente se desvivía por esmeraldas, zafiros, rubíes. Entre broncas monumentales y reconciliaciones homéricas, sus dos veces marido Richard Burton le regaló en el ‘69 un diamante de 69,42 quilates, que consecuentemente se llamó Taylor-Burton, y que Liz vendería luego para financiar un hospital de Botswana. En este país, por cierto, hace unas semanas fueron encontrados dos ejemplares gigantes de más de mil quilates: por su tamaño, ocuparían el puesto 3 y 4 del top mundial.
Vale decir que, aunque en danza desde hace más de cinco décadas, recientemente empezaron a mirarse con mejores ojos las alternativas cultivadas en laboratorio, químicamente calcadas, indistinguibles al repaso somero.
Vale decir que, aunque en danza desde hace más de cinco décadas, recientemente empezaron a mirarse con mejores ojos las alternativas cultivadas en laboratorio, químicamente calcadas, indistinguibles al repaso somero. Para un ojo calificado, empero, hay pistas para la detección de los diamantes sintéticos. “Los naturales presentan mayor fluorescencia a la luz ultravioleta de onda larga que a la de onda corta; en el caso de los sintéticos, la reacción es inversa”, pone como ejemplo Leporace: “Hace un par de años, se hablaba de que representaban el 12 por ciento del gran mercado, hoy día estarían encima del 18 por ciento”.
Además de ser más accesible, la variante sintética llega libre de culpa burguesa y resulta atractiva para una franja millennial atenta al consumo responsable. Se trata finalmente de piedras sin minería que necesitan pocas semanas para estar listas. Como bonus, resolverían también el asunto de la trazabilidad, dado el velo de opacidad que a menudo reviste a la industria, en especial a partir de los llamados “diamantes de sangre” que financian conflictos bélicos, principalmente en África.
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