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El 6 de enero de 1871, día de la Epifanía, pero más conocido como “de los Reyes Magos”, Buenos Aires fue invadida por la tristeza. Durante la jornada, la peste mató a noventa y cinco personas. Era el vómito negro, la fiebre amarilla, que en aquel semestre trágico se cargó la vida de quince mil porteños.
Mientras tanto, en Lisboa, ese día de Reyes nacía una niña que fue bautizada con el nombre evocativo para la fecha: Regina. Su padre Pietro (barítono) y sus bisabuelos Isabella (soprano) y Luigi (bajo) habían sido cantantes líricos. La niña había heredado el talento de los Pacini y cuando murió Pietro en 1882, la familia resolvió que Regina cantaría de manera profesional.
De Lisboa a Buenos Aires: el flechazo de cupido
Su primera actuación en el teatro San Carlos de Lisboa —administrado por su hermano José—, se llevó a cabo un día antes de que cumpliera los 17 años. Empezó de la mejor manera porque la crítica y el público coincidieron que tenía condiciones para triunfar en los escenarios de la lírica. Así fue. En pocos años, toda Europa veneraba la voz y el exquisito si bemol agudo de esta joven que se encaminaba a destronar a la gran diva australiana Nellie Melba.
En 1899, una gira la llevó por Montevideo y Buenos Aires. Entre los espectadores que concurrieron al Teatro Solís de la capital de Uruguay, se encontraba un argentino que sintió el llamado de Cupido. El flechado era Marcelo Torcuato de Alvear, dos años mayor que Regina, hombre rico que practicaba golf, automovilismo, tiro, boxeo y conquistas amorosas.
La noche del 15 de agosto, el dandy concurrió a la gala en el teatro Politeama (emplazado en la avenida Corrientes y Paraná, de Buenos Aires) y desde el palco contempló a la artista de 28 años solo para confirmar todo lo que le había provocado en la actuación en Montevideo.
Como correspondía en este tipo de sucesos, el camarín de la joven diva se pobló de regalos. Desde el prendedor con brillantes y perlas que le obsequió el presidente Roca, hasta el anillo “con gran solitario” acompañado de la tarjeta M.T.D.A., con el cual Marcelo T. quiso romper el fuego. Pero ella o Felisa Quintero, su madre, lo enviaron de vuelta al remitente.
Esto no lo desanimó. Asistió a cada función que dio la cantante. Le envió al camarín flores, alhajas y perfumes. Se preocupó por cruzarla en cada reunión social. Regina –y su madre– daba un paso y ahí estaba el seductor Alvear. Pero el plan de conquista no estaba dando los resultados esperados porque la madre de Regina no la abandonaba y la protegía de todos los Marcelos de Alvear del mundo. Por otra parte, la diva sólo aceptó las flores y devolvió cada uno de los regalos suntuosos que le hiciera el dandy porteño.
Admirada y aplaudida: la diva inalcanzable que se enamoró
La dama se destacaba, sobre todo, por su belleza interior. Sus encantos eran el resultado de ser una mujer admirada y aplaudida en todo el mundo, que se manejaba en los ámbitos sociales con mucha altura y que no llevaba una vida desordenada como podía ocurrir en los casos de algunas divas de aquel tiempo. Regina no había sido concebida para acompañar en la vida a un mediocre. Ya le había destrozado el corazón a un oficial de la dinastía rusa que le había propuesto matrimonio en Varsovia. Un millonario sueco, un noble polaco y otro italiano habían fracasado en sus intentos de cortejarla. ¿Acaso Marcelo Torcuato de Alvear iba a amilanarse? Por supuesto que no: en cuanto la artista anunció que abandonaba Buenos Aires, el crédito local empacó unas pocas cosas y se subió al Cataluña, el mismo barco que abordó la artista. Los días de travesía bastarían, tal vez, para lograr conquistarla.
Sin embargo, no fue suficiente. Marcelo T. pasó varios años de su ajetreada pero millonaria vida asistiendo a conciertos en las principales ciudades del mundo —debe sumarse también una nueva escala artística en Buenos Aires, en 1901—, enviando flores a los camarines de la cantante, diciendo presente en cada momento y también llorando de amor al disfrutarla en los escenarios.
El fierecillo domado porteño encontró en Regina a la mujer de su vida, pero allí estaba Felisa, protegiendo los intereses artísticos y comerciales. Hasta que el sendero se le hizo cuesta arriba porque la Pacini se contagió la pasión de Alvear, en 1903. Y sucedió uno de esos momentos sublimes en la historia del amor: cuando ya había sido proclamada la mejor soprano del mundo, la encantadora Regina abandonó su estelar carrera, las ovaciones de mil gargantas en salas llenas, las invitaciones para cantar en palacios y la adoración de tantos candidatos. Renunció a todo, a cambio de convertirse en la compañera de Marcelo de Alvear.
Lejos del cuento de hadas y el amuleto real de la felicidad
Su última presentación en Lisboa tuvo lugar el 11 de marzo de 1904, en el mismo teatro donde había comenzado su carrera. Esa noche, recibió los regalos habituales, unos 32 canastos de flores y seis o siete joyas. Pero también algunos obsequios para la nueva casa familiar. De todos modos, faltaba un tiempo para concretar el matrimonio, porque no todo era un cuento de hadas.
El inolvidable Ovidio Lagos, principal e insuperable biógrafo de esta pareja, contó que los parientes Alvear, escandalizados al ver que Marcelo manchaba el apellido al casarse con una actriz, lo apartaron. Según Lagos, las familias más tradicionales escribieron un insólito telegrama refrendado por quinientas firmas y lo enviaron a Europa. Le pedían a su amigo que recapacitara. Regina podría codearse con príncipes y reyes, también ser aclamada en todas las capitales y hasta pasar una tarde de tertulia con las familias elegantes de la Argentina, pero no dejaba de ser una artista.
María Unzué de Alvear, quien había enviudado de un hermano de Marcelo, jamás permitió el ingreso de Regina a su casa. Alvear sufrió una depresión profunda cuando conoció la reacción de sus parientes y allegados.
De todos modos, el amor triunfó y se casaron el sábado 29 de abril de 1907 en Nuestra Señora de la Encarnación de Lisboa. Su sobrino Adams Benítez, hijo de Carmen Alvear, fue el único representante de la familia del novio.
En la víspera de la ceremonia, la reina Amelia de Portugal recibió a la novia en el palacio real. Durante el encuentro, se desabrochó un trébol de brillantes, esmeraldas y rubíes, y se lo entregó a Regina, contándole que había usado esa joya por años y que era su amuleto de la felicidad. Al regalárselo, le deseaba a ella lo mejor para su nueva vida.
Cabe preguntarse cómo una persona que estaba acostumbrada a ser venerada en donde ponía un pie, soportaba el rechazo constante y manifiesto de la familia de su marido. Es muy probable que un carácter débil hubiera desistido. Pero Regina Pacini valía por una legión romana: entregó la gloria artística que tenía servida en bandeja y aceptó soportar el entorno social de Marcelo.
El matrimonio fijó su residencia en París —el novio le regaló a su amada un castillo normando que acondicionaron— y se dedicó a la actividad social más exquisita, amparado por las veintidós mil hectáreas en Trenque Lauquen y otras cinco mil en General Pacheco que proveían el sustento. Marcelo y Regina asistían a los restaurantes de los mejores hoteles, a los principales teatros de Europa y a las más lujosas recepciones.
Volvieron a la Argentina en 1911, apenas diez días, y en 1912, por unos años. Luego, Marcelo fue designado embajador en Francia y regresaron a la vida parisina. Retornaron a Buenos Aires en 1922, cuando él fue elegido presidente.
El Buenos Aires del presidente
Se instalaron en una casa prestada, la actual Nunciatura, en avenida Alvear y Montevideo. A poco tiempo de haber arribado, Regina recibió la visita de una delegación de la Comisión de Damas que deseaba entregarle un álbum firmado por más de cien señoras de la sociedad porteña, y un inmenso ramo de flores. Sin dudas, los resquemores previos de algunas familias comenzaban a desvanecerse. También en esos días la visitó una delegación del Centro de Damas Descendientes de Exrevolucionarios Radicales (que habían actuado en 1890).
La cantante lusitana concurrió al Salón Nacional de Bellas Artes y compró una pintura de la artista rosarina Emilia Bertolé para decorar su casa. Atendió con entusiasmo la intensa agenda de esas semanas. Fue incorporada a la mesa directiva del Patronato de la Infancia y como miembro honorario de la Biblioteca del Consejo Nacional de Mujeres. También, presidenta honoraria de la Liga Argentina de Damas Católicas y agregada al Consejo Directivo de las cantinas maternales.
El 12 de octubre, día de la asunción presidencial, asistió al Congreso por su cuenta. Había decidido que su marido debía acaparar toda la atención y trató de pasar desapercibida. Luego del acto, y mientras Alvear se encontraba en la Casa Rosada con Hipólito Yrigoyen para recibir los atributos de mando, un numeroso grupo de damas concurrió a su hogar para saludarla y felicitarla. Ese día se convirtió en Primera Dama. La última vez que un matrimonio había completado el período de seis años de gobierno fue cuando Roca ejerció la primera magistratura entre 1880 y 1886, acompañado por Clara Funes. Después de ellos, entre viudos y el soltero Yrigoyen, más algunas presidencias cortas por muertes o reemplazos, no se había dado el caso de una Primera Dama de mandato completo.
La cargada agenda de Pacini
Participaba de los actos públicos acompañando al presidente y, en algunos casos, en representación de su marido. Las crónicas remarcaban su elegancia. Regina lucía diseños exclusivos de las mejores casas francesas. Para los ajustes, contaba con una costurera a la que visitaba en su lugar de trabajo. Regina concurría a diversas actividades culturales y benéficas. O al puerto, para recibir o despedir a visitantes ilustres. Asimismo en ocasiones solemnes como la llegada de los restos del escritor Manuel Güiraldes, muerto en París.
Su presencia no pasaba desapercibida, fuera en el foyer del Colón o en la cubierta del Adhara, el yate presidencial que utilizaban con las formalidades protocolares que exigían la investidura.
Conciertos, recepciones en embajadas e inauguraciones la tenían como protagonista. Era su costumbre llegar entre los primeros a las reuniones y actividades sociales.
En cuanto a las obras de caridad, asumió las responsabilidades con altura y en más de una ocasión aprovechó la intimidad del hogar —a veces, apelando al presidente de la Nación; a veces, simplemente a su marido millonario— con el objeto de lograr beneficios para los necesitados.
Ya había conquistado al público desde los escenarios. Ahora lo hacía desde sus funciones. Como la vez que la Compañía Hamburg Sud le comunicó que el transatlántico Cap Polonio iba a permanecer varios días en el puerto y estaba a su disposición. Regina agradeció el ofrecimiento de la naviera alemana. El gran barco le era de suma utilidad: organizó comidas y bailes a beneficio del Patronato de la Infancia. Se ganó la admiración general y el vacío en el cual la habían colocado, comenzó a llenarse con manifestaciones de respeto.
Mientras tanto, no dejaba de señalarle al presidente su mirada acerca de ciertas personas del entorno. A su manera, lo protegía.
Cuando promediaba el mandato de Alvear, Regina comenzó una cruzada. Quería dotar al país de un espacio que atendiera a los artistas en los años de retiro, como existía en algunas ciudades de Europa y América. La tozudez de la cantante lusitana salvó todos los escollos que se presentaron y, finalmente, luego de doce años de esfuerzo, el 4 de febrero de 1938 se inauguró la Casa del Teatro en la Capital Federal (Santa Fe y Libertad). Dos días después, Regina cumplía años y el mejor regalo que recibió fue la noticia de que esa mañana habían ingresado los primeros ocho huéspedes. Junto a la Casa, aún hoy se encuentra el Teatro Regina con la principal función de recaudar para sostener el pensionado.
En cuanto al nombre de la diva, la residencia que construyeron los Alvear en Mar del Plata se llamó Villa Regina, al igual que la colonia agrícola en el Alto Valle de Río Negro, que fue bautizada en 1924 con el mismo nombre: Villa Regina.
Dejó un recuerdo imborrable entre quienes la conocieron. Su sencillez, elegancia y fuerza de voluntad logró cautivar a todos. Continuó participando de acciones benéficas aun despojada de su título de compañera del presidente.
El matrimonio no tuvo hijos. Alvear murió en 1942. Se encuentra sepultado en el imponente panteón de la familia, en la entrada del cementerio de la Recoleta. Todos los 23 de mes, Regina visitaba la tumba de Marcelo. Le llevaba un ramo de rosas blancas y rojas. Se sentaba en una simple silla blanca y le hablaba. La querida Primera Dama vivió con sencillez hasta su muerte en 1965. Hoy descansa en la Recoleta, inmediatamente al lado de su amor eterno.
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