De las cartas al Instagram
Sobran soportes electrónicos para comunicarnos, pero faltan aún claves de lectura para interpretar la palabra del otro; los canales actuales generan malentendidos
Del retrato familiar color sepia a la fluida circulación de imágenes digitales registradas y publicadas en forma instantánea, hay un recorrido histórico de pocas décadas y muchos cambios. Algo análogo ocurrió con la comunicación a distancia, sostenida durante siglos por el intercambio epistolar. La vida política, la amistad, las pasiones, las noticias eran ensobradas para llegar a destino.
Con riqueza literaria y coloquial, el género epistolar nos acercó horizontes de vínculos e historias de vida fascinantes. "(...) ni sé lo que escribo, pues mi pensamiento está puesto continuamente en mi ópera, y corro peligro de escribirte toda un aria en vez de palabras", le escribió un apasionado Mozart a su hermana desde Milán.
Fuente de conocimiento, herramienta de historiadores y científicos, las cartas alojan también encrucijadas acuciantes de la humanidad, como ¿por qué la guerra?, tema de la correspondencia entre Sigmund Freud y Albert Einstein a propósito de la violencia.
La desazón anímica de Vincent Van Gogh y los relatos que acompañaron sus pinceladas habitaron en la correspondencia con su hermano Theo. Para el artista, el sostén fraterno lejos de ser un relato, era inspiración. Así lo escribe en una de sus cartas: Estoy decidido a no tener más armas que mi pincel y mi pluma.
Las cartas conjugan un estilo personal con pautas regladas con las que el lector, entrenado en clases de lengua del colegio secundario, las recibe, dándoles la entonación y el clima emocional justo. Cada formato tuvo siempre una identidad inalterable. Ni una palabra de más ni una de menos. Así ocurría con las clásicas postales de viaje, que nunca alcanzaban a decir nada por falta de espacio. O las pruebas de aptitud para acceder a un puesto de trabajo que giraban alrededor de la redacción de una carta.
Hoy sobran soportes electrónicos para comunicarnos, pero nos faltan aún claves de lectura para interpretar la palabra del otro. Los códigos comunicativos de cada uno de los canales utilizados, mensajes de texto, Twitter, e-mail, WhatsApp, tiene una sintaxis y una jerga propia, pero los deslizamientos de estilo que cruzan de uno a otro generan frecuentes malentendidos. El tono emocional con el que se lee un texto queda, más que nunca, determinado por el estado anímico de quien lo recibe. Los emoticones son íconos que vinieron en auxilio de la ambigüedad de sentimientos que se transmiten a través de estas variantes textuales.
En un correo electrónico, heredero dilecto del formato carta, hay encabezamiento y saludo, pero podría no haberlo. ¿Qué se deduce, por ejemplo, de su omisión? Como el texto llega inmediatamente a destino, la expectativa de respuesta parece regirse por el mismo criterio, concediéndose escaso tiempo de tolerancia a la respuesta en cualquiera de estas vías de intercambio. Tan ágiles son sus ritmos que más de una vez nos sorprendemos habiendo contestado antes de pensar la repuesta. Algo así como: respondo, luego pienso. Y allí advertimos que ni coincidimos con nosotros mismos.
Las convenciones suponen un destinatario siempre disponible. Listo para responder. Circulan, por ejemplo, pedidos escritos de cambio de hora de un consultorio en horario trasnoche, porque lógicamente para el joven interlocutor, la noche recién comienza.
Una de las vías por donde circula la comunicación hoy ya prescinde de la palabra. En el sistema Instagram, por ejemplo, el mensaje lo constituye una imagen de la cual el receptor hará todas las inferencias posibles. Una tarjeta postal que llega en tiempo real, es decir, mientras ocurre.
Cartas de lectores sustanciosas que dan la palabra a quienes sienten la necesidad de opinar en los medios, cartas de amor, en un intento desesperado de reconquistar una pasión perdida, cartas documento que asustan e intimidan cada tanto... Son resabios aún vigentes de un discurso en extinción. Los sobres pasaron a ser un ícono del correo electrónico, los buzones son virtuales, pero siguen vivos, y el acceso a la información es ágil e inmediato. Estar conectados es lo de menos.
Nos falta quizás ajustar los códigos de uso de los dispositivos, tanto a los contenidos que queremos transmitir, como a la temperatura emocional que viaja con ellos.