De la tranquilidad al festejo en la isla de Mykonos
Observar, observar y observar. Gran deporte a la hora de viajar, para absorber el mundo que nos rodea, el lugar que visitamos, para conocer lo que hay más allá de lo construido por la mano del hombre y por la naturaleza.
Comprender cómo se mueve todo, respirar los olores que trae el aire y escuchar las inflexiones de la lengua local es un viaje en sí mismo por eso siempre recomiendo dedicarle tiempo a eso: conocer ese intangible.
Pasadas las 20, la tórrida jornada de verano se va apagando lentamente para dejar lugar a una más que agradecida brisa estival la cual, sin ser precisamente fresca, provoca una sensación de alivio y bienestar.
El cielo, que hasta hace un rato era increíblemente azul y despojado de toda nube, empieza gradualmente a oscurecerse y a recibir tonalidades cada vez más cálidas, siendo el rosa el color que se destacar en el comienzo del ocaso.
Hasta hace un buen rato las pequeñas callejuelas de inmaculadas paredes blancas y puertas pintadas de un eléctrico azul se encontraban desiertas. Me había pasado un buen rato recorriéndolas como si fuese el único participante para encontrarle la salida al laberíntico entramado urbano, donde las fantásticas perspectivas y fugas de su diagrama y el profundo silencio que me envolvía en muchos de sus tramos me hacían sentir como si el lugar fuese humanamente desértico.
Esas fugas por momentos dejaban ver allá al fondo las impecables y serenas aguas del Mediterráneo y el juego visual entre el blanco y azul era digno de un cuadro.
Claro, mientras todo el mundo disfrutaba del comienzo de un verano con sorprendente calor y se poblaban las playas del lugar, desde Ornos hasta Psarou –pasando por Paradise o Agrari–, por citar sólo algunas, yo había decidido hacer un plan B y conocer otros aspectos de la isla de Mykonos.
Las puertas de muchos de los negocios permanecían entreabiertas, algunos estaban directamente cerrados y otros tanto dejaban ver a propietarios y dependientes sentados en unas cómodas sillas al aire libre haciendo tal vez lo mismo que yo: pensar y perder un poco de tiempo (pero ojo, con propósito).
Hasta ahí tuve la oportunidad de ver un aspecto de la ciudad. Pero quería ver el otro.
Para eso, después de unas cuantas horas de vagar y sorprenderme con las pequeñas iglesias distribuidas por toda la geografía del centro de la ciudad, los imponentes molinos de viento o los balcones al mar de la denominada "pequeña Venecia", me busqué una mesa en una pequeña terraza observando las calles de Chora o Jora, como también se denomina al centro de Mykonos, para ser testigo del cambio radical que iba a suceder en las, hasta ahora, bucólicas calles.
Tímidamente comenzaron a escucharse voces: Yasu! Ti Kanis? (Hola, ¿cómo estás?), saludos que se cruzaban de un lado al otro de la calle al abrirse las puertas de los locales de par en par, al colocar pequeñas mesas y sillas en las calles. En algunas tiendas había música que se dejaba oír desde la terraza en la que me hallaba sentado.
El cielo se había puesto más rosado y naranja que nunca, la ciudad se encendía de a poco y, como si fueran hormigas laboriosas, comenzó a llegar el grueso de la gente, lenta pero segura y el aire se empezó a llenar de sonidos, de acentos extranjeros, de risas, de abrazos.
La alegría parecía ser el punto en común entre tantas personas de tan ecléctico y heterogéneo grupo.
La noche se hizo presente. Las calles se llenaron y desde mi punto privilegiado de vista me uní como testigo de excepción a la algarabía general.
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