Milton Hershey resurgió de las cenizas de sus fracasos y su legado sigue hasta nuestros días
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En 1857, en una granja de Pensilvania, nació Milton Snavely Hershey. Tuvo una infancia humilde, marcada por los fracasos de un padre obsesionado en volverse rico de la noche a la mañana. A tal punto que la familia terminó en la ruina por la fiebre del petróleo. Y cuando quedaron sin nada, los tíos de Milton, hermanos de la madre, los ayudaron a cambio de una condición: que el padre renunciara a sus ambiciones. A regañadientes, el hombre desistió y se mudaron a una granja familiar en Lancaster. Pero las tensiones no tardaron en aparecer y el padre los abandonó. Poco después, la hermana menor de la familia murió de escarlatina. La pérdida fue devastadora y marcó un punto de inflexión en la vida de Milton, quien, decidió abandonar la escuela y salir al mundo con un propósito: cambiar su destino.
La llave: un oficio
A los 14 años, en 1871, Milton comenzó como aprendiz en una imprenta local, pero pronto se sintió frustrado. La relación con su jefe, un hombre de carácter difícil, no ayudaba. Un día, en un arrebato, arrojó su sombrero dentro de una de las máquinas de impresión y la dañó. A Milton lo echaron y su madre, Fanny, lo consoló. Sabía que la imprenta no era el sitio adecuado para su hijo y junto a su tía Martha, le consiguieron un puesto en la confitería Lancaster de Joseph Royer. Ahí, entre calderos y aromas dulces, Milton dio sus primeros pasos en la elaboración de dulces, un oficio artesanal transmitido de generación en generación.
En la confitería, Milton comenzó con tareas simples: repartía dulces, lavaba platos y atendía el mostrador. Sin embargo, su madre, convencida de su potencial, habló con el dueño para que lo liberara de esos trabajos menores y le enseñara a elaborar dulces, el arte de la confitería. Incluso ofreció pagarle por eso. El dueño aceptó.
Milton estaba exultante y decidido a aprender el oficio de la confitería, aunque su padre, de vuelta en casa, lo menospreciaba (para él hacer dulces era “cosa de mujeres”). Para 1876, tras cuatro años de aprendizaje, Milton sintió que era momento de independizarse. Con el apoyo de su madre y un préstamo de 100 dólares de sus tíos, abriría su primera tienda de dulces. Aunque los comienzos serían más difíciles de lo que imaginaba.
El primer local: Filadelfia
¿Dónde pondría su primer local? En 1876, para celebrar el centenario de la Independencia de los Estados Unidos se organizó una gran exposición en Filadelfia. Al enterarse de la magnitud del evento, Milton pensó que ese era el lugar adecuado para abrir su negocio, en el corazón de la ciudad, en Spring Garden Street. La Exposición, inaugurada el 10 de mayo por el presidente Ulysses S. Grant, atrajo durante seis meses a millones de visitantes y cientos de expositores presentaron sus creaciones.
En su local Milton ofrecía sus creaciones: helados, caramelos, frutas y nueces. Aunque en el lugar había otras tiendas, su negocio tenía un encanto único: con astucia, el joven se las había ingeniado para instalar un conducto de aire desde la cocina a la calle y el tentador aroma de sus dulces inundaba las calles. Nadie que pasaba por allí podía resistirse.
Sin embargo, cuando la feria terminó y la depresión económica se intensificó, las ventas se desplomaron. Para mantenerse en pie, Milton comenzó a vender sus productos a precio mayorista, pero fue una solución que apenas le dio un respiro. Cuando el precio del azúcar subió, obtener ganancias se convirtió en una hazaña. Nuevamente el joven debió pedir un préstamo a sus tíos.
Tras cinco años de intenso trabajo, su salud comenzó a deteriorarse y cayó en cama enfermo. Una mañana, una carta llegó a su puerta: sus tíos le comunicaban que no le prestarían más dinero y le aconsejaban cerrar el negocio. A los 24 años, Milton tuvo que declararse en quiebra, dolido por la falta de apoyo familiar. Aunque su sueño se desmoronaba, su fe en sí mismo seguía firme.
Empezar de nuevo: Nueva York
En 1881, el padre de Milton lo convenció de unirse a la fiebre de la plata en Leadville, Colorado. Sin embargo, al llegar descubrieron que las minas ya estaban agotadas, por lo que Milton decidió buscar empleo y entró a trabajar en una tienda de dulces en Denver. Ahí aprendió una innovadora receta de caramelos a base de leche, que lo inspiró profundamente. Tras un año de aprendizaje, decidió probar suerte de nuevo, esta vez en una de las ciudades más desafiantes de los Estados Unidos: Nueva York.
En Nueva York, trabajó en Huyler’s Candies Shop, una tienda famosa que le enseñó los secretos de “la ciudad que nunca duerme”. En 1884, sintió que era el momento de abrir su propia tienda. Sin embargo, faltaba lo más importante: el dinero. Sus tíos le negaron el apoyo, pero su tía Martha, creyendo en él, le prestó lo necesario.
Su tienda en Nueva York causó sensación; los caramelos estilo Denver eran un éxito. Pero entonces, su padre, en otro de sus impulsivos consejos, le sugirió vender caramelos para la tos. Milton se enfrentó a la implacable competencia de la marca Smith Bros., líder en ese mercado, y las consecuencias no tardaron en llegar. Las ventas bajaron y las deudas crecieron, una vez más, la sombra del fracaso estaba sobre él. En 1886, otra vez, se declaró en quiebra.
Sin embago, en medio de la oscuridad, le apareció una certeza: debía regresar al mundo de los caramelos. Y esta vez, nada ni nadie lo detendría.
Regresar a Lancaster
Regresar a Lancaster y pedir dinero a sus tíos no fue fácil. Aunque Milton intentó convencerlos, ellos no accedieron, lo compararon con su padre y le cerraron las puertas. Sin otra opción, el joven acudió a su antiguo contador, quien le prestó un poco de dinero. Con eso y algunos insumos que le habían quedado, Milton comenzó a vender caramelos en la calle. Su talento cautivó a los clientes, y así nació Lancaster Caramel Company. Las ventas crecieron, y con cada ganancia, Milton expandió su negocio. Impresionada por sus logros, su tía le prestó 700 dólares para mejorar su equipo -bajo la condición de que se lo devolviera en tres meses-, confiando en que esta vez triunfaría.
A pesar de sus esfuerzos, el negocio no crecía como Milton esperaba, y la deuda parecía imposible de saldar. Entonces, apareció un importador británico que quedó fascinado con el sabor de sus caramelos y le hizo un gran pedido, con la promesa de pagarle una buena suma de dinero si los dulces llegaban en buen estado a Londres. Sin recursos para cumplir el encargo, Milton pidió un préstamo al banco, pero fue rechazado. Sin embargo, el empleado bancario, cautivado por el proyecto y el sabor único de los caramelos, decidió prestarle el dinero personalmente. Con esos fondos, Milton contrató ayuda, compró insumos y envió el pedido.
Después de varios días de tensa espera llegó un sobre de Inglaterra con un cheque de 500 libras (2500 dólares estadounidenses de aquel entonces, que a valores actuales rondarían los 85.000 dólares). Por fin, la fortuna sonreía a Milton, que logró pagar sus deudas y vio su sueño hecho realidad. Las ventas de sus caramelos Hershey’s Crystal & Cream Caramels crecieron rápidamente, cruzando el Atlántico y convirtiéndose en un fenómeno en Estados Unidos. Para inicios de 1890, su empresa prosperaba con fábricas y cientos de trabajadores, y Milton Hershey dejó de ser un soñador para convertirse en uno de los hombres más respetados de Lancaster.
Aún sin haber llegado a los 40, con su fábrica funcionando a la perfección y más tiempo libre del que hubiera imaginado, Milton comenzó a sentir el inesperado peso del aburrimiento. ¿Qué hacer cuando ya se ha construido un imperio? En 1893, en busca de algo que despertara su pasión, viajó a una exposición en Chicago para ver las últimos inventos del mundo, sin imaginar que ese viaje cambiaría por completo su vida.
El chocolate: el Willy Wonka americano
En Chicago, Milton encontró una máquina de laminado de chocolate, creada por JM Lehmann, y tuvo una revelación: “Los caramelos son una moda pasajera, pero el chocolate es eterno”. En ese instante, sin saberlo, encontró su propósito. Mientras el chocolate era un lujo reservado para los ricos, Milton soñaba con hacerlo accesible para todos. Así, pasó incontables horas perfeccionando su fórmula de chocolate con leche, decidido a cambiar para siempre el sabor del sueño americano.
Hershey Chocolate Company se incorporó como filial a su empresa de caramelos y lanzó al mercado las primeras barras de chocolate de tamaño estándar por cinco centavos. De esa forma, estableció un precio de referencia en el mercado que se mantuvo hasta un poco más de mediados del siglo pasado.
El público estaba fascinado con los chocolates Hershey, y las ventas crecían de forma imparable. A la par, el negocio de los caramelos empezó a decaer y Milton tomó una decisión audaz: vender su compañía de caramelos por un millón de dólares (unos 30 millones actuales) para dedicarse por completo al chocolate. En 1900, con su fortuna en mano, comenzó la construcción de una gran fábrica, destinada a llevar el chocolate a una escala nunca antes vista.
Compró casi 500 hectáreas en su ciudad natal, Derry Church, estratégicamente cerca de granjas lecheras y una cantera, y con fácil acceso a los puertos de Filadelfia y Nueva York. Con la fábrica como epicentro, Milton comenzó a construir una ciudad para él y sus trabajadores.
Para 1906, su empresa superó el millón de dólares en ventas, y además de la clásica barra de chocolate, lanzó dos productos icónicos: Hershey’s Kiss y la barra de chocolate con almendras.
Durante varios años, la fábrica de Milton fue la más grande del mundo. A medida que crecían las ventas la ciudad también se extendía: modernas casas, escuelas, hospitales, iglesias, un parque de diversiones y hasta un zoológico. Cada rincón era testigo del sueño de Milton.
El legado
El 25 de mayo de 1898, Milton se casó con Catherine “Kitty” Sweeney. Aunque no tuvieron hijos, dedicaron sus vidas y su fortuna a mejorar la vida de los demás, especialmente la de los niños y la de su comunidad.
En 1909 fundaron Hershey Industrial School que acogía a niños de huérfanos. Milton soñaba con garantizar a los estudiantes la educación que él nunca tuvo. Especialmente deseaba que los pequeños aprendieran habilidades prácticas. “Quiero que todos aprendan un oficio. Que aprendan a ganarse la vida por sí mismos. Algunos querrán ser agricultores y se les deben enseñar los mejores métodos de gestión agrícola. Pero habrá otros que quieran ser electricistas, carpinteros, tipógrafos o fontaneros. Les daremos la oportunidad de aprender todas estas cosas”, supo decir.
Cuentan que en 1912, cuando su esposa enfermó, Milton debió cancelar a último momento un viaje, salvándose así de embarcar en el RMS Titanic. La esposa murió en 1915 a causa de una enfermedad neurológica degenerativa (atrofia muscular progresiva).
Tras la muerte de su esposa, Milton se volcó por completo a los negocios. La simple idea de pasar tiempo en el hogar que habían compartido juntos le resultaba insoportable. En una ocasión, buscando aire y distancia, viajó a Cuba, y allí su corazón volvió a latir: quedó cautivado por la calidez de su gente y su cultura. Además, vio que el país era un importante productor de azúcar, ingrediente esencial para su empresa. Fue entonces cuando tuvo una visión, apoyada en su experiencia en los Estados Unidos: construir un gran molino de azúcar y a su alrededor levantar un pueblo, una comunidad para sus trabajadores.
Milton fundó en las afueras de La Habana, una de las instalaciones azucareras más modernas de la época, acompañada de casas para los trabajadores, escuela para sus hijos y clínicas de salud. A mediados del siglo pasado, el pueblo pasó a llamarse Camilo Cienfuegos, aunque los habitantes, con orgullo y cariño, siguen refiriéndose a él con el apellido de su fundador.
Gracias a su propio suministro de azúcar a buen precio, Hershey pudo mantener su empresa en pie cuando los costos de materias primas se dispararon durante la Primera Guerra Mundial y muchas compañías quebraron. Además, al proveer barras de chocolate a las fuerzas armadas de Estados Unidos, su marca se hizo conocida globalmente.
Al terminar la guerra, las ventas anuales de Hershey’s superaron los 20 millones de dólares. Pero en 1920, la muerte volvió a visitar a Milton, llevándose esta vez a su madre, Fanny. Su pérdida fue para el empresario profundamente dolorosa: ella había sido la primera persona que había creído en sus sueños y en cada paso que había dado.
Mientras tanto, la empresa continuó su imparable ascenso, y en 1929 las ventas superaban los 40 millones de dólares al año y Milton la guió hasta 1944. Tenía 87 años cuando decidió retirarse de su cargo.
Al año siguiente, el 13 de octubre de 1945, Milton murió de neumonía en el Centro Médico Hershey, en su ciudad natal. Sus restos descansan junto a los de sus padres y su esposa en el cementerio de la ciudad que lleva su nombre.
Antes de su muerte, en un acto de generosidad, sin pretensiones ni alarde, Milton decidió entregar el control de su compañía y la totalidad de sus acciones a la escuela que él y su amada esposa habían fundado años atrás. Esta institución, hoy conocida como la Milton Hershey School, no solo honra su legado, sino que se ha convertido en un emblema de oportunidades para generaciones de jóvenes desfavorecidos. Con una participación del 40% en la empresa, la escuela se erige como uno de los pilares educativos más sólidos y mejor financiados de los Estados Unidos, un testamento vivo del compromiso de Milton con la comunidad. Según la página web del instituto, más de 2000 estudiantes de familias de bajos recursos asisten a la institución. Actualmente, el valor de mercado de The Hershey Company es 35,8 mil millones de dólares.
“Los negocios son una cuestión de servicio humano”, solía decir Milton. Y su visión, ambiciosa y audaz, sigue inspirando a quienes ven en él no solo al magnate que transformó la industria del chocolate, si no al hombre que destinó su fortuna para un propósito más grande: mejorar la vida de los demás.
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