Hay una escena bastante famosa que narra San Agustín en sus Confesiones: cuando el santo viaja a Milán para entrevistarse con el obispo Ambrosio, lo encuentra en su recámara leyendo, mientras "su voz y su lengua descansaban". San Agustín permanece atónito: en pleno siglo IV se leía solo en voz alta. Esta es, ni más ni menos, que la primera escena de lectura silenciosa en la historia de Occidente.
Que el siglo XXI está cambiando las maneras de leer ya lo sabemos, pero además está cambiando la manera en que los textos circulan, cómo se valorizan y, especialmente, el lugar que ocupan los lectores en este entramado. Otis Chandler, el emprendedor que creó Goodreads allá por el año 2006, generó una comunidad que, apenas 10 meses después, ya contaba con 600.000 usuarios y 10 millones de libros indexados. ¿Sabía Chandler que estaba iniciando un cambio colosal y que pronto vendería su creación a Amazon por unos US$1.000 millones? Probablemente, no.
Goodreads, esa red social donde los usuarios pueden recomendar, poner estrellitas y reseñar los libros que leyeron, tuvo un impacto fundamental por dos cuestiones. Por un lado, captó una serie de cambios en los hábitos de lectura de nuestro siglo: se siguen leyendo libros, pero hay un antes y un después de la lectura en sí misma que fluye hacia las redes. Y no solo las redes más sectoriales, caso Goodreads, sino también Facebook, Twitter o Instagram, redes que se pueblan de comentarios, sugerencias de libros, narcóticas fotos de lectura en playas, o con fondos de biblioteca y un café vaporoso al alcance de la mano. Está claro: la lectura aún conserva su infalible cuota de potencia e intensidad. Pero ahora que se edita más que antes, que la marea de autores autopublicados crece sin pausa, ¿quién determina y recomienda lo que debería leerse? Los lectores, al calor de la expansión de la sociabilidad digital, tienen algo para decir al respecto.
En el transcurso del último año, las redes sociales para lectores llegaron al país. Lo hicieron a través de Entre Lectores, Alibrate, creación del ingeniero industrial Carlos Tramutola, y Grandes Libros, propiedad del Grupo Vida, también dueños de la tienda de libros digitales BajaLibros, la plataforma por suscripción Leamos e IndieLibros, es decir, un verdadero entramado que cubre varios frentes.
"El principal interés que tienen tanto las plataformas tecnológicas como las editoriales por este tipo de redes tiene que ver con la posibilidad inédita de poder escuchar a los lectores. Antes de la transformación digital, el único parámetro con el que contaba una editorial para entender si un libro funcionaba eran las ventas, pero no podían tener una precisión sobre qué pasaba realmente con ese libro, si se leía o no, si circulaba y cuáles eran los comentarios que generaban estos contenidos", opina Daniel Benchimol, expertise en el tema y director de Proyecto451, una agencia de consultoría y desarrollo tecnológico para editoriales y librerías.
Así estas redes monetizan su existencia a partir de anuncios muy segmentados y por comisiones de ventas en las grandes tiendas, el propio Amazon y su competidor, Barnes&Noble. Sin embargo, para Amazon y el Grupo Vida, contar con su propia red social les brinda un par de ventajas: estas plataformas crean un flujo de ventas hacia sus tiendas comerciales, al tiempo que el usuario no las asocia directamente con ellas; generan contenidos casi de manera gratuita, y, como explica Benchimol, entregan información de primera mano sobre los gustos de los lectores.
"A pesar de que es un sector que claramente está en crisis, la industria editorial produce cada vez más contenido. La cantidad es tan grande que, de alguna manera, necesitamos que alguien nos selecciona la lectura. Y eso puede ocurrir por algoritmos, como de algún modo trabajan Amazon o Google o por lo que pueden ser recomendaciones de pares", comenta Benchimol.
Según datos de la Cámara Argentina del Libro, el año pasado se editaron en el país 28.440 novedades editoriales, de las cuales 6.609 correspondieron a autoediciones de escritores nóveles, un segmento del mercado en franco crecimiento. En Latinoamérica, la cantidad asciende a cerca de 190.000 títulos por año. Se escribe y se publica como nunca antes en la historia.
La aparición de Goodreads, Alibrate y Grandes Libros pone en evidencia un escenario donde los críticos literarios y los medios masivos ya no son los únicos que tienen la potestad de otorgarle valor a los libros. En muchos casos, son otros lectores los que nos recomiendan la próxima lectura, lectores que habitan este paisaje imaginario-digital que es una red social, el mismo escenario donde circulan los influencers digitales y los booktubers, agentes de este cambio de época. En el último tiempo se han producido verdaderos fenómenos que cabalgaron sobre el boca en boca de la social media, en ocasiones provenientes de las usinas editoriales de pequeños y medianos sellos, como Los elementales, de Michael McDowell, editado por La Bestia Equilátera, o Stoner, de John Williams, por Fiordo.
Pero ¿qué clase de valor se desprende de estas redes? ¿Cómo afecta que tengan, en algunos casos, a los mismos dueños que las tiendas que venden los libros? Uno puede imaginar que no importa mucho qué tipo de libro recomienden los usuarios, sino de crear las condiciones para que recomienden algo, y que ese algo esté disponible para la venta. Pero los actores que dominan este circuito se achican, y son los mismos que apuestan por una valorización descentralizada. Por si fuera poco, este fenómeno emergente promete por su ubicuidad empujar las ventas de libros electrónicos que, al menos en el país, avanza a pasitos excesivamente cautelosos.
"Hay un volumen tan grande de contenidos que necesitamos que alguien nos los cure y los seleccione. Lo importante de las redes sociales pasa por ahí: nos permiten visibilizar contenidos por fuera de las normas tradicionales que maneja el mercado y, por el nivel de información, que les puede dar a la industria sobre la mirada de los lectores", datea Benchimol.
En Trance, su último libro, Alan Pauls argumenta que el rasgo más extemporal de la lectura es su exclusivismo: la lectura impone una monogamia absoluta, no es posible hacer otra cosa mientras se lee. Me gusta esta idea, porque su anacronismo es el secreto mismo de su intensidad y lo que la separa de otras prácticas culturales. A pesar de que el impulso multitasker la subestime, da la impresión de que la lectura sigue irradiándose hacia fronteras novedosas.
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