A pesar de la pandemia y de un diagnóstico desalentador, decidieron dejar el miedo de lado, apostar por sus sueños y no vivir preguntándose “qué hubiera pasado si...”
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Antonela siempre se caracterizó por ser una mujer sensible. A lo largo de su vida las lágrimas bañaron su rostro con frecuencia, pero el 2020 trajo consigo una dosis extra, potenciada por el comienzo de una pandemia inesperada, un padre diagnosticado con cáncer y la decisión de emigrar.
Lejos de verlo como una debilidad, para la joven argentina el llanto emerge como una descarga espontánea del presente, al igual que la risa, el goce y la capacidad de animarse a saltar cuando la vida así lo requiere; permitirse sentir de manera auténtica suele ser su camino para una mejor apreciación del mundo y sus circunstancias.
“Sí, soy una persona muy sensible”, admite al recordar los tiempos en los que, junto a su pareja, decidieron irse de la Argentina. “Pero creo haber podido manejar la ansiedad, la incertidumbre y la tristeza de la mejor forma: siempre con energía de la buena, tirando para adelante y con una sonrisa. Que lloré en cada despedida, sí, lloré, también reí, disfruté y abracé fuerte, porque si algo que aprendí es que el mundo cambia tan rápido, que nunca hay que quedarse con nada adentro”.
Emigrar y tener que dominar el dolor inevitable
Con Ezequiel siempre habían querido tener la experiencia de vivir en otro país, estar en contacto con otra cultura, otra gente, “salir del molde”, y poder viajar más. Aun así, aquel día en el que sacaron su pasaje de ida sin regreso, permanece en su recuerdo como una instancia espontánea y audaz. Si bien no todo había sido improvisado, nadie en su entorno estaba al tanto de que aquel sueño de años finalmente se había hecho realidad.
“Recuerdo que antes de contarles a nuestras familias o amigos, se lo conté a mi jefe. Si algo me estaba doliendo (dentro de las muchas cosas que duelen en una instancia semejante) era dejar mi puesto”, revela Antonela, quien tuvo la fortuna de emigrar con trabajo.
Después del jefe fue el turno de mirar a los ojos a sus hermanas y lanzar la noticia; ellas se emocionaron tanto como lo hicieron luego sus padres, quienes sabían que era algo que ella deseaba para su vida y estaban dispuestos a apoyarla en todo aquello que la hiciera feliz: “Aunque por dentro sé que tuvieron que dominar ese pequeño dolor inevitable”.
De la boca de sus suegros surgió un “por qué, si en Argentina están bien”, algo que era cierto, aunque para ellos aventurarse y querer ver el mundo nada tenía que ver con un desamor a su patria. “Nuestros amigos, por otro lado, apreciaron la valentía de emprender este camino, y la frase más usada por ellos fue: ¡qué bien que hacen!”, agrega.
Un diagnóstico y una certeza: no hay que dejar escapar los sueños
El diagnóstico de cáncer hizo su entrada en mayo de 2020. Antonela sintió que su mundo se venía abajo y creyó que tal vez lo prudente sería encajonar sus ilusiones de viajar. Sin embargo, tras seis sesiones de quimioterapia que parecieron interminables, la enfermedad cedió para obsequiarle una sensación de fortuna por tener a su padre vivo y a su lado. Asimismo, la cercana danza con la muerte le abrió sus ojos como nunca antes: comprendió que la vida es una ruleta y que no hay que dejar escapar los sueños.
“El año 2020 fue especial para nosotros; tuvimos que manejar la incertidumbre de mudarnos, sumado a la situación de papá, todo en medio de un mundo con COVID, sin saber qué podía deparar el futuro”, reflexiona.
El viaje, originalmente planificado para agosto, se postergó para noviembre. En Ezeiza, con el ingreso restringido, sus respectivos padres los acompañaron. Hubo llanto y abrazos. Hubo sensaciones que a Antonela le cuesta describir. Para ella, incluso en los momentos de felicidad, hay muchas cosas que inevitablemente duelen: duele ser fuerte, duele dejar todo atrás, “o, tal vez, se trate tan solo del miedo a lo nuevo. Tal vez sea eso lo que hace que en el momento uno tenga la necesidad de llorar”.
29 de noviembre fue el día que los vio partir. A Madrid llegaron desorientados y les tomó varios meses comprender la magnitud de la decisión que habían tomado.
España y sus tiempos: “Madrid es esa ciudad que te enseña a disfrutar más, a vivir más la vida”
A pesar de ir a una oficina desde el comienzo, para Antonela los primeros meses se sintieron como unas largas vacaciones. Fue recién cuando las rutinas cobraron protagonismo, que la sensación menguó para dar paso a la construcción de un lugar que pudieran llamar hogar. De a poco, no solo su casa dejó de ser extraña, sino cada rincón, cada nueva esquina y cada café del barrio, así como su gente.
“Lo que más amo y disfruto son los cafés en Madrid y su gente amable y receptiva”, asegura. “Para mí, Madrid es esa ciudad que te enseña a disfrutar más, a vivir más la vida; nos sorprendió el hecho de que todos los bares y lugares para comer a partir de las 18:30 siempre estén llenos. Fue extraño observarlo: ahí estábamos nosotros, acostumbrados a trabajar para vivir, y ellos, todo lo contrario”.
Tal vez, una de las mayores dificultades de Antonela fue lidiar con los tiempos españoles. Aun siendo argentina, en un principio sentía que todo sucedía demasiado tarde. Ella, amante de las mañanas, intentaba concretar asuntos antes de las 9, pero pronto comprendió que no tenía sentido: “Y ni hablar los fines de semana, todos salen a partir del mediodía (que para ellos sigue siendo la mañana), y recién sobre las 14:30 están almorzando”.
“También me impactaron las reglas de convivencia y me costó desaprender esa manía nuestras de entrar en conflicto sobre decidir si cruzar o no, cuando acá todos los autos te ceden el paso”, continúa. “Y la ciudad se camina sola, no hace falta moverse en metro o bus, ¡a todos lados vas caminando! Eso sí, creo que no hay un mejor país que otro, o mejor ciudad que otra; todos los países y sus ciudades tienen problemas, de hecho, aquí lo que más gracia nos causó es que, en los aspectos políticos, somos iguales”.
“La calidad de vida pasa por principios muy básicos: la tranquilidad al volver a tu casa y el respeto en situaciones que solo requieren del sentido común”
Llegar con trabajo fue una fortuna. Como Directora global de Planning y Reporting de una importante empresa, Antonela continuó desempeñándose en sus tareas habituales e incluso mantuvo a su jefe, pero a la distancia. Ezequiel, mientras tanto, comenzó una maestría y al mes consiguió un trabajo que, tiempo después, pudo reemplazar por un mejor empleo dentro del departamento de Marketing y Data Analytics en una empresa dedicada a la educación digital.
“Creo que, sin importar el país, las oportunidades surgen del estudio, la constancia y perseverancia. La calidad de vida, si comparamos (y si siempre se compara), es mejor, pero pasa por principios muy básicos: la seguridad y tranquilidad al volver a tu casa; la educación y el respeto en situaciones que tan solo requieren del sentido común, como ceder el paso al peatón y no pasarlo por encima, saber que en la escalera mecánica hay que pararse del lado derecho, o que hay que saludar al entrar a un local”.
“Como pareja, el proceso de emigrar fue en un comienzo uno de aguante mutuo, porque llegamos a una ciudad sin amigos. Por suerte, gracias a los trabajos, no tardamos en armar un grupo: ellos con su fútbol y sus cañas, nosotras con nuestros paseos y catas de vino”, cuenta Antonela entre risas.
“También conectamos muy bien con una pareja vecina en nuestro primer piso. Cuando te mudás de país es clave estar 100% abierto. En la propia tierra, a una cierta edad, es normal no querer sumar más amigos, pero cuando te encontrás solo en otro lugar, quien está dispuesto, abre su espacio y en ese proceso las relaciones van surgiendo. Hoy nos sentimos muy acompañados”.
La convivencia de la nostalgia y la felicidad: “siempre es mejor apostar por los sueños, a preguntarse `qué hubiera pasado si...´”
Antonela observa el calendario y su corazón se acelera. En marzo volverá a la Argentina por primera vez desde su partida y apenas sí puede imaginar lo que sentirá cuando escuche al capitán anunciar “Bienvenidos a Buenos Aires”. Tal vez, sin importar cuántos años pasen, la ansiedad y la añoranza por volver nunca cesen. ¿Vale la pena, entonces?, se pregunta la mujer argentina a veces. Claro, porque, al igual que con el llanto, ella se permite sentir nostalgia, sabe que es pasajera y que puede convivir sin problemas con un feliz presente.
“Emigrar me está enseñando acerca de lo simple de la vida, a disfrutar cualquier pequeño momento, como ese tan preciado cafecito, antes de arrancar a trabajar. Me siento en algún café tan solo a vivir ese tiempo mágico. O esos otros instantes, cuando salgo a correr y respirar y ver cómo cambia el cielo por la mañana; emigrar me enseñó a despegarme y no sentir culpa por no estar, porque estoy, aunque físicamente nos separen miles de kilómetros de distancia. Me enseñó a no tener miedo y que siempre es mejor apostar por los sueños, a preguntarse `qué hubiera pasado si...´”.
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