De Brian Eno y Caetano Veloso a Fito Páez y Dani Umpi, un repaso por la carrera de artistas que se despegaron del rótulo de músicos para convertirse en agentes de una cultura absoluta, popular y de elite.
Por Fernando García
A fines de 2016, unas 2.000 personas hicieron una paciente fila para escuchar en la sala sinfónica del Centro Cultural Kirchner al inglés Brian Eno (1948) en su modo de ideólogo-conferencista. Eno, que ya desde los 90 había edificado en Buenos Aires un robusto estatus de culto por su trabajo pionero en la música ambient y que además era consumido a nivel masivo por sus producciones para U2 o Coldplay, no estaba presentando ningún disco ni anticipaba una serie de futuros shows. Su presencia en la así llamada “Ballena” (por la arquitectura semejante a la silueta de un cetáceo) obedecía a la inauguración de dos instalaciones suyas en otras salas del CCK. Hablar de “instalaciones” pone a Eno fuera del imaginario de la música pop avant-garde para situarlo en el campo del arte contemporáneo. Es posible que “77 million paintings”, su obra de arte digital aleatorio con banda de sonido propia, hubiera pasado inadvertida sin su firma. Pero eso no es lo que importa. La visita de Eno a Buenos Aires daba cuenta del rasgo renacentista, leonardiano, del pop (dicho desde aquí de una forma muy abarcativa: desde lo avant-garde a lo meramente popular): se lo consumía como ideólogo-pensador, artista visual y sonoro.
En su historia sumaria de 685 páginas del glam-rock (Shock and Awe, editado en español por el sello argentino Caja Negra), Simon Reynolds cuenta el origen de este perfil múltiple de Brian Eno en un contexto mucho menos museístico, por ponerlo de algún modo. En los días de Roxy Music, entre 1971 y 1973, Eno además de manipular sintetizadores y teclados intervenidos para darle extrañeza al ensamble, fue quien llevó más lejos el estilo de ambigüedad retro futurista del grupo. Su “yo” escénico comprendía un vestido de plumas que lo hacía ver como un divo hermafrodita. La explosiva combinación de visualidad y sonido lo volvió popular entre el público masculino (¡que coreaba su nombre en los shows! ) y femenino (que se agolpaba en el backstage para tener sexo con el marciano favorito) de Roxy. Este magnetismo, insospechado para la idea que nos hemos hecho de él a lo largo del tiempo, terminó por crispar a Brian Ferry que, en un ataque de celos según refiere Reynolds, lo echó de la banda.
Lo que realmente importa de este episodio de Intrusos en el rock inglés de los 70 es que sirve para situar a Eno como un ente visual-sonoro, acaso extremo, pero que reflejaba una característica esencial de la música pop. Como ninguna otra de las músicas populares surgidas en las encrucijadas del siglo XX, el pop es imagen, sonido que se ve. Esto no solo significa que hemos visto y escuchado en sinestesia a Elvis, Beatles, Stones, Bowie, Caetano Veloso, Michael Jackson, The Clash, Soda Stereo, Björk, Eminem, Lady Gaga (una lista sesgada y mínima), sino que en su doble agente de imagen y sonido, el pop tiene la posibilidad de desplegarse como totalidad en la cultura alta y baja, popular y de elite. De abarcar no solo los formatos de la industria discográfica sino los del cine, el libro o el diseño.
Programado en el último Bafici, el documental Anarchy! McLaren-Westwood gang (Phil Strongman) cuenta desde sus orígenes uno de los máximos ejemplos de esta totalidad pop. Acaso más que ningún estilo, el punk inglés hizo visible una música. Y, más aún, como coautor de los Sex Pistols, Malcolm McLaren (1946-2010) impulsó un grupo que sonaba como la ropa que estaba diseñando su pareja Vivienne Westwood, hoy nombre referencial en la haute couture. En la dirección contraria de los trajes extravagantes que Kansai Yamamoto había confeccionado para David Bowie o que Alexander McQueen haría tres décadas después tratando de interpretar en el diseño la otredad de la pitonisa electrónica Björk.
Así, con McLaren-Westwood, cada uno de los fans de Bowie (niños que en 1972 crecieron bajo el influjo magnético de Ziggy Stardust y Aladdin Sane) que salían transformados en punks después de pasar por Let it Rock, Sex, Seditionaries o World’s End (los distintos nombres que tuvo la tienda que regenteaban) eran representaciones urbanas de acoples, riffs anfetamínicos de guitarra o la mismísima voz anticrística de Johnny Rotten. El documental de Strongman finalmente muestra la inaprensible obra de un diletante producido en la intersección de las vanguardias y de la cultura pop capaz de flirtear con el rock & roll, la moda, el cine (ese canto de cisne de los Pistols conocido como La gran estafa del rock & roll), el arte visual (una bodega lo trajo a arteBA para… ¡hablar de él mismo!) y hasta la política (de sus vagas credenciales como anarquista merodeando París en 1968 a candidatearse como Major, intendente, de Londres en 2003). McLaren decía que este carácter total del pop estaba en sus mismos orígenes con la explosión del rock & roll en la segunda mitad de los 50: “La mayor influencia del punk no fue en el sonido, sino en la idea visual de la música. Esto es lo que las compañías discográficas jamás comprendieron, que el concepto visual de la música es tan importante como el sonido mismo. Está en el comienzo de todo, en el comienzo del rock como música popular. Recién ahora la gente puede mirar atrás y darse cuenta de lo importante que era que Elvis se tiñera el pelo de negro azabache. Su pelo original no era negro, sino más bien rojizo, pero él sentía que su color de pelo no era lo suficientemente amenazante y peligroso. El look de Elvis Presley fue definitivo para modelar nuestra idea del rock: ese es el concepto visual”.
Anarchy! muestra también cómo la experiencia total del pop pudo llevar a la superficie las imágenes del cine mental que la literatura proyecta en nuestra imaginación. De estricta formación victoriana, la abuela de McLaren lo eligió entre sus nietos para abrirle los secretos de su biblioteca. Así, el futuro Baudelaire-empresario creció escuchando las historias de pandillas juveniles que se movían a la sombra de la Revolución Industrial de Charles Dickens. Cuando narra a cámara su encuentro con el guitarrista de 18 años Steve Jones, se deleita recordando haber encontrado en él a un “Artful Dodger” (personaje de la novela clásica Oliver Twist) materializado en las tardes de sábados de King’s Road. Los Sex Pistols, entonces, también pudieron ser una representación visual y sonora de uno de los mayores clásicos de la literatura universal.
La cultura libresca y de vanguardia está en el centro mismo del Tropicalismo, una de las formas más originales y contundentes de la música popular latinoamericana incubada en la segunda mitad de los 60. El texto sobre el que se asentaron las innovaciones que dispararon la música popular de Brasil había sido escrito por Oswald de Andrade en 1928 para el primer número de la Revista de Antropofagia y se conoció como “Manifiesto Antropofágico”. Vale la pena asomarse de nuevo a (un fragmento de) ese texto vital y revolucionario que parece escrito recién:
Solo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente. Filosóficamente. Única ley del mundo. Expresión enmascarada de todos los individualismos, de todos los colectivismos. De todas las religiones. De todos los tratados de paz. Tupí or not tupí that is the question. Solo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre, ley del antropófago.
Hijos del sol, madre de los vivientes. Encontrados y amados ferozmente, con toda la hipocresía de la nostalgia, por los inmigrantes, por los traficados y por los turistas. En el país de la cobra grande.
Fue porque nunca tuvimos gramáticas, ni colecciones de viejos vegetales. Y nunca supimos lo que era urbano, suburbano, fronterizo y continental. Perezosos en el mapamundi de Brasil.
Una conciencia participante, una rítmica religiosa. Antropofagia. Absorción del enemigo sacro. Para transformarlo en tótem. Plaga de los llamados pueblos cultos y cristianizados, es en contra de ella que estamos actuando. Antropófagos.
“Tupí or not tupí that is the question” es la fórmula con la que Andrade devora brutalmente a Shakespeare y a toda la tradición letrada para dar una clave de cultura caníbal que tendría repercusiones en la poesía, el arte y la música popular de Brasil. “Abaporú”, el retrato del caníbal cultural que Tarsila do Amaral pintó en 1928 y que el Malba exhibe como una de sus joyas (el gobierno de Brasil lo intenta repatriar de tanto en tanto), es el objeto que simboliza aquella declaración de guerra (estética) de los modernistas brasileños. Hélio Oiticica, un artista visual que se había iniciado en la geometría abstracta, es quien reinterpreta el manifiesto para liberar al arte de todos los formatos conocidos en los 60, introduciendo rituales folclóricos en las prácticas de vanguardia bajo el nombre de “Tropicalismo”, apropiado poco después por una generación que tendrá en la “Tropicalía” y la figura de Caetano Veloso su mayor proyección. Una versión única del artista pop(ular) total. Alguien capaz de ser atravesado por todas las formas de arte y a la vez impregnarlas con su aura. Un centro magnético donde cuerpo y voz inscriben la dialéctica entre cultura alta y baja pero también entre cultura hegemónica y periférica. Hendrix liberado en el Amazonas; João Gilberto atrapado en Portobello Road. Como él mismo dijo, en 1979, la forma de Caetano Veloso es el Cinema Trascendental. Y esa mirada es la que está detrás de sus discos pero también de su obra escrita, como es el caso de los textos recopilados en El mundo no es chato, que en la vena de un crítico cultural como el mexicano Carlos Monsiváis van de Jean-Luc Godard a Gisele Bundchen y de Carmen Miranda a Milton Nascimento o Clarice Lispector. Esos apuntes revelan el mecanismo omnívoro del que está hecho este “Abaporú” pop e interminable. De la Bundchen escribió: “¿Quién no se enorgullece de Gisele? ¿Quién no siente un frío en la columna y un calor en el corazón cuando ve la concentración de belleza que hay en su rostro? ¡Qué gran misterio para el mundo la evidente brasileñidad de Gisele! Con ese nombre francés y ese apellido alemán, con esos cabellos rubiones y ese tipo caucásico, Gisele es tan brasileña como Garrincha. Quien logre explicar eso habrá explicado Brasil”. Y de Lispector, acaso en las antípodas de la modelo con aires vikingos: “Mi primer contacto con un texto de Clarice Lispector tuvo un enorme impacto sobre mí. Era el cuento «La imitación de la rosa» y yo todavía vivía en Santo Amaro. Tuve miedo. Sentí mucha alegría por encontrar un estilo nuevo, moderno –yo estaba buscando o esperando algo que iría a llamar «moderno»–, pero esa alegría estética venía acompañada por la experiencia de la creciente intimidad con el mundo sensible que las palabras evocaban, insinuaban, dejaban que ocurriera.
Una joven señora volvía a enloquecer ante la visión de un arreglo de rosas jóvenes. Y volver a enloquecer era una desgracia para quien con tanta aplicación había logrado curarse y reencontrarse con su felicidad cotidiana: pero era también un instante en que la mujer era irresistiblemente reconquistada por la gracia, por una grandeza que anulaba los valores de la rutina a la que ella apenas había vuelto a apegarse. De modo que quien leía el cuento iba queriendo agarrarse con aquella mujer a los matices de la normalidad y, al mismo tiempo, entregarse con ella a la indecible luminosidad de la locura. Era una epifanía típica de los cuentos de Clarice, que iría a reencontrar innumerables veces en los años que siguieron a aquel 1959”.
La MPB entonces, por estas características, es una forma muy singular de la experiencia total de la música pop. Una figura del Tropicalismo como Ney Matogrosso, por ejemplo, tendría todo el derecho de formar parte de la constelación andrógina de la que se ocupa Reynolds en el voluminoso Shock and Awe, excepto que, ay, su anglocentrismo se lo impide. Matogrosso es el mayor heredero de la parte performática de Oiticica, y es también un contemporáneo de Bowie y Alice Cooper en el uso del maquillaje y la teatralidad. La imagen de tapa del álbum debut de su grupo Secos & Molhados no es sino una representación tardía del “Manifiesto Antropófago” de Andrade. El artista popular total, leonardiano, aparece también en Brasil en la figura de Chico Buarque, menos comprometido con la plataforma tropicalista, cuya escritura ha transitado del samba-canción a la novela y el teatro, desde el comienzo de su carrera y hasta ahora. Desde A Banda (1966) hasta El hermano alemán (2015), pasando por la ineludible Budapest (2003).
Fuera de Brasil, un heredero contemporáneo del espíritu total del Tropicalismo podría ser el múltiple artista uruguayo Dani Umpi, cuya recopilación de cuentos ¿A quién quiero engañar? fue presentada por el sello uruguayo Criatura en la última Feria del Libro de Buenos Aires. Umpi, que se reparte entre Montevideo y Buenos Aires, es un artista anfibio. No solo es que puede aparecer como cantautor electropop, artista visual neo-camp (lo que los estudios culturales llaman “queer”) y escritor, sino que cada una de sus manifestaciones está íntimamente permeada por las otras. En ocasión de la muestra del fotógrafo Mario Testino en Buenos Aires (2014), Umpi presentó una versión de Parangolés rígidos, una performance-tributo a Oiticica que antes se había visto en la Bienal de Porto Alegre. Solo que aquí llevó todo a la forma de un concierto, donde su narrativa pop after Puig aparecía disuelta en canciones y el vestuario diseñado por él era una interpretación libre de la danza de los parangolés que Oiticica había mostrado en los 60. Pero fue con la versión cinematográfica de su novela Miss Tacuarembó que Umpi consiguió atravesar la barrera del mainstream en una especie de conspiración oriental. Bastante más contenida que la novela, acaso por las expectativas comerciales de la productora argentina, el film consiguió que a través del imán de Natalia Oreiro se colaran en los cines la estética de Martín Sastre, un iconoclasta del videoarte, y el imaginario exuberante de Umpi.
Otro artista cuyas maneras expansivas deberían incluirse en la órbita de influencia de la MPB y el Tropicalismo es Fito Paéz, quien ha pasado del disco a la novela y el film, siguiendo ese patrón leonardiano-omnívoro. La puta diabla, su novela editada por el sello Mansalva, transita el andarivel de la autoficción con un personaje llamado Félix Ure (todo que ver con Alberto Ure y nada con Midge Ure, el vocalista de Ultravox), que es claramente un alter ego del compositor rosarino. En Félix Ure habitan tanto el Páez de la música popular argentina como el ocasional cineasta (La balada de Donna Helena; Vidas privadas; ¿De quién es el portaligas?) en una especie de exorcismo de su multiplicidad y ego. El caso de Páez es emblemático de ciertos problemas en la recepción de obras extramusicales cuando provienen de una figura de un perfil tan alto, icónico, como él. Todo lo que no sea puramente musical es observado casi como un capricho o mera curiosidad por los canales especializados (la crítica literaria y cinematográfica) mientras que las expectativas de alcance no se condicen con las dimensiones de su popularidad como cantante popular. Quienes han vivido marcados por “11 y 6”, “El amor después del amor” o “Polaroid de locura ordinaria” acaso no estén interesados en leerlo o prefieran ver otra cosa en el cine que sus películas.
El pop como arte total es prejuzgado muchas veces, en estos casos, como acto “pretencioso”. Por eso, el Nobel prefiere elegir a Dylan por el aporte de sus canciones antes que por el surrealismo de su novela Tarántula, la prosa precisa de sus Chronicles o su guión para Anónimos. Por su tránsito multidisciplinario la revista Time puso a David Byrne en una tapa de 1987 con el título “El hombre del renacimiento del rock”. La ilustración mostraba un retrato de Byrne partido en una especie de rompecabezas y, en uno de los márgenes de la tapa, se podía leer: “Cantante, compositor, letrista, guitarrista, director de cine, actor, videoartista, diseñador, fotógrafo”. Sin embargo, los Talking Heads no llegaron a los 90 y Byrne nunca volvió a ocupar ese lugar central en la escena, acaso por su dedicación a la escena World Beat. Por el contrario, no fue hasta la aparición de LCD Soundsystem o Vampire Weekend que la música del grupo fue reapropiada (debería sumarse que Radiohead debe su nombre a una canción de “True Stories”) y merecidamente citada como influencia contemporánea. En una de sus últimas visitas a Buenos Aires, cuando ya alternaba entre conciertos e instalaciones en galerías de arte, Byrne comentaba amargamente que los Talking Heads habían sido relegados en la historia del pop justamente por el prejuicio hacia esta dinámica expansiva: “Nos han cargado con la etiqueta de artistas conceptuales y en realidad los Ramones, con sus uniformes de cuero y su estética, eran pura idea, mucho más conceptuales que nosotros”.
Los Ramones también incursionaron en el cine (Rock and Roll High School), pero, a diferencia de los Talking Heads, lo hicieron fuera de los márgenes del cine de autor en una cita deliberada de la fábrica de películas de ídolos teen de los 50 y 60. Esta brecha entre lo conceptual y lo espontáneo, entre la marca de autor y la explotación comercial, puede percibirse a lo largo de la historia del pop. Como refería McLaren, todas estas cosas empezaron en el exacto momento en que el rock & roll puso la bomba en el edificio de la música popular. La imagen revulsiva de Elvis fue rápidamente cooptada por el cine, que lo convirtió en poco menos que un James Dean azucarado. Luego los Beatles se apropiaron de esa necesidad del mercado para dar una versión propia (los films de Richard Lester) y cada capítulo reescribió esta tensión entre el pop como arte o industria total a su manera.
Mientras, el Eno de los museos y el de las plumas coexisten al mismo nivel en YouTube, última reserva del pop como sonido visual.
LA NACION