En el barrio de Floresta, Nicolás Banyay volvió a abrir las puertas de una empresa que durante un siglo perteneció a la familia Casagrande
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Cuando a finales de los 90, Nicolás Banyay (50) decidió dejar el negocio de las alfombras y cambiar de ocupación, encontró un lugar, en pleno barrio de Floresta, que imaginó perfecto para su nuevo negocio: un garage. Lo que nunca sospechó es que la propiedad traía consigo una historia que pronto lo llevaría a incursionar en un rubro hasta entonces impensado.
“Hace 23 años compré a los Casagrande la fábrica con la intención de hacer un garage con cocheras fijas. La fábrica había estado cerrada mucho tiempo y lo único que había era un desguace de la fábrica. Era como un terreno baldío porque todo estaba para demoler. La pinotea de la casa estaba toda podrida, los techos no existían... y también estaba la gran chimenea”, cuenta Nicolás para introducirnos en su aventura.
Una chimenea de 40 metros
La fascinación por el hielo también refleja en la literatura. Gabriel García Márquez cierra el primer capítulo de Cien años de soledad describiendo la reacción de José Arcadio Buendía cuando, tras pagar cinco reales, tocó por primera vez una barra de hielo: “Este es el gran invento de nuestro tiempo”, exclamó. Y no estaba equivocado.
A comienzos de siglo XX, cuando la electricidad aún no había llegado a los hogares, las barras de hielo alimentaban a todas las heladeras de la ciudad. En la época en la que la Buenos Aires estaba formada por quintas, la familia Casagrande inauguró, el 13 de diciembre de 1913, una de las primeras fabricas de hielo del país: “La Morocha”. El inventor de este negocio fue el norteamericano Frederic Tudor (El rey del hielo) que en el siglo XIX comenzó recolectando hielo de Fresh Pond, en Cambridge, Massachusetts para comercializarlo en regiones tropicales.
Su apertura no pasó desapercibida. Desde lejos, todos podían ver la enorme chimenea de ladrillos de unos 40 metros de altura (el equivalente aproximado a un edificio de 10 pisos) que se erigía en el terreno y que los dueños habían traído especialmente desde Inglaterra.
Los primeros clientes llegaban a la intersección de la actual calle Mercedes y avenida Avellaneda en carros tirados por caballos para poder llevar las pesadas barras de hielo a sus hogares y colocarlas en heladeras de roble. Luego aparecerían “los hieleros”, una especie de delivery o Glovo de la época, que acercaban las barras a los domicilios de los vecinos para su mayor comodidad.
Más tarde, los Casagrande también incursionaron en la fabricación de manteca para su exportación a Europa. Pero con el transcurso del tiempo y la llegada de la electricidad, el negocio fue perdiendo su esplendor.
“No me canso de escuchar las anécdotas”
“Empecé con el negocio del garage que arrancó muy lento. Arrancamos haciendo la planta baja y un entrepiso. Nosotros sabíamos que acá había funcionado, hacía muchos años, una fábrica de hielo. Pero nos sorprendió que venía gente, que nosotros pensábamos que querían averiguar por una cochera, a pedir hielo. Yo les explicaba que la fábrica estaba cerrada hace mucho, pero como fueron varias las oportunidades en las que me pasó, decidí traer una de esas heladeras que hay en las estaciones de servicio con hielo y si alguno venía preguntando por hielo le vendía la bolsita”, cuenta Banyay.
-Podría decirse que fue la insistencia de la gente lo que te llevó a reabrir la fábrica de hielo.
-Cada día se vendía más hielo, entonces primero hice un convenio con un proveedor de hielo. Ellos me construyeron una especie de cámara de frio y yo les compraba el hielo solo a ellos. Con el tiempo, las cosas fueron mejorando y decidí habilitar en un lugar que tenía el terreno, al lado del garage, nuevamente la fábrica de hielo.
-¿Y lo hiciste con el nombre que tenía antiguamente?
-Me gustaba la idea de que mantuviera el nombre de la antigua fábrica La Morocha, aunque para hacerlo tuve que realizar algunos trámites judiciales porque el nombre lo tenía registrado una empresa que lo usaba para identificar unas pastas en Córdoba. Alegué que no se superponían los rubros y me dieron el permiso.
-Casi como un símbolo de aquella época, mantenés también la chimenea.
-Hoy quedó ahí, tal vez algún día haya que sacarla. La chimenea la trajeron de Inglaterra. Habían armado una especie de depósitos de petróleo donde ellos lo quemaban y emanaba un vapor que utilizaban para hacer funcionar las máquinas que hacían las barras de hielo. No había electricidad. Y por la chimenea salía humo del petróleo que quemaban. Lo que yo no sé es si la trajeron entera desde Inglaterra o en partes y la fueron armando. Mide alrededor de 40 metros, tiene una escalera al costado para subir, en un momento subía, pero ahora ya no me animo.
-¿Qué dijeron los Casagrande de la reapertura de la antigua fábrica?
-Están contentos. A ellos, en un momento, el negocio les dejó de funcionar, pero ahora creo les genera satisfacción saber que lo que emprendieron continúa.
Banyay explica que la fábrica cuenta con cinco empleados y realiza principalmente venta al público directo. “La gente llama por teléfono y encarga una determinada cantidad de bolsas y nosotros se la llevamos. Y las barras de hielo, que tienen una medida de un metro por cincuenta centímetros que fraccionamos a la mitad para que sea más fácil de transportar, las piden los caterings para enfriar una cantidad grande bebidas”, dice.
Y hace unos años incorporó la venta de hielo seco. “Es dióxido de carbono comprimido y lo compran principalmente las heladerías, aunque también se utiliza para varios procesos industriales. Otros que usan el hielo seco son los exportadores de arroz para evitar que los insectos arruinen la mercadería y reemplazan así los insecticidas químicos”, explica y si bien reconoce que hay bastante competencia “cada uno debe encontrar su nicho”.
-Y también decidiste restaurar la casa que hoy se convirtió en tu hogar.
-Esta casa era de los dueños y la arreglé hace poco, estaba deshabitada y sin ningún uso. Me llevó alrededor de tres años restaurarla. Las puertas son las originales, al igual que la fachada. Hace unos años fue declarada monumento histórico por la legislatura porteña.
-¿Cuál es la mayor satisfacción de reabrir una fábrica histórica?
-Es reconfortante escuchar las anécdotas de clientes que vienen con sus padres, abuelos, hijos y nietos y nos cuentan historias relacionadas con la fábrica. Nunca me canso de escucharlas.
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