Hasta hace dos años, muy pocos conocían a Damián Betular. Su nombre era un secreto mantenido entre pocos; circulaba principalmente en círculos especializados, a través de los propios gastronómicos y de algunos comensales ávidos que lo identificaban con los adictivos macarons que elaboraba –y sigue elaborando– en el Palacio Duhau Park - Hyatt Buenos Aires. Hoy, en cambio, apenas este pastelero de 38 años pisa la calle, son muchos los transeúntes que lo reconocen y le piden autógrafos, mientras que otros cientos de miles lo siguen en sus redes sociales.
En el mundo de la alta gastronomía se lo conocía como "el rey del macaron": con el detallismo de un arquitecto, desde el Palacio Duhau había elevado la pastelería local al nivel de obra de arte.
De haber nacido a la vera del campo, en la ciudad de Dolores, provincia de Buenos Aires, Betular hoy es considerado entre los mejores cocineros del país, vistiendo diariamente de estricta chaqueta blanca mientras piensa con su equipo la carta de estación del hotel cinco estrellas, dibujando con lápiz sobre hojas blancas cada idea para un postre goloso como si fuese una pieza de joyería. Anteojos de marco claro, barba prolija y a ras, el actual flamante jurado de los realities Bake Off y MasterChef mantiene, a pesar de la repentina fama, un perfil bajo, sonrisa plena y una mirada algo ingenua, como de chico todavía maravillado por el mundo y los sabores que lo rodean, posiblemente esa misma mirada que tenía junto a su madre y su abuela cuando sintonizaban a Osvaldo Gross en la pantalla de Utilísima.
"Siempre me gustó hacer cosas con las manos", cuenta. "Por eso elegí un secundario técnico. No me interesaba ir a un bachillerato o a uno orientado en economía. Precisaba algo manual o un oficio. Más allá de ser de Dolores, vivir en el interior es tener contacto con el campo. Me considero una persona de ciudad, pero siempre me gustó todo eso, estar cerca de las frutas y de las verduras, ir a las yerras y seguir las tradiciones. En casa, lo gastronómico siempre fue algo importante. Comer los domingos en lo de mi abuela era una gran ceremonia. Mi abuelo Pichuco, español, era muy exigente y en la mesa se servían tres comidas en simultáneo: de pronto una pasta, unos zapallitos rellenos y un pollo al horno. Y la sopa, claro, que no podía faltar. Pichuco también cocinaba, carneaba y hacía las faenas, o iba a pescar con mi tío las lisas a Samborombón, que luego rellenaban. En casa se comía mucho y se comía bien".
En carrera
En el siempre exigente mundo de la alta gastronomía, los pasteleros y pasteleras son una raza aparte. Eclipsados por largos años bajo la temible sombra del chef principal, en la última década los pasteleros ganaron respeto y jerarquía en los restaurantes, gracias a su trabajo meticuloso donde el más pequeño error puede arruinar por completo una receta. "A mi mamá le gusta mucho la pastelería. En casa, cuando yo volvía de la escuela, siempre había una torta o budín. Era como un mimo que ella me preparaba. Como trabajaba todo el día, se levantaba temprano y de manera exprés, muy rápida, cocinaba. En casa nunca se pidió comida hecha. De tarde mirábamos Utilísima, el primer canal dedicado a la cocina. Ahí estaban Osvaldo Gross, Francis Mallmann. ¡Y Alicia Berger! A ella también la amo, siendo yo de ciudad chica podía viajar con ella por el mundo, era apasionante", recuerda. En la escuela técnica aprendió de química y de física; en el dibujo técnico encontró una salida a su costado más creativo. Ya recibido, el test vocacional dictaminó que debía dedicarse a esa gran área llamada hospitalidad, un rubro que incluye la hotelería y la gastronomía. "Me llamó el director y me preguntó si eso realmente era algo que se estudiaba... No lo hizo por maldad, sino por no conocer. Yo estaba convencido: quería ser pastelero. Vine a Buenos Aires con mis padres y me anoté en el Instituto Argentino de Gastronomía, el IAG. Lo elegí porque es donde enseñaba Osvaldo Gross. Por esos años no había comenzado la moda de la pastelería, no tenía el glam que tiene ahora. El rockstar era siempre el cocinero".
–¿Eras buen alumno en el IAG?
–Sí, estudiaba lo que me daban y más. Para mí, estar ahí era fantástico. Tuve un profesor que me dijo que el secreto de la cocina era ponerle horas: entonces me sumaba a todas las prácticas libres, y después de clase compraba cinco pollos y practicaba cómo deshuesarlos. Le dediqué mucho tiempo. Yo seguía viviendo en Dolores, venía a Buenos Aires dos veces por semana y dormía en la casa de unos amigos. Cuando terminé los dos años de carrera, hice el posgrado en pastelería. Ahí me surgió la posibilidad de entrar a Sucre (el célebre restaurante de Fernando Trocca). Pagaban poco, pero estaba muy de moda, era el lugar para estar en ese momento. En Sucre, aprendí mucho e hice muy buenos amigos.
–¿Empezaste directamente en pastelería?
–No, me tomaron para el sector de entradas. Trocca se estaba yendo a vivir afuera, así que mi jefe era Gonzalo Sacot. En pastelería estaba Pamela Villar. Ella tuvo mucho que ver con que yo esté hoy donde estoy. Un día vino a supervisar y me dijo que era muy prolijo trabajando, que si le aparecía una vacante en pastelería me la iba a ofrecer. Y cumplió.
–¿Y cuándo llegaste al mundo de la hotelería?
–Empecé en Algodón Mansión, un hotel boutique de lujo en Recoleta. Ser parte de esa apertura fue el sueño del pibe, teníamos permiso para comprar todos los equipos que queríamos. Ahí conocí al cocinero Antonio Soriano, con quien hicimos una muy buena dupla. Algodón fue mi primera gran vidriera. Desde entonces nunca más me fui de la hotelería. Diseñé la carta de otro hotel, también entrené equipos e hice asesorías. Y justo cuando estaba cansado, precisando un break para volver a Dolores, me presentaron a Máximo López May (que era el chef ejecutivo del Hyatt) y él me dice que estaban buscando un nuevo chef pastelero. Para lograr el puesto, la prueba era armar en una semana, sin ayuda, todo un food show, incluyendo los dulces de la hora del té, panadería italiana, francesa, argentina, huevos de pascua, postres de gala, tortas... Cuando terminé, vino el equipo completo de liderazgo del hotel, probaron todo y a las dos semanas me avisaron que había aprobado, que estaba dentro.
Arquitectura del sabor
Sus postres y dulces pasaron por las manos, bocas y estómagos de muchos de los personajes más conocidos del mundo. En el hotel cocinó para grandes figuras del espectáculo, como Mick Jagger, Emma Watson o Uma Thurman, entre muchas otras. En 2018, durante las reuniones del G20, se hizo conocida la anécdota de la reversión del panqueque de dulce de leche que preparó en exclusiva para un encuentro personal entre el expresidente de los Estados Unidos, Donald Trump, y Xi Jinping, presidente de China. También fue escalando posiciones: de estar a cargo de la pastelería, Betular pasó a ser el chef ejecutivo de todo el hotel, supervisando así lo que se ofrece en los distintos restaurantes, bares y eventos del lugar. "Nunca había entendido lo que realmente significa trabajar en un hotel. Es estar todo el día dispuesto para el otro, para sorprender al otro, para satisfacerlo. Buscás que una persona que está del otro lado del mundo de su casa se sienta igualmente bienvenido y cómodo. La cocina es una parte de eso, pero hay mucho más. Y creo que un pastelero tiene una ventaja, y es que siempre estás en contacto con todas las áreas, con las amenidades, con la hora del té y de los desayunos, con las fiestas y eventos, con cada restaurante. Acá pasamos por cursos de liderazgo, finanzas, controles. Hoy tengo 60 personas a cargo; es una experiencia que te sirve para todos los días de tu vida. Después de trabajar en un hotel, estás preparado para todo".
–Pocos rubros fueron tan golpeados por la pandemia como el turismo. ¿Cómo te afectó esto?
–Fueron meses muy difíciles, pero nunca dejamos de trabajar. Nos esforzamos mucho para obtener el sello que nos pedía el Hyatt a nivel mundial, haciendo infinitos planes dentro de más planes. Hace un tiempo abrimos la terraza exterior, luego el Palacio con las habitaciones y el Piano Nobile para los huéspedes; además, comenzamos eventos privados para un máximo de 20 personas. A eso se me sumó el trabajo en la TV, todo lo de Bake Off y MasterChef Celebrity. Fue un año que a la vez me permitió estar más tiempo en casa. En mi vida laboral, yo nunca había parado un segundo, y ahora pude aprovechar para leer, frenar un poco y ordenarme mental y físicamente. Antes, por ejemplo, yo comía pésimo: al mediodía agarraba un alfajor y dos vasos de Coca Light mientras seguía caminando por todos lados; ahora, me tomo el tiempo para almorzar una ensalada o un pescado sentado en una mesa. Eso es algo bueno que me dejó la pandemia.
Un profesor me dijo que el secreto de la cocina era ponerle horas: después de clase me compraba cinco pollos y practicaba cómo deshuesarlos.
–¿Es verdad que dibujás primero cada postre nuevo, antes de cocinarlo?
–Me encanta dibujar, en la escuela era mi materia preferida, me servía para conectarme con algo mío. Y luego incorporé esto como parte del proceso creativo de hacer un menú. Cuando vos leés la carta del restaurante, ves un listado con cinco postrecitos y te puede parecer algo fácil de definir, pero atrás lleva mucho tiempo y trabajo para que todo sea perfecto. Hay pruebas de texturas, de sabores, de colores. Siempre tengo encima un cuadernito –en realidad, ahora lo suplanté con el iPad– donde dibujo lo que se me va ocurriendo. A veces estas ideas aparecen como una iluminación, otras van surgiendo de a poco. Yo sé que si me exigen algo a las apuradas, lo que sale no es lo mejor. Al dibujar, voy guardando un archivo de opciones para terminar de ajustar y probar cuando las necesito.
–¿Un ejemplo de cómo funciona ese proceso creativo?
–Te doy uno bien actual. Acabamos de presentar un plato, que es una bocha de helado de limón que se pasa por merengue quemado, una suerte de lemon pie en distintas texturas. La idea arrancó porque precisábamos un postre de limón. Hace unos meses yo había visto un edificio de la arquitecta y diseñadora Zaha Hadid, y en ese momento pensé que esa forma debía llegar a un postre. Uniendo todo eso, y definiendo que no queríamos que fuera un helado de agua, llegamos al resultado final.
El rey del macaron
La primera vez que Damián Betular se zambulló en esa honda y tantas veces oscura piscina que es la fama fue en 2015, cuando lo invitaron como jurado por un día para evaluar a los participantes que preparaban macarons en el momento. La elección no fue casual: en un buen día (prepandemia), el Haytt elaboraba hasta 3000 de estos pequeños alfajorcitos franceses, lo que hizo que algunos comenzaran a llamarlo "el rey del macaron". "Me invitaron para acompañar a Donato De Santis, Germán Martitegui y Christophe Krywonis. Ahí entendí, en carne propia, la llegada que tiene la tele en la gente. De todas maneras, fue algo único. Años después me llamaron de Turner para contarme un proyecto; tuve una reunión con ellos y la BBC, participé de un casting con una simulación de jurado y espectadores, todos mirándome. El programa era Bake Off, una locura. Y cuando me eligieron y supe que además iba a estar junto a dos amigos, Pamela Villar y Christophe, mi alegría fue máxima. La primera temporada fue un superéxito, luego vino la segunda. Viste cómo es, dios hace las cosas porque sabe: cuando arrancó la cuarentena, al mismo tiempo arrancó Bake Off, así que pudimos acompañar a la gente, darles un poco de alegría en un momento de noticias no tan buenas".
–Hablaste de dios: ¿sos creyente?
–No tanto... Vengo de una familia muy creyente, y yo a veces hablo un poco con algo o alguien, aunque no sé muy bien con quién es.
–¿Cómo explicás el éxito que están teniendo estos realities de comida, que logran ratings altísimos?
–Siento que hay algo ahí que conecta todas las edades, que es lúdico y emocional. En todas las familias siempre hay comida, siempre pasan cosas alrededor de la cocina, y pienso que ahí está ese imán que nos atrapa. Está la idea de lo rico, pero también de lo artesanal, de poner manos a la obra. Si un día hacemos profiteroles en la TV, al otro día tengo miles de personas mostrándome sus profiteroles. El reality tiene lo real, la receta concreta, y lo aspiracional, la torre de 20 metros de profiteroles que nadie va a repetir en su casa.
Antes, al mediodía agarraba un alfajor y dos vasos de Coca Light mientras seguía caminando; ahora, me tomo el tiempo para almorzar bien.
En las fotos y en la pantalla se lo adivina coqueto, siempre prolijo en apariencia y actitud, exigente, pero amigable. Una personalidad perfecta para lidiar con la alta exposición. "No soy tan prolijo como creen", asegura, mientras muestra en redes otra de sus pasiones, una nutrida colección de muñecos de Star Wars, Pokémon y Legos que arrancó hace años, al llegar a Buenos Aires. "Pasa que vivo disfrazado: entro al hotel en jogging y me pongo el uniforme, voy al canal y me visten. Igual, sí, algo hay ahí: soy rompepelotas con los perfumes; las zapatillas y las mochilas son mi debilidad. Si uso un jogging y una remera, busco que sean los mejores. Creo que soy coqueto a mi manera. Toda esta exposición sucedió de manera muy rápida: ayer estaba mirando a Osvaldo en Utilísima y hoy me están mirando a mí. En la intimidad, soy más de quedarme en casa, disfruto estar ahí. Ahora en verano, que hace 40 °C, me encierro con el aire acondicionado y soy feliz. Mi semana habitual es siempre una vorágine, el único día que realmente descanso es el domingo".
–Las cocinas suelen ser lugares de mucha tensión y exigencia, ¿sos de enojarte en el trabajo?
–No, y si lo hago es por muy corto tiempo. Es algo que saqué de mi mamá... también de mi papá, pero más de mi mamá. Yo hablo con todos, si pasa un perro por la calle seguro le hablo. Y la hotelería me terminó de dar eso; cuando sos un poco amable de base, estar en un hotel termina de setearte así. Las personas que trabajan conmigo lo saben. En ese sentido, no soy una persona compleja. Al contrario, soy fácil de leer. Y lo disfruto un montón. Para la hostilidad, ya está el mundo exterior.
–Una pregunta capciosa: ¿qué te gustó más estar en Bake Off o en MasterChef?
–Tengo el corazón dividido. Bake Off fue el inicio de todo, trata de mi pasión que es la pastelería, que la gente la conozca. Además, lo grabamos antes de la pandemia, cuando estábamos más libres, podíamos estar más cerca de los participantes, sin lavarnos las manos todo el tiempo. MasterChef es otra cosa, es un programa diario con una exigencia distinta, donde, aparte, al arrancar no conocía tanto a mis cojurados. Pero me gusta todo. Este año estamos estrenando la tercera temporada de Bake Off y me pone muy feliz reencontrarme con Paula Chaves, Pamela y Christophe. Y hoy la paso muy bien en MasterChef, hablo mucho con Donato y Germán, son largas horas de trabajo y aun así llego contento a casa.
–Mirando hacia atrás: ¿en qué momento sentís que tomaste esa decisión clave que te llevó a estar acá?
–Cuando me vine a Buenos Aires. No haber tenido miedo, animarme a estudiar lo que quería, eso es algo me marcó y doy gracias a dios. Y amo esta ciudad. En hotelería, es fácil viajar a otro destino, sé que afuera ganaría más dinero, pero acá está la gente que quiero y estoy convencido de que podemos hacer cosas brillantes sin necesidad de mirar tanto hacia afuera.
–Sos una persona apegada a la idea de familia... ¿Estás en pareja?
–Ahora no. Son etapas. La de ahora es esta, estoy solo, enfocado en el trabajo. He tenido parejas y la pasé bien. Tengo grandes amigos que para mí también son familia. Y no sufro la soledad. Estar con alguien es dedicarse a esa otra persona y hay momentos en que eso no se puede hacer.
–Si tuvieras que elegir un plato, ¿cuál sería?
–La pizza. Me encanta. Y mi combinación preferida, me van a odiar, es la de jamón y ananá. La pido mucho en Los Maestros. Ahora también me encanta la de mortadela que prepara Donato. Y en el Hyatt saben de mis gustos: todas las semanas hacemos un "casual Friday" y, desde la cocina, me miman con pizza de masa madre.
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