En esta isla del Caribe sur, la vida transcurre a ritmo casi de pueblo entre el color de arquitectura holandesa y bajo un sol abrasador. Para compensar, en sus playas sopla siempre una brisa reparadora y el mundo subacuático invita a ser explorado. Se la detecta a 50 km de la costa venezolana, entre Aruba y Bonaire.
¿Kon ta bai? Mi ta bon.
De tan simpático y simplón, el papiamento parece un idioma de niños.
Es la lengua criolla que en el siglo XVIII improvisaron, para comunicarse entre sí, esclavos africanos, colonos holandeses, venezolanos y judíos sefaradíes venidos de Portugal y Brasil; la misma que hoy se habla en todos los hogares curazoleños y la que, recién en 2007, alcanzó el título de idioma oficial de Curaçao, junto al ya consolidado holandés.
Curaçao fue una isla cosmopolita desde el vamos. A esta porción de tierra de 444 km2 llegaron los españoles en 1499, que la colonizaron hasta 1634, cuando aparecieron los holandeses y la anexaron a su corona. Unos años más tarde desembarcaron colonos judíos sefardíes, provenientes de Pernambuco, Brasil, que en ese entonces era colonia holandesa, y se sumaron a la élite blanca. En otro rango social –junto con los indígenas– se acomodaron no muy cómodos los africanos: con puerto disponible y sin posibilidad de comercializar productos agrícolas por el clima semiárido, Curaçao fue el principal centro de venta de esclavos a las colonias europeas en América. El mercado de trata de personas se acabó en 1863. La crisis de la isla improductiva empujó a miles de trabajadores a emigrar a Cuba, a las plantaciones de caña de azúcar. El gobierno holandés trajo entonces una nueva mano de obra: indios, chinos e indonesios. Pasaron también una ocupación británica y una invasión francesa, pero los holandeses recuperaron el territorio. En 1912 la economía repuntó: a partir del descubrimiento de yacimientos de petróleo en Venezuela, se creó en la isla una de las refinerías más grandes del mundo, que es actualmente la principal fuente de ingresos curazoleños.
No hace mucho que Curaçao dejó de ser Antilla holandesa: es territorio autónomo del Reino de los Países Bajos desde octubre de 2010. Independiente en su economía y gobierno, elige a su primer ministro, aunque el gobernador aún es designado por la reina de Holanda, es decir, Máxima Zorreguieta.
Sorprende entonces que el florín (o floro, como llaman a la moneda oficial) se mantenga estable con respecto al dólar desde hace décadas. Y causa admiración que la mayoría de los habitantes hable tan bien cuatro idiomas: papiamento, holandés, inglés y español. "¿Qué lengua prefiere?" es la pregunta que hacen grandes y chicos cuando una se acerca a conversar.
Sonrientes, políglotas, tolerantes, empáticos: los curazoleños son buenos anfitriones.
La ciudad: Punda y Otrobanda
Su ciudad capital, Willemstad, está dividida en dos por las aguas de la Bahía de Santa Ana. De un lado está Punda (punta), la urbanización más antigua, comercial, con su hilera de casas de estilo holandés y colores intensos, que forman, como los locales la definen, "la postal" de Curaçao. Enfrente, Otrobanda (otro lado), el distrito residencial, más grande, y "moderno". Los dos barrios están conectados por tres vías: el puente flotante y peatonal Queen Emma (de madera, actualmente en arreglo), el altísimo puente Reina Juliana, por el que sólo transitan autos, y un ferry para 150 personas que funciona cada vez que el puente móvil se retira para permitir el ingreso al puerto de cruceros y buques de gran calado.
El agua di Lamunchi, una refrescante limonada que venden por la calle, resulta imprescindible para la caminata urbana bajo el sol. Otro tema es que resulta difícil estacionar sin pagar, pero hay un secreto a voces: el parking del exclusivo mall Renaissance, en Otrobanda, está abierto las 24 horas y es gratuito. Este shopping, que congrega marcas como Swarovski, Tiffany y Armani, queda a una cuadra de la céntrica plaza Luis Brillion, con la mejor vista de Punda. Frente a la plaza está el ferry que cruza el canal en apenas un minuto.
Las fotogénicas 15 fachadas del período colonial holandés de la calle Handelskade, a orillas del canal, son como un pedacito de Ámsterdam. Antiguas y bellas, las casonas consiguieron ser Patrimonio de la Humanidad, logro no tan fácil en el Caribe. El primer edificio de la hilera es amarillo, de 1708, y hoy lo ocupa la perfumería Penha, donde hacen estragos los cruceristas que recalan en este puerto libre de impuestos. Le siguen Iguana Café, la verde casa de telas Akerman, el Banco de Venezuela, una joyería –también atacada por cruceristas– y más comercios.
Al final de esta cuadra ilustre aparece el Mercado Flotante, una sucesión de barcos venidos a diario desde Venezuela con productos frescos para vender, que aquí escasean. Llegan temprano y se quedan hasta las seis de la tarde. Los curazoleños ya se acostumbraron a este ritual, que se repite desde 1937 merced a un tratado con Venezuela para frenar el contrabando.
Después de cruzar el canal Waaigat de Punda por el breve puente peatonal Reina Guillermina, aparece el Scharloo, antiguo barrio judío con mansiones del 1700 que aún mantienen la estrella de David en las rejas de sus portones. Hoy son embajadas, escuelas, oficinas municipales, bancos de coloridas y ornamentadas fachadas.
Otro rincón histórico de Punda es el Fuerte Amsterdam, germen de la ciudad construido en 1634 por la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales. Hoy es sede del gobierno de Curaçao. Junto al fuerte, en la punta de Punda, sobresale el edificio más alto de la isla: el Plaza Hotel Curaçao.
Regresamos a Otrobanda en el ferry y comenzamos a recorrer este barrio residencial del siglo XVIII desde el RIF Fort, fuerte de 1828 erigido con piedras del mar y convertido en patio de comidas y centro comercial. A unos metros, frente a la bahía, está la plaza central: Parque Brillion, donde se besan las parejas, se juntan los amigos y, cada 31 de diciembre se despide el año con una bendición del obispo.
Breedestrat, la calle principal, y comercial, es una especie de Once con aire pueblerino: predominan los locales de ropa barata y los bares chinos al paso. Unas cuadras más arriba, la calle se embellece con casonas de colores. También está el Bar Netto, donde desde 1954 se fabrica el famoso Rom Berde (ron verde), con fuerte gusto a anís. Su fundador, Netto Costa, murió en 2004, pero su socio y actual dueño, Jesús María Cenoman, continúa fabricando y despachando la mítica bebida y cervezas holandesas a locales y turistas. Es un bodegón de piso calcáreo, con paredes llenas de fotos de la familia real. De los techos cuelgan camisetas de todos los clubes de fútbol del mundo.
Las playas
"Las playas de la cara norte de la isla, las oceánicas, no son para bañarse: hay rocas y el mar es bravo. Y las que están al este de Willemstad, como Mambo Beach, son demasiado turísticas. Los llevo a las que están en dirección a Westpund, que está a 40 km", explica el guía.
Atravesamos los caseríos de Bandabao (lado de abajo) y entramos en zona de antiguas salinas y plantaciones en un paisaje semiárido, de tierra roja y espinillos. Aparece la primera Landhuis (casona de campo): Jan Kok. Es una de las 55 históricas construcciones de los siglos XVII, XVIII y XIX que sobreviven en la isla. Eran las viviendas de los holandeses propietarios de las tierras de cultivos y ganaderas. Hechas de corales y bloques de ladrillo, con techos de tejas a dos aguas, estas casonas se levantaron en terrenos elevados, para tener vista panorámica de las plantaciones y así controlar el trabajo esclavo. Hay más de 20 Landhuizen abiertas al público: hoy son restaurantes, galerías de arte, centros culturales y hasta una fábrica de licor.
Más adelante aparece la primera de las más de 20 playas de esta costa: Daai Booi Bai, una de las públicas, porque hay que aclarar que también las hay privadas, en las que se debe abonar para ingresar. Bajo una de las sombrillas de paja, en la arena fina pero no tan limpia de Daai Booi, una pareja de médicos californianos se acomoda las máscaras de snorkel y se dispone a entrar al cálido mar esmeralda. Decenas de pececitos de colores los esperan. A unos pasos, un grupo de amigos holandeses compran conos de papas fritas y cervezas marca Bright.
Seguimos viaje y enseguida aparece la privada Porto Marí, pulcra y angosta, con su arena fina ocupada por una hilera de reposeras mullidas. Un largo muelle permite una zambullida más allá de las rocas que pueden aparecer en la orilla. Las máscaras y aletas de snorkel son tan frecuentes como los trajes de baño en este mar traslúcido. Porto Marí es una muy linda playa con buena infraestructura: centro de buceo, espacio para masajes y bar-restaurante donde nos sirven un refrescante trago llamado tincho: espumante con hojas de menta y agua gasificada.
La que sigue es Lagún, pequeña playa pública de pescadores, rodeada de acantilados. Hay árboles en la arena; entre ellos, un ejemplar de manzaninha, cuyo fruto es venenoso, según alerta un vistoso cartel. Seguimos viaje y pasamos por el acceso a las públicas Cas Abao y Jeremi (aquí construyeron un resort) antes de llegar a la más hermosa playa de Curaçao: Kenepa o Groot Knip, según se la llame en papiamento u holandés. En realidad son dos playas: Kenepa Chiki (pequeña, ideal para snorkel) y Kenepa Abou (la de abajo), la preferida de los que conocen al dedillo la isla. Llama la atención que la más idílica de las playas de la isla haya resistido la privatización: Hubo un intento, pero los curazoleños se opusieron. "Kenepa nunca será privada", remata el guía con más esperanza que convicción.
Ya en el tramo final, en la punta de la isla, aparecen West Pund Bai, playa Piskado (de pescadores, con barquitos), playa Kulki y West Pund, con arena oscura de origen volcánico. De la primera a la última, no hay que irse antes del atardecer, cuando el sol se ahoga en el Caribe.
Mar on the rocks
Hay que pasar West Pund, ya en la costa norte de la isla, de cara al Atlántico, para llegar al Parque Nacional Shete Boka, con sus siete bocas en las que el mar besa con furia las rocas. El parque cubre un área de 200 hectáreas, con calas y ensenadas en las que depositan sus huevos tres especies de tortugas. Lo que se visita son unos diez kilómetros de costa rocosa protegida, que se recorren en parte en auto y en parte a pie, bajo una brisa constante que no logra mitigar el solazo de esta reserva sin sombra. Nos toca un día con poco viento, por lo que el calor es demoledor y las olas, más tímidas, no brindan el mejor show. Aún así, no podemos dejar de ver el hipnótico espectáculo de Boka Pistol, donde el mar entra en una especie de embudo rocoso para emerger como un ruidoso spray que alcanza los diez, veinte, treinta metros, según el tamaño de la ola. Desde un cercano mirador de madera, todos filman y sacan fotos y exclaman "wow" con cada ola.
Otra caminata conduce a Boka Tabla, donde hay que descender a una cueva subterránea en la que se ve y se siente el ingreso del mar como si uno fuera una piedra más. Más allá está Boka Kalki, donde no hay nada espectacular más que la exhibición del trabajo de erosión del mar. Un bosque de árboles con troncos muy retorcidos da paso a una playa con grandes rocas que forman una muestra de esculturas. En cada una de ellas, el mar talló una trama diferente, con una persistencia asombrosa.